miércoles, 10 de diciembre de 2014

A Garcilaso, en la torre de Muey


Don Carlos no ha dormido, cavilando,
y un sueño de bombardas, catapultas,
y de torres de asalto, lo desvela.

Don Garcilaso de la Vega mira,
a su lado, con ojos de leopardo,
un valle quieto, un alba que amanece
sobre Provenza trovadora en llamas.

Galatea se fue, Elisa ha muerto.

Una niebla de amor anda en el campo
subiendo de los claros, frescos ríos,
y acechando las armas y la piedra
de la Torre de Muey, tan defendida.

Don Carlos tiene a Muey sobre la mesa,
como una torre más. Y traza planes
y mueve, sobre arena, sus ejércitos.
Y quiere la victoria que lo esquiva.

Y Garcilaso mira los collados.

Ve pastores amantes, doloridos,
callando desventuras y ternezas
mientras vagan su sombra por la aurora,
ausentes sus pastoras de su lado.

Los pastores dejaron sus morrales
y sus cayados. Buscan armaduras
y espadas, picas, lanzas, sus escudos,
olvidados del canto y de pacer.

Galatea se fue. Elisa ha muerto.

Y rompe un vendaval: Es Garcilaso.
Brillan las armas. Él, asalta mudo,
fiero en la mano, el corazón transido,
trepando al cielo gris de las almenas
que, como amada, esperan al amado.

Como una amada, Muey se le ha rendido.
Como un amado, Garcilaso ha muerto.
Con el acero le entregó su sangre.
Como una amada, Muey la ha recibido.

Galatea no está. Elisa ha muerto.

Lo Muey ya cae. Y Garcilaso sueña
que en la tercera rueda, mano a mano,
otros valles floridos y sombríos
le muestran a la amada para siempre
ante sus ojos fieros de leopardo
que ahora la ven, sin miedo de perderla.