viernes, 1 de agosto de 2014

Reinos de mil años (III)

Así como digo que la Argentina ha perdido aquello que durante décadas fue la masa peronista, digo también que eso tiene tanto de bueno como de malo.

El peronismo ha sido tan perseguido como perseguidor. Lo primero le viene mayormente -no solamente- de que tiene enemigos irreconciliables, simétricos opuestos y por varios lados, gracias a sus múltiples caras. Lo segundo le viene de algo que está en su naturaleza -como en la de una ideología cualquiera-: reemplazar el mundo real por su visión del mundo, que siempre es excluyente. Algo casi inherente al mundo de la política tal como se ejerce, que por fuerza resulta agonal. Esa agonalidad le viene en buena medida del compromiso del creyente con sus creencias, de modo que cuando éstas son dañadas, él es dañado. Y así no sólo defiende sus ideas: se defiende a sí mismo, uno con sus ideas. Y para defenderse; lucha. Porque es una lucha por la supervivencia, amenazada siempre por quienes impugnan (y opugnan) lo que es su creencia y por lo tanto, su vida misma.

Sin que tenga mucho arte ni parte la búsqueda del bien común, y habitualmente en su lugar, está el afán político de poder perpetuo. Y es el caballo negro de la política, sin duda: tener poder y no tener poder son opuestos contradictorios. Claro que, para que eso sea fatal para el hombre político (insisto: el hombre político de veras desasido de la búsqueda del bien común social), hay que tener una visión del poder que hasta por error práctico desdeña las raíces y el aire. Lo que está oculto y sostiene, lo que se respira para vivir. Quiero decir, son pocos los hombres del mundo político que entienden que quien pone las palabras y las ideas, quien pone la dirección y la convicción, quien gobierna lo profundo que sostiene y el aire que se respira, conserva un poder más durable que quien ejecuta o quien se sienta en un sillón desde el cual se rige. Para entender eso, y poder hacerlo, se requiere de una cierta grandeza, que principia en el entendimiento. Es pedir un poco demasiado. La noción habitual del poder está asociada al presente, al tiempo que dura y se renueva a cada hora, cada día. Si se piensa en términos de mil años, se piensa en un presente sin cambio (algo propio de lo eterno), especialmente sin cambio en la mano que rige.



Ahora bien.

Lo bueno de la desaparición de la masa peronista es que su existencia navegaba entre dos promontorios espinados. Uno de ellos se erguía como una muralla que refractaba todo lo que no fuera peronista, porque el peronismo era de Perón y Perón (y Eva) es una excelencia irreemplazable, sin fisuras, ni merma, ni mancha, que solamente obra por el bien de la Patria y obra sólo él por el bien de la Patria, con un acierto inarrugable. El otro roquedal espinoso, y tan funesto como el anterior, es que la masa peronista se consideró siempre la encarnación misma del entero pueblo. Ciertamente no fue por su propia iniciativa, sino por obra de sus líderes. Pero la masa peronista consintió con gusto y con furor ese legado. La encarnación única del pueblo en la masa peronista, sin que otro pueblo pudiera ser ni lícito ni posible sino el peronista. "Mi único heredero es el pueblo", es una consigna terrible. Imita la nostalgia de Marco Aurelio por la República romana. Pero sólo la imita. Y aquella consigna postrera de Perón (más allá de que la expresión astuta laudara de ese modo las pretensiones de los herederos ávidos...) es terrible precisamente porque ya ha elidido el adjetivo peronista, por entenderlo innecesario por redundante.

Lo malo de la desaparición de la masa peronista es que con ella desapareció o se hizo inane, algo de la harina con la que esa masa estaba amasada. Y he dicho alguna vez que algunas ideas y algunas prácticas del peronismo no son de Perón. Y eso no quiere decir que esas ideas y prácticas no tuvieran hebras que fueran de buena madera cultural, política, social o económica. Sino al contrario. Con esa harina se había hecho una masa peronista de la que acabo de decir por qué era bueno que desapareciera. Pero no digo que toda la harina con la que se amasó fuera mala. Era malo el panadero, en todo caso. Habrá quien poniendo cara de inteligente diga en este punto que ya es suficientemente perverso que eso sea una masa y que eso mismo es parte del problema. Pues una masa es una cosa y un pueblo es otra. Y ya lo sé. Y como el inteligentón ha observado el punto, me ahorró la fatiga de tener que decirlo.

Pero estas líneas miran a la situación presente más que nada. Y de esa situación he dicho que se parece en algo a la que se vivió entre 1955 y 1973. Claro que Perón ya no está y la masa peronista, como postulo, se ha trasmutado (o diluído) de tal suerte que bien podría decirse que ha desaparecido.

Está la cuestión, axial, de lo que quedó en su lugar. Y es muy importante considerarlo, aunque algo ya dije al respecto. Pero habría que decir algo más.

Sin embargo, tal vez el mismo inteligentón de unas líneas arriba, y con toda razón, quiera inquirir en qué podría parecerse un tiempo y otro, si dos elementos fundamentales de uno de ellos, y dos elementos que lo signan esencial y gravemente, han desaparecido y, lo que es más, sin dejar aparentemente huella alguna.

Pero el asunto es, por otra parte, que el peronismo, como dije, parece seguir gobernando todavía y con aspiraciones no muy sutilmente disimuladas de gobernar mil años.

O, si contamos el tiempo en que se ha calzado la corona en los últimos 70 años, unos 963 años más, para tratar de ser más precisos.