Dichos de bichos: Torcazas y comadrejas
Es un bicho asqueroso, dijo el sapo. Yo perdí un hermano y un tío
en los dientes de la overa.
Será, no lo niego. Pero el raterío le teme y otros también, así que para
algo sirve, como todos. La culebra, con la cola refrescándose en el agua,
no le temía a la comadreja. Era más rápida y más ágil y era difícil que la
alcanzara.
No me venga con cuentos, dijo el pato. La muy bicha nada bien y es
peligrosa también en el agua. Usted cuídese, que le gusta nadar... Vez pasada
fui a poner los huevos a la isla del medio y hasta allá quiso cruzarse, la
desgraciada. Si no era por el perro flaco de la casa que se aficionó a la
isla..., ahora el pobre cruza por el bañado, desde que bajó el agua de la laguna.
Nadar ya no puede. No bien lo vio la overa se zambulló en los pastos y arañando
el suelo llegó al agua, que si la pilla...
Sí, es verdad, volvió a terciar el sapo con un bufido de disgusto,
siempre a la sombra del sauce. Pero las que no se salvaron fueron las
torcazas, ahora que menta la isla. Y eso sí que fue imperdonable: ahí se ve la
entraña de la overa, dígame si miento...
* * *
La tarde empezaba tranquila en el otoño. Había buen sol y viento fresco, no
muy fuerte. Las aguas se mecían suavemente. Se habían juntado varios bichos al
borde de la laguna en esos días, por el calor raro de las semanas pasadas. La
tierra tardaba en enfriarse. Para algunos predadores, el agua era una trampera
natural, así que el bicherío conversaba siempre con un ojo y un oído atentos al
derredor.
En el último año y medio, la comadreja overa había ido ganando enemigos por
todas partes. Había llegado un poco antes de una primavera raramente fría en el
pago. No estaba sola. Eran varias, pero como son bichos que sólo se juntan para
tener cría, andaban sueltas por todo el ámbito y se las veía poco.
Salvo cerca de la laguna. Era el sitio de los troncos podridos por la
humedad y allí buscaban reparo durante el día y de allí salían por las noches a
hacer desmanes. No se acercaban a la casa, pese al gallinero bien poblado,
porque el gallego Urdiales alimentaba una módica jauría de cuzcos de mandíbulas
veloces y de instintos cazadores, que eran la pesadilla de cualquier comedor de
huevos o pollitos. Por otro lado, alrededor de la laguna había alimento
suficiente para una overa calculadora y algo sensata como era ésta. De otros
tiempos, quedaban recostados sobre el monte de ceibos y paraísos que hubo en
una época, unos frutales que todavía daban. Hasta fruta y a veces algún zapallo
perdido ligaba la overa y variaba así la dieta.
Estaba la isla, además. No era, en realidad, sino un montículo, elevado vaya
a saberse por qué. Cuando se formó la laguna en el bajo, quedó esa lonja de
tierra que no llegaba ni a la media hectárea y con unas pocas plantas. El
cotorrerío dejó allí semillas de tala y de alguna que otra acacia que esparcía
sus vainas, así que terminó por formarse una especie de montecito no muy
lucido, pero tentador para pájaros y bichos que quisieran criar a sus crías sin
demasiado sobresalto.
A la overa le gustaba el agua y se sabe que son muy pulcras, pese a las
costumbres carroñeras y basureras. La laguna no era valla suficiente y sabía
que los huevos de la isla tenían el sabor de lo seguro tanto como el de lo
difícil: doblemente sabrosos, entonces.
Las torcazas anidaban allí desde que la laguna se había formado y eran como
las dueñas del montecito, aunque convivían con otro pájaros sin hacer cuestión.
Pero desde que apareció la overa y su cría numerosa ya desparramada, no vivían
tranquilas.
El último episodio era reciente y a eso se refería el sapo indignado. Ni uno
sólo de los huevos había sobrevivido. Una verdadera masacre.
Sin necesidad, dijo la calandria. Yo no soy quién, pero díganme si no es
verdad: cuántos ratones había en el campo en esos días.
El gallego Urdiales había tirado abajo el galpón viejo. Un cobertizo mediano
en el rincón norte de la chacra que había comprado cuando ya terminaba el
verano pasado, algo apartada como a tres o cuatro costados de chacra de la
casa. Del desguace salieron a las disparadas familias enteras de ratones
migrantes. Le había puesto tanto ruido el patrón con la sierra para cortar
tirantes y los martillazos en las chapas, que andaban los roedores aturdidos
por el campo, salvando lo que pudieron y buscando nuevas habitaciones. Afuera,
a la luz del día, a campo abierto, las lechuzas miraban con displiscencia desde
los postes de los alambrados su almuerzo seguro. Y la overa, también, se
supone, porque aunque era muy temprano para darse una vuelta por allí, sabía
que las noches que venían todavía serían tiempo para unos cuantos bocados.
Pero la overa apenas si cazó alguno que otro. Y una nochecita, tibia y sin
mucho viento, enfiló hasta la orilla de la laguna y nadó sin ruido. Acechó
desde que llegó a la isla y fue trepando con método árbol por árbol, haciendo
su plan de batalla, nunca uno al lado del otro. Subiendo uno aquí, otro en la
otra punta, para que casi no se la notara. A la madrugada, cuando empezaban a
volar las madres para buscar comida, la comadreja atacó huevos y pichones a
mansalva. Antes de que saliera el sol, el daño estaba hecho y la overa
nadaba, satisfecha y lenta, ahora anadeando hasta la orilla de tierra y juncos
y troncos podridos, como si fuera más pato que marsupial. Atrás quedaba un mar
de arrullos como lágrimas torcaces.
La noticia voló, claro, y esa mañana no se hablaba de otra cosa en el campo
alrededor. Y era comidilla todavía después de un tiempo, como se oyó al
principio, porque la furia contra la overa no menguaba.
Así fue que mientras los bichos hacían lonjas de la fama de la comadreja,
cayó el perro flaco a la orilla, medio apartado del bicherío y rengueando, por
una controversia con los más jóvenes de la jauría que le disputaron la osamenta
de un pernil esa mañana. La ganó, finalmente, pero a su costa.
La calandria habló primero y para que la escuchara el mastín flaco.
Algún escarmiento hay que darle a esta mal parida.
Sí, pero quién..., dijo el sapo.
Perro tiene que ser, o el hombre, insistió la calandria. Pero el
hombre ni debe saber que hay comadrejas por acá. Muy bichas son, ni se arriman
al gallinero. El perro sí sabe. La vio el flaco y los otros la huelen de lejos,
a ellos no los engaña...
Ah..., si anduviera el zorro aquel que vivía en el montecito del alto...,
dijo el pato. A ése no se le anima. Pero quién sabe qué habrá sido...
Cómo qué, dijo la culebra. Yo lo vi. Unos perdigones del .12, eso
fue. ¿No se acuerdan? Muy zorro y todo pero fue por gallinas un domingo..., hay
que ser...
Si no hay zorro, hay perros. Perro tiene que ser. No hay otra...,
volvió a la carga chillando la calandria.
Y el hombre sí que sabe, vea, dijo la culebra. Vez pasada, andaba
yo por el pastizal al lado de la bomba y oí al patrón que hablaba con el hijo
mayor, el que estudia en el pueblo. El mozo le decía al padre que no matara a
las comadrejas, si había, que las aprovechara para que le cazaran los ratones y
las cucarachas, que no pasaban enfermedades..., y no sé cuántas cosas le decía.
El patrón lo oía y le preguntaba cosas y el mozo le contaba que había visto una
en el monte de atrás que ellos le dicen, allá donde vivía el zorro, que en paz
descanse... Yo los oí, de cierto que el hombre sabe...
Mala cosa entonces..., ahí quedan las comadrejas, dijo el sapo
mirando el agua que brillaba.
Entonces, perro tiene que ser, levantó más el chillido la calandria.
Y el perro flaco se acercó, al fin, cansado de que lo aludieran tan
descaradamente.
Qué dice la gente, dijo serio y casi cordial.
Ya ve, lanzó el pato, seguro de que había oído todo.
¿Nos da una mano, don?, dijo la calandria.
No sé, mire, ladeó la cabeza el perro mirando para la casa. ¿Qué
quieren hacer?
Que usted haga, más bien dirá. Nosotros no podemos nada. Ella nos puede a
todos nosotros juntos, si vamos al caso, se sinceró la culebra.
¿Entonces...?, desafió el mastín.
Usted, ¿se le animará?, lo chuceó el pato.
¿Para?, negoció el perro.
Para que vea que acá viene sobrando ella..., la calandria nerviosa
cambió de rama y se posó casi frente al perro obligándolo a mirar para arriba a
contrasol, él la siguió un poco molesto con la mirada.
Mire, don, dijo parsimoniosamente el sapo, usted entiende el
asunto. No lo haga si no quiere, pero usted sabe que con esta overa no hay tu
tía, es ella o nosotros. Y si esto sigue, es ella. Ya vio lo de la isla y las
torcazas, ni ganas de bajar a la orilla tienen, las pobres. No digo que la
comadreja no tenga que comer, pero eso fue puro daño. Un día le puede tocar a
cualquiera, eso se sabe, como otro día le puede tocar a ella, ley de las cosas,
claro que sí. Pero esto fue abuso...
Es verdad. Ley de las cosas..., dijo el perro parco.
Siquiera un buen susto, siquiera eso..., insistía la calandria.
Y cómo haciendo, dijo el perro.
Del otro lado del juncal aquel, señaló la culebra, ahí, en los
troncos tiene la guarida. No es cosa de hacerle daño porque sí, pero que se
asuste lindo, eso puede hacerse...
Ahora, eso sí, guay con la overa que es ladina, dijo el sapo. Lo
sabía mi finado tío y se ensartó igual. Le habían contado al pobre que las
comadrejas cuando están en peligro pueden hacerse las muertas, ni respiran
casi, por horas, y ni se les oye latir el corazón, y hasta empiezan a oler
hediondo con una cosa que no sé qué dijo que tenían que la sueltan para eso. Y
se quedan así hasta que el enemigo se va y más... Toda una noche, tal vez,
hasta que se levantan bien vivas de nuevo y escapan o se esconden. Engañan, son
astutas y cobardes...
Veré, dijo el perro como todo dictamen y se quedó él también viendo
como el sol jugaba en las olitas de la laguna mientras la tarde se iba poniendo
fresca.
Unos minutos más estuvo en medio de ellos, todos en silencio. De pronto, sin
avisar, dio media vuelta y apenas se oyó un saludo mientras volvía a la casa,
rengueando un poco menos, pero sin trotar.
* * *
Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín. A veces, se lo
veía de lejos, cerca de la casa, como paseando sin destino. Después, entre los
frutales. Otra vez, como buscando algo en el montecito de los ceibos. Otra vez
estuvo casi toda una mañana echado bajo los eucaliptus, con el sol del este en
la cara, mirando quién sabe qué cosa, como perdido. Y no mucho más. Lo cierto
es que tampoco había rastros de la overa, no que ellos hubieran visto. Ni
señales.
Al tiempo, una tarde, después de una lluvia fina y fría que castigó el campo
hasta casi el mediodía, volvieron a juntarse los bichos, pero ahora apartados
de la laguna, buscando el calor de los pastos, debajo de los árboles. Una de
las torcazas pardas estaba entre ellos esta vez.
Yo lo vi, dijo de repente en un arrullo bajo. Estaba en los
frutales y lo vi. A los dos, en realidad. Ella, la overa, venía escondiéndose a
la tardecita, raro tan temprano, pero se ve que un par de frutas que había
entre los yuyos la pudieron. No andaba descuidada, no. Al revés, juiciosa
andaba. Pero se ve que ni lo vio ni lo oyó al perro flaco, que estaba como
echado, pero con las orejas atentas y el hocico tenso. Después me di cuenta de
que se había puesto con el viento de frente y por eso ella no lo olió siquiera,
hasta que se lo topó, medio lejos pero bien visible. Yo estaba a dos árboles,
bien arriba. El perro sí me vio. Yo lo vi: antes, me estuvo mirando largo, sin
moverse. Después, volvió a mirar para adelante, por donde venía la overa. Ella
estuvo rápida en cuanto lo topó: se escabulló a los pastos altos, lejos del
alambre y buscó el montecito de los paraísos. Los alcanzó y se trepó veloz.
Raro: el perro ni se movió. Como si no le importara, porque ella vio que él la
había visto y la había mirado fijo. Pero el miedo no hizo muchos cálculos y se
trepó, nomás. Me quedé quieta, pero la rama se mecía un poco por el vientito
fresco y hacía equilibrio para no moverme. Se venía haciendo la noche
enseguida...
¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco?, preguntaron casi a dúo la
calandria y el sapo. Todos estaban atentos y asombrados y la torcaz hablaba
como consigo misma, llena de melancolía todavía por lo que había perdido.
Y vieran cómo, perro sabio ese flaco... Ella alcanzó el paraíso más
apartado y medio pelado de ramas, el de la punta del potrero, el que encontró
primero. Si hacía unos metros más, llegaba a los ceibos o a los otros paraísos
que están más juntos aunque más cerca de la casa, y allí hubiera podido saltar
de uno en otro como suelen hacer, yo las vi hacerlo. Pero ahí, en ése, estaba
aislada. Se dio cuenta, pero como el perro estaba inmóvil y había quedado medio
lejos, la overa no sabía qué hacer. Entre los pastos, estaba perdida. Pero si
el perro no iba a atacar, pensaría que tenía tiempo para llegar a los otros
árboles. Para el otro lado del alambre no podía ir, era presa segura. El perro
no se movió nada. En un momento debe de haber creído la overa que tenía la
ventaja. De a pasitos firmes, con los dedos bien afirmados a la corteza, se fue
alistando para el próximo movimiento. No le sacaba los ojos de encima al flaco.
Ahí es cuando el perro apenas gira la cabeza, ni el cuerpo acomodó. La overa se
congeló de miedo, ya se creía que el perro no tenía ganas de correr y de pronto
el animal muestra un interés mínimo. La miró el flaco apenas un segundo y
volvió la cabeza, otra vez hacia la laguna, digamos. Les digo que yo no
entendía qué estaba haciendo el perro. Pero me pareció que lo que hacía era
obligarla a moverse como él quería. Ella quería escapar, nomás. Y ahí es claro
que se equivocó la overa. Porque la confundió y al final la desesperó. No la
dejó que pensara, que viera cómo escapar. Ella quería escapar como fuera. Y
parece que así no se escapa. De pronto, al rato, el flaco pegó un par de
ladridos, medio ahogados son, como ladra él, sin ganas. Pero ladró. Separados
uno de otro los ladridos. ¿Qué hace?, pensé. La overa se quedó tiesa y bailaba
los ojitos mirando los paraísos y al perro, que no volvió a mirarla. Al otro
rato, se oyeron dos o tres ladridos que hicieron eco en la nochecita, venían de
la casa, de los cuzcos. Ellos ladraron lejos, pero salieron al campo, ya sin
ladrar, y se fueron arrimando al trote para el lado de los frutales, por atrás
de los paraísos. La overa ni se fijó. Los ojos empezaban a brillarle más rojos
y amarillos con los destellos de la luna que se colaban entre las nubes que
iban rápidas, arriando la última lluvia para el lado del pueblo. Yo estaba
entumecida pero la escena me tenía petrificada. En cuanto unas nubes taparon
otra vez la luz del cielo, loca de miedo se creyó al amparo y así la overa pegó
un salto y se lanzó a los pastos y de ahí a los paraísos con pasitos cortos y
rápidos. No tanto que alcanzara los árboles salvadores. Yo los había visto a
los cuzcos acercarse porque estaba mejor ubicada. Ella no los vio hasta que los
tuvo casi al lado: ahí se le debe haber parado el corazón a ella y todos se
quedaron duros por unos segundos. Ella gruñó y mostró los dientes filosos
ferozmente, pero dio la vuelta con un gesto brusco de la cola gruesa que tiene
que debe haberle pegado a un cuzco en el hocico, porque gimió entre los
ladridos de los demás, como lastimado. Y la overa empezó a correr, curvada
sobre sí misma y desesperada por escapar. Los perros la seguían sin verla,
apenas por el movimiento que hacía poco ruido entre los pastos húmedos y
también por el olor. Sin darse cuenta por el terror, fue a parar derecho a la
vigilia del perro flaco. Ya casi ni se veía de oscuro que se había puesto. De
repente, como un eco grave, se oyó un ¡clac! fiero, sordo. Y un chirrido largo,
ensordecedor, que enloqueció a los cuzcos por un momento. Siguieron ladrando
hacia el lado del chillido, pero se quedaron quietos, hasta que se fueron
volviendo de a uno a la casa, ladrando también, pero ya como de compromiso. Se
oyó el silbido del patrón. Y después silencio. El perro flaco, al rato largo,
se levantó. Y también él enfiló hacia las luces de la casa. En el campo no se
movía nada. Al fin, volé por encima un par de vueltas, yendo y volviendo hasta
los paraísos, volando bajo fui y volví. Al lado de donde había estado el flaco,
la vi, echada de costado, quieta. Y así estaba a la mañana siguiente. Y así
cuando, al otro día, fue que se le acercó uno de los cuzcos y la arrastró para
el lado del maizal chico. Eso fue hace tres días. No la vi más.