jueves, 10 de abril de 2014

Dichos de bichos: Torcazas y comadrejas



Es un bicho asqueroso, dijo el sapo. Yo perdí un hermano y un tío en los dientes de la overa.

Será, no lo niego. Pero el raterío le teme y otros también, así que para algo sirve, como todos. La culebra, con la cola refrescándose en el agua, no le temía a la comadreja. Era más rápida y más ágil y era difícil que la alcanzara.

No me venga con cuentos, dijo el pato. La muy bicha nada bien y es peligrosa también en el agua. Usted cuídese, que le gusta nadar... Vez pasada fui a poner los huevos a la isla del medio y hasta allá quiso cruzarse, la desgraciada. Si no era por el perro flaco de la casa que se aficionó a la isla..., ahora el pobre cruza por el bañado, desde que bajó el agua de la laguna. Nadar ya no puede. No bien lo vio la overa se zambulló en los pastos y arañando el suelo llegó al agua, que si la pilla...

Sí, es verdad, volvió a terciar el sapo con un bufido de disgusto, siempre a la sombra del sauce. Pero las que no se salvaron fueron las torcazas, ahora que menta la isla. Y eso sí que fue imperdonable: ahí se ve la entraña de la overa, dígame si miento...

*   *   *

La tarde empezaba tranquila en el otoño. Había buen sol y viento fresco, no muy fuerte. Las aguas se mecían suavemente. Se habían juntado varios bichos al borde de la laguna en esos días, por el calor raro de las semanas pasadas. La tierra tardaba en enfriarse. Para algunos predadores, el agua era una trampera natural, así que el bicherío conversaba siempre con un ojo y un oído atentos al derredor.

En el último año y medio, la comadreja overa había ido ganando enemigos por todas partes. Había llegado un poco antes de una primavera raramente fría en el pago. No estaba sola. Eran varias, pero como son bichos que sólo se juntan para tener cría, andaban sueltas por todo el ámbito y se las veía poco.

Salvo cerca de la laguna. Era el sitio de los troncos podridos por la humedad y allí buscaban reparo durante el día y de allí salían por las noches a hacer desmanes. No se acercaban a la casa, pese al gallinero bien poblado, porque el gallego Urdiales alimentaba una módica jauría de cuzcos de mandíbulas veloces y de instintos cazadores, que eran la pesadilla de cualquier comedor de huevos o pollitos. Por otro lado, alrededor de la laguna había alimento suficiente para una overa calculadora y algo sensata como era ésta. De otros tiempos, quedaban recostados sobre el monte de ceibos y paraísos que hubo en una época, unos frutales que todavía daban. Hasta fruta y a veces algún zapallo perdido ligaba la overa y variaba así la dieta.

Estaba la isla, además. No era, en realidad, sino un montículo, elevado vaya a saberse por qué. Cuando se formó la laguna en el bajo, quedó esa lonja de tierra que no llegaba ni a la media hectárea y con unas pocas plantas. El cotorrerío dejó allí semillas de tala y de alguna que otra acacia que esparcía sus vainas, así que terminó por formarse una especie de montecito no muy lucido, pero tentador para pájaros y bichos que quisieran criar a sus crías sin demasiado sobresalto.

A la overa le gustaba el agua y se sabe que son muy pulcras, pese a las costumbres carroñeras y basureras. La laguna no era valla suficiente y sabía que los huevos de la isla tenían el sabor de lo seguro tanto como el de lo difícil: doblemente sabrosos, entonces.

Las torcazas anidaban allí desde que la laguna se había formado y eran como las dueñas del montecito, aunque convivían con otro pájaros sin hacer cuestión. Pero desde que apareció la overa y su cría numerosa ya desparramada, no vivían tranquilas.

El último episodio era reciente y a eso se refería el sapo indignado. Ni uno sólo de los huevos había sobrevivido. Una verdadera masacre.

Sin necesidad, dijo la calandria. Yo no soy quién, pero díganme si no es verdad: cuántos ratones había en el campo en esos días.

El gallego Urdiales había tirado abajo el galpón viejo. Un cobertizo mediano en el rincón norte de la chacra que había comprado cuando ya terminaba el verano pasado, algo apartada como a tres o cuatro costados de chacra de la casa. Del desguace salieron a las disparadas familias enteras de ratones migrantes. Le había puesto tanto ruido el patrón con la sierra para cortar tirantes y los martillazos en las chapas, que andaban los roedores aturdidos por el campo, salvando lo que pudieron y buscando nuevas habitaciones. Afuera, a la luz del día, a campo abierto, las lechuzas miraban con displiscencia desde los postes de los alambrados su almuerzo seguro. Y la overa, también, se supone, porque aunque era muy temprano para darse una vuelta por allí, sabía que las noches que venían todavía serían tiempo para unos cuantos bocados.

Pero la overa apenas si cazó alguno que otro. Y una nochecita, tibia y sin mucho viento, enfiló hasta la orilla de la laguna y nadó sin ruido. Acechó desde que llegó a la isla y fue trepando con método árbol por árbol, haciendo su plan de batalla, nunca uno al lado del otro. Subiendo uno aquí, otro en la otra punta, para que casi no se la notara. A la madrugada, cuando empezaban a volar las madres para buscar comida, la comadreja atacó huevos y pichones a mansalva. Antes de que saliera  el sol, el daño estaba hecho y la overa nadaba, satisfecha y lenta, ahora anadeando hasta la orilla de tierra y juncos y troncos podridos, como si fuera más pato que marsupial. Atrás quedaba un mar de arrullos como lágrimas torcaces.

La noticia voló, claro, y esa mañana no se hablaba de otra cosa en el campo alrededor. Y era comidilla todavía después de un tiempo, como se oyó al principio, porque la furia contra la overa no menguaba.

Así fue que mientras los bichos hacían lonjas de la fama de la comadreja, cayó el perro flaco a la orilla, medio apartado del bicherío y rengueando, por una controversia con los más jóvenes de la jauría que le disputaron la osamenta de un pernil esa mañana. La ganó, finalmente, pero a su costa.

La calandria habló primero y para que la escuchara el mastín flaco.

Algún escarmiento hay que darle a esta mal parida.

Sí, pero quién..., dijo el sapo.

Perro tiene que ser, o el hombre, insistió la calandria. Pero el hombre ni debe saber que hay comadrejas por acá. Muy bichas son, ni se arriman al gallinero. El perro sí sabe. La vio el flaco y los otros la huelen de lejos, a ellos no los engaña...

Ah..., si anduviera el zorro aquel que vivía en el montecito del alto..., dijo el pato. A ése no se le anima. Pero quién sabe qué habrá sido...

Cómo qué, dijo la culebra. Yo lo vi. Unos perdigones del .12, eso fue. ¿No se acuerdan? Muy zorro y todo pero fue por gallinas un domingo..., hay que ser...

Si no hay zorro, hay perros. Perro tiene que ser. No hay otra..., volvió a la carga chillando la calandria.

Y el hombre sí que sabe, vea, dijo la culebra. Vez pasada, andaba yo por el pastizal al lado de la bomba y oí al patrón que hablaba con el hijo mayor, el que estudia en el pueblo. El mozo le decía al padre que no matara a las comadrejas, si había, que las aprovechara para que le cazaran los ratones y las cucarachas, que no pasaban enfermedades..., y no sé cuántas cosas le decía. El patrón lo oía y le preguntaba cosas y el mozo le contaba que había visto una en el monte de atrás que ellos le dicen, allá donde vivía el zorro, que en paz descanse... Yo los oí, de cierto que el hombre sabe...

Mala cosa entonces..., ahí quedan las comadrejas, dijo el sapo mirando el agua que brillaba.

Entonces, perro tiene que ser, levantó más el chillido la calandria.

Y el perro flaco se acercó, al fin, cansado de que lo aludieran tan descaradamente.

Qué dice la gente, dijo serio y casi cordial.

Ya ve, lanzó el pato, seguro de que había oído todo.

¿Nos da una mano, don?, dijo la calandria.

No sé, mire, ladeó la cabeza el perro mirando para la casa. ¿Qué quieren hacer?

Que usted haga, más bien dirá. Nosotros no podemos nada. Ella nos puede a todos nosotros juntos, si vamos al caso, se sinceró la culebra.

¿Entonces...?, desafió el mastín.

Usted, ¿se le animará?, lo chuceó el pato.

¿Para?, negoció el perro.

Para que vea que acá viene sobrando ella..., la calandria nerviosa cambió de rama y se posó casi frente al perro obligándolo a mirar para arriba a contrasol, él la siguió un poco molesto con la mirada.

Mire, don, dijo parsimoniosamente el sapo, usted entiende el asunto. No lo haga si no quiere, pero usted sabe que con esta overa no hay tu tía, es ella o nosotros. Y si esto sigue, es ella. Ya vio lo de la isla y las torcazas, ni ganas de bajar a la orilla tienen, las pobres. No digo que la comadreja no tenga que comer, pero eso fue puro daño. Un día le puede tocar a cualquiera, eso se sabe, como otro día le puede tocar a ella, ley de las cosas, claro que sí. Pero esto fue abuso...

Es verdad. Ley de las cosas..., dijo el perro parco.

Siquiera un buen susto, siquiera eso..., insistía la calandria.

Y cómo haciendo, dijo el perro.

Del otro lado del juncal aquel, señaló la culebra, ahí, en los troncos tiene la guarida. No es cosa de hacerle daño porque sí, pero que se asuste lindo, eso puede hacerse...

Ahora, eso sí, guay con la overa que es ladina, dijo el sapo. Lo sabía mi finado tío y se ensartó igual. Le habían contado al pobre que las comadrejas cuando están en peligro pueden hacerse las muertas, ni respiran casi, por horas, y ni se les oye latir el corazón, y hasta empiezan a oler hediondo con una cosa que no sé qué dijo que tenían que la sueltan para eso. Y se quedan así hasta que el enemigo se va y más... Toda una noche, tal vez, hasta que se levantan bien vivas de nuevo y escapan o se esconden. Engañan, son astutas y cobardes...

Veré, dijo el perro como todo dictamen y se quedó él también viendo como el sol jugaba en las olitas de la laguna mientras la tarde se iba poniendo fresca.

Unos minutos más estuvo en medio de ellos, todos en silencio. De pronto, sin avisar, dio media vuelta y apenas se oyó un saludo mientras volvía a la casa, rengueando un poco menos, pero sin trotar.

*   *   *


Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín. A veces, se lo veía de lejos, cerca de la casa, como paseando sin destino. Después, entre los frutales. Otra vez, como buscando algo en el montecito de los ceibos. Otra vez estuvo casi toda una mañana echado bajo los eucaliptus, con el sol del este en la cara, mirando quién sabe qué cosa, como perdido. Y no mucho más. Lo cierto es que tampoco había rastros de la overa, no que ellos hubieran visto. Ni señales.

Al tiempo, una tarde, después de una lluvia fina y fría que castigó el campo hasta casi el mediodía, volvieron a juntarse los bichos, pero ahora apartados de la laguna, buscando el calor de los pastos, debajo de los árboles. Una de las torcazas pardas estaba entre ellos esta vez.

Yo lo vi, dijo de repente en un arrullo bajo. Estaba en los frutales y lo vi. A los dos, en realidad. Ella, la overa, venía escondiéndose a la tardecita, raro tan temprano, pero se ve que un par de frutas que había entre los yuyos la pudieron. No andaba descuidada, no. Al revés, juiciosa andaba. Pero se ve que ni lo vio ni lo oyó al perro flaco, que estaba como echado, pero con las orejas atentas y el hocico tenso. Después me di cuenta de que se había puesto con el viento de frente y por eso ella no lo olió siquiera, hasta que se lo topó, medio lejos pero bien visible. Yo estaba a dos árboles, bien arriba. El perro sí me vio. Yo lo vi: antes, me estuvo mirando largo, sin moverse. Después, volvió a mirar para adelante, por donde venía la overa. Ella estuvo rápida en cuanto lo topó: se escabulló a los pastos altos, lejos del alambre y buscó el montecito de los paraísos. Los alcanzó y se trepó veloz. Raro: el perro ni se movió. Como si no le importara, porque ella vio que él la había visto y la había mirado fijo. Pero el miedo no hizo muchos cálculos y se trepó, nomás. Me quedé quieta, pero la rama se mecía un poco por el vientito fresco y hacía equilibrio para no moverme. Se venía haciendo la noche enseguida...

¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco?, preguntaron casi a dúo la calandria y el sapo. Todos estaban atentos y asombrados y la torcaz hablaba como consigo misma, llena de melancolía todavía por lo que había perdido.

Y vieran cómo, perro sabio ese flaco... Ella alcanzó el paraíso más apartado y medio pelado de ramas, el de la punta del potrero, el que encontró primero. Si hacía unos metros más, llegaba a los ceibos o a los otros paraísos que están más juntos aunque más cerca de la casa, y allí hubiera podido saltar de uno en otro como suelen hacer, yo las vi hacerlo. Pero ahí, en ése, estaba aislada. Se dio cuenta, pero como el perro estaba inmóvil y había quedado medio lejos, la overa no sabía qué hacer. Entre los pastos, estaba perdida. Pero si el perro no iba a atacar, pensaría que tenía tiempo para llegar a los otros árboles. Para el otro lado del alambre no podía ir, era presa segura. El perro no se movió nada. En un momento debe de haber creído la overa que tenía la ventaja. De a pasitos firmes, con los dedos bien afirmados a la corteza, se fue alistando para el próximo movimiento. No le sacaba los ojos de encima al flaco. Ahí es cuando el perro apenas gira la cabeza, ni el cuerpo acomodó. La overa se congeló de miedo, ya se creía que el perro no tenía ganas de correr y de pronto el animal muestra un interés mínimo. La miró el flaco apenas un segundo y volvió la cabeza, otra vez hacia la laguna, digamos. Les digo que yo no entendía qué estaba haciendo el perro. Pero me pareció que lo que hacía era obligarla a moverse como él quería. Ella quería escapar, nomás. Y ahí es claro que se equivocó la overa. Porque la confundió y al final la desesperó. No la dejó que pensara, que viera cómo escapar. Ella quería escapar como fuera. Y parece que así no se escapa. De pronto, al rato, el flaco pegó un par de ladridos, medio ahogados son, como ladra él, sin ganas. Pero ladró. Separados uno de otro los ladridos. ¿Qué hace?, pensé. La overa se quedó tiesa y bailaba los ojitos mirando los paraísos y al perro, que no volvió a mirarla. Al otro rato, se oyeron dos o tres ladridos que hicieron eco en la nochecita, venían de la casa, de los cuzcos. Ellos ladraron lejos, pero salieron al campo, ya sin ladrar, y se fueron arrimando al trote para el lado de los frutales, por atrás de los paraísos. La overa ni se fijó. Los ojos empezaban a brillarle más rojos y amarillos con los destellos de la luna que se colaban entre las nubes que iban rápidas, arriando la última lluvia para el lado del pueblo. Yo estaba entumecida pero la escena me tenía petrificada. En cuanto unas nubes taparon otra vez la luz del cielo, loca de miedo se creyó al amparo y así la overa pegó un salto y se lanzó a los pastos y de ahí a los paraísos con pasitos cortos y rápidos. No tanto que alcanzara los árboles salvadores. Yo los había visto a los cuzcos acercarse porque estaba mejor ubicada. Ella no los vio hasta que los tuvo casi al lado: ahí se le debe haber parado el corazón a ella y todos se quedaron duros por unos segundos. Ella gruñó y mostró los dientes filosos ferozmente, pero dio la vuelta con un gesto brusco de la cola gruesa que tiene que debe haberle pegado a un cuzco en el hocico, porque gimió entre los ladridos de los demás, como lastimado. Y la overa empezó a correr, curvada sobre sí misma y desesperada por escapar. Los perros la seguían sin verla, apenas por el movimiento que hacía poco ruido entre los pastos húmedos y también por el olor. Sin darse cuenta por el terror, fue a parar derecho a la vigilia del perro flaco. Ya casi ni se veía de oscuro que se había puesto. De repente, como un eco grave, se oyó un ¡clac! fiero, sordo. Y un chirrido largo, ensordecedor, que enloqueció a los cuzcos por un momento. Siguieron ladrando hacia el lado del chillido, pero se quedaron quietos, hasta que se fueron volviendo de a uno a la casa, ladrando también, pero ya como de compromiso. Se oyó el silbido del patrón. Y después silencio. El perro flaco, al rato largo, se levantó. Y también él enfiló hacia las luces de la casa. En el campo no se movía nada. Al fin, volé por encima un par de vueltas, yendo y volviendo hasta los paraísos, volando bajo fui y volví. Al lado de donde había estado el flaco, la vi, echada de costado, quieta. Y así estaba a la mañana siguiente. Y así cuando, al otro día, fue que se le acercó uno de los cuzcos y la arrastró para el lado del maizal chico. Eso fue hace tres días. No la vi más.