jueves, 25 de septiembre de 2014

Pobre gaita



Es una historia, nada más.

Y las hay mejores, ya lo sé; pero es la que hay. Y es la que puedo contar hoy, siendo las cosas tal como son hoy.

Pero mejor empecemos por el principio.

Aunque, en verdad, no sé bien dónde principia esta historia.


*   *   *


Hay algo peor que tener que bajar a la ciudad: ir en auto. Y muy temprano, peor.

Entonces, mejor el tren.

Pero allí ya tenemos un principio. Hace varios meses que trabajan en estaciones nuevas, andenes más altos, arreglos, pinturas, propagandas políticas y cemento, hierros y caños y carteles socialistas, cenefas de madera y consignas por los altavoces. Y trenes nuevos, chinos, que necesitan andenes más altos y así.

Primero fue que se inauguraba todo en julio, después agosto y al fin, septiembre. Antes, unos tinglados a la intemperie que hicieron las precarias veces de andenes para que los trenes se lucieran andando.

Ahora era ir a la ciudad comm'il faut, a todo nuevo. ¿Llevar lectura? Quién sabe. Mejor no. Música. Tenía que oír de nuevo la guitarra de Carlos Roldán y unos auriculares bien podían hacer el trabajo. Mientras, nada impide mirar todo lo que se pueda, todo lo que se vea, a esas horas hay que ir de pie entre ruinas...

Ver a las gentes. A qué altura de la historia estamos. Qué hacen. Qué ya no hacen mientras casi todos atienden sus electrónicas (¿yo era uno de ellos?) y apenas si hablaban entre sí, cosa que es nueva. Así que poco para oír en estos tiempos.

No importa, me dije. Sonaba espléndida la guitarra, nítida, mientras esperaba en los andenes nuevos, mirando todo para ver qué era estar a nuevo. Llegó la formación. A horario. Sereno el andar.

Un rumor, apenas, no lo distinguí al principio. Pero unos cinco minutos después volvió con más fuerza.

Los auriculares, como guardias severos a la puerta de las voces, no dejaban pasar casi nada que no fuera la guitarra. Casi.

Me los saqué. Alcancé a oír unas palabras en inglés neutro, ni metálicas ni cálidas, por los parlantes del vagón; pronunciaban el nombre de la siguiente estación.

Incómodo por la interferencia, en cuanto estábamos llegando a la siguiente estación, ya oí que una mujer española nos avisaba que llegábamos a tal y tal (pronunciaba como una vecina de otro lugar un nombre de otro lugar) y que si íbamos a bajar nos preparáramos y que tuviéramos cuidado. Y lo mismo después en la voz de una mujer (¿sería su melliza nacida en otro lugar?) que modulaba su inglés de aeropuerto, sin acento. Y al salir de la estación, otra vez: cuál es la siguiente estación, bilingüe claro.

Y aquí hay otro principio posible para la historia.

Se me cruzaron de pronto las imágenes de la madre de todos los excluídos de la patria grande recibiendo canchera los vagones que llegan, inaugurando desafiante las estaciones que empiezan a cambiar, poniendo en marcha, canchera otra vez y desafiante además, los trenes chinos nuevos, nacionales y populares.

Y, entonces, la voz de la pobre gaita en los altavoces y de su melliza de quién sabe dónde en su inglés de aeropuerto.

Primero se me dio por mirar otra vez a las gentes del vagón que ya eran más que antes. Su traza y su raza, sensiblemente latinoamericana más ahora que antes. Y sus cachivaches de consumo masivo (a no menos de pesos 1.500 por artefacto...), sus miradas perdidas por las ventanillas, sus miradas perdidas en las pantallitas, sus miradas perdidas.

La guitarra de Carlos Roldán apenas si podía con la voz de la pobre gaita, que ahora se colaba e invadía en cada entrada y salida de andén los acordes, sin que ni él ni yo pudiéramos apartarla.

¿Por qué se me fue la imaginación a la escultura de Cristóbal Colón atado y amorzado en alguna plaza fría del invierno no tan frío de una ciudad como sin raíces, capital de un país patotero y emancipado en las palabras y los gestos, y en nada más que en las palabras y los gestos, de cosas de las que no debería emanciparse ningún bien nacido?

Sería la voz de la pobre gaita, creo. Pobre gaita.

Pero. Tanto discurso relatado, tanto relato discurseado, tango gesto y alharaca, tanta sonrisita sobradora de boca ladeada repartida por el mundo, tan argentina la pose y tan desagradable, tan canchera, y todo para zaherir a los colonizadores y humillar a los invasores y para lamerle las llagas a los desclasados y para levantarlos en armas de odio y desprecio y ampliarles los derecchos y ampliarles los torcidos para que mastiquen la arena de la diversidad cultural un 12 de octubre...

Y todo eso para terminar poniendo a una pobre gaita a decirles a los nativos, a los indianos, y pronunciando a la gallega (como si fuera una receta de un pulpo a la gallega), las estaciones: William Morris, Hurlingham, El Palomar, Caseros, Santos Lugares... y La Paternal y Chacarita y Palermo y así...

Pobre pueblo nuestro.

Pero Carlos Roldán insistía, desde Wilde de Avellaneda, y desgranaba acordes de antigua música argentina y amablemente me limpió la mirada. Y el oído.

Hasta que.

Hasta que.

Y allí podría haber todavía un principio más para esta historia.

Estaba la pobre gaita. Pobre gaita.

A ver, a ver....

¿Quién sería? ¿Dónde estaba? ¿Quién le escribió en un papel (¿fue por correo electrónico?) los nombres de pueblitos perdidos de un país lejano? ¿Sería de unos entre 40 ó 50 años como parecía? ¿Sería esposa y madre? ¿Viuda? ¿Soltera? ¿Solterona? ¿Divorciada? ¿Estaría enamorada? ¿Viviría en un pisito módico en Madrid? ¿En los altos de una casita a las afueras de León? ¿Valladolid? ¿Era de Huelva y se mudó a Bilbao? ¿Por qué aunque ya la oía con cierta fijeza no pude sacarle la tonada? ¿Por qué tan neutra, tan nada, tan nadie? ¿Para qué, si aquí, entre los indianos, igual era lo otro per diametrum y nadie la oía y los que acaso la oyeran sólo sabrían que era la gaita del parlante? ¿Quién sabría aquí si pronunciaba Villa del Parque a la catalana o a la andaluza o a la navarra o a la gallega (como un pulpo a la gallega o una corvina a la vasca o un gazpacho andalú...)?

Digo yo: ¿y si no existe? ¿Y si no existiera la pobre gaita? ¿Sería una pasión inútil mi pena gaita por la pobre gaita? ¿Existirá de veras? ¿Será alguien? ¿Alguien de carne y hueso, aunque no tuviera alma ni sangre? ¿Serán nada más que unos bytes esas neutralidades de voz, sintetizadas en algún programa chino, manejado por una chinita con barbijo, esclava en alguna planta colectiva en un barrio de nombre imposible en Xuanhuei o Zhaotong o en cualquiera otra ciudad de la provincia de Yunnan...?

Pobre gaita.

Estuve hablando con ella todo el viaje. Ella ni me oía y sin duda no me prestaba nada de atención. Le pregunté todas esas cosas y más. Ni contestó siquiera. Los indianos ni la oían, tampoco ellos. Los indianos ni se daban cuenta de que el truculento colonizador les hablaba como un gran hermano gaita desde los altavoces de los nuevos vagones chinos, nacionales y populares. Estaban sumidos en otros bytes.

Pobre pueblo nuestro.

Pobre pueblo mío.

Pobre gaita.


El tren llegaba al fin a la ciudad.

La pobre gaita me decía, neutra, nada, sin sangre, que habíamos llegado a Retiro, pronunciado a la gallega (como un pulpo a la gallega...)