viernes, 12 de septiembre de 2014

Vida, obra y fama. Y paloma.


Estaba jugando en el puerto, interminablemente. Corría sobre el cemento y los empedrados, caía y volvía a levantarse, esquivaba a las gentes: paseantes, corredores corrientes, aburridos dependientes de oficinas en vacíos tiempos libres, almorzantes, jóvenes, ancianos, turistas, nativos.

Unos remeros lo saludaron, un guardia que desconfiaba de la tribu que lo rodeaba lo vigilaba a la distancia; unos estudiantes se pararon a preguntarle cosas y se reían de su facha y de las respuestas.

Es claro: un pequeñín de apenas unos dos años, criado medio a campo, no sabe del protocolo citadino. Por lo pronto, en la ciudad sólo se corre por una vida sana. O por el colectivo. Pavadas del asfalto.

Hasta que descubrió las palomas que picoteaban voraces tal vez migajas de sandwiches o quién sabe qué restos de ensalmos de soja y semillas de chía y cosas así.


Las palomas lo descubrieron también ellas. Para su mal de ellas, claro. Y ya no pudieron seguir en su faena hasta que el niño desapareció, bastante después. Qué son, preguntó una vez. Palomas, se le dijo. Cuántas paomas..., que era lo que quería decir, porque sabe qué son las palomas, pero no sabe por qué allí y entonces ese innúmero regimiento, esos escuadrones de colúmbidas.

Paomas, paomas..., proclamaba feliz como un cruzado en Tierra Santa y se lanzaba en una carga de infantería chueca a enfrentar a las hordas aladas. Y cuando echaban a volar los bichos aterrados y cuando intentaban volver a por las migas y cuando se hartaban y daban un vuelo corto hasta un mar más calmo y hasta que él los descubría en su estratagema pueril (la de ellas, se entiende) y hasta que se apartaba de todos y se aventuraba más allá del desierto de cemento casi hasta los bordes de la tierra firme buscando víctimas sobrevivientes...

Pero también buscó respuestas, urgente y preciso.

- Tata, qué son...
- Son palomas, Pipo.
- Ah, paomas, paomas...
- Sí.
- Tata, qué hacen as paomas, volan as paomas...


Y el brujo de la tribu contestó, condescendiente. Y el ariete de las aves, antes de que el hombre terminara de hablar, salió disparado hacia ellas.


Pero el hombre se quedó pensando en lo que hacen las palomas.


No se lo dijo, claro. ¿Cómo decirle al cruzado de manos enmeladas y boca enchocolatada que las palomas tienen un secreto designio? ¿Cómo explicarle que no importa qué, que de nada sirve una vida así o asá, ni esta obra magna ni aquella fama inarrugable? ¿Cómo se le dice a un niño que las palomas tienen el designio secreto de juzgar las estaturas y los corazones, las vidas, las obras y la fama, que se plasman en piedra cuando es menester (y hasta cuando no lo es...)?

Allí se quedó el brujo de la tribu. Sentado en un horriblemente estilizado banco de cemento, frente a las aguas marrones y silentes, oía los gritos de guerra del gurí y veía a las palomas sojuzgadas.

Por una vez, pensó, también en esto hay cierta justicia poética.

He allí un niño sin casi tiempo ni historia, sin vida vivida casi, sin obras seguramente dignas de una escultura, sin fama histórica para los siglos, fama bien o mal habida. Un recién hombre.

Y él, precisamente él, es el enviado de los dioses como flagelo de palomas.

Ellas, que son el flagelo de los seres de piedra, seres que han sido otrora de carne y sangre y aliento de vida. Ellas, que cuando apenas queda la memoria de nuestros pasos sobre este mundo bajo la esfera de la Luna, vuelcan sobre nuestras figuras su juicio líquido, manchando nuestros bronces y mármoles y cualquiera otra materia de gloria visible que recubre nuestra vida, nuestra obra y nuestra fama.


, pensó: las palomas merecen ciertamente que un niño las juzgue.


Bien hecho, Pipo, se dijo.