martes, 23 de septiembre de 2014

Azul de lluvia




Hace unos cuantos años, íbamos con un buen amigo trepando por las montañas del sur y nos pilló un tormentón, bajando.

Apenas pudimos hacer algunos kilómetros y tuvimos que refugiarnos en un campo, porque ya habíamos alcanzado los bosques de abajo.

Llegamos a una matera, había gente y pedimos posada. Un fuego rodeado de piedras casi en medio del tinglado y unos tres o cuatro peones sentados alrededor. Olores de campo y de cosas de campo, olores de montaña, la madera aromada, la piedra, el agua.

En una especie de cabecera, en un banquito de ordeñe, estaba sentado el patrón, presidiendo la juntada sin alarde, un enorme belga criollo y jocundo. Hospitalarios, nos ayudaron a poner a secar nuestras cosas y equipos y ropas, nos hicieron un hueco junto al fuego e hicieron correr el mate, como si fuéramos de toda la vida. Tratábamos de entrar en calor y estábamos mudos. Ellos conversaban y bromeaban de cosas de sus faenas y trabajaban cueros, trenzaban tientos, arreglaban frenos o riendas, componían máquinas, según el caso. Afuera, la puerta de la matera mostraba un valle cada vez más neblinoso y frío.

Pasaron las horas y oscureció y más frío hacía. Todavía no estábamos del todo secos y nos acopiaron unos troncos más: "para la noche... pasen la noche y mañana ven...", dijo el belga, "hay algo de comer en la casa, si quieren, buscan y se lo traen pa'cá... y hay un poco de vino, no sé si toman..."

Nos miramos con mi compadre y sonreímos. Dormimos apenas con unos pellones, casi sobre las piedras. El fuego era fuerte, pero igual nos hizo frío esa noche. Todo lo nuestro estaba tan seco a la mañana como entumecidos nosotros. El mate ayudó y después el café que nos convidaron y el pan casero y así.



*   *   *


Los martes son días que me reservo para cosas para hacer, sin salir del corral, ocuparme en esto y aquello. A veces, el jardín y las plantas; a veces, arreglos de cosas rotas, que no andan, o que querría que anduvieran. A veces, orden interno. A veces, nada y pensar en lo que voy a hacer el martes que esté por venir.

Hoy era el jardín, aunque sabía que amenazaba lluvia. Pero era el plan. La mañana se complicó y hacia mediodía sopló un viento frío y amenazante que avisaba en llovizna fina que en cualquier momento llovería. Y llovió, desparejo y frío.

Me acorraló y ya no había modo de andar afuera. Miraba el jardín. Porque era lo único que me quedaba por hacer, si no le iba a hacer nada. Él estaba contento, yo sumaba un renglón al martes que viene.

Me quedé un rato viendo llover y tomando mate. Y de pronto vino la matera aquella del sur y se me plantó adelante, con su aire frío y todo aquel verde penetrante y como salvaje de aquellos campos entre montañas.

En los dos últimos años, dejé crecer un yuyo que viene alto, tiene hojas oscuras y una flor azul que es la causa de su sobrevida. Y de mi alegría. Mi madre se queja: cómo hacés venir 'esos' yuyos... Pero el año pasado se llevó un par y los puso en su casa, por allí, entre sus plantas. Porque me gusta la flor..., me dijo al descuido, como si nunca los hubiera condenado a muerte.

Ahora, allí estaba ella, recién nacida. La flor (no mi madre...)

Feliz de la vida con esta poca de agüita.

Y la miraba yo y ella ni me miraba (la flor, no mi madre...) y más me traía aquellos días de hace tanto. Porque también allá había unas florcitas azules en un mallín que se veía desde la matera, que eran un contento.


Y pasó la tarde.