sábado, 26 de abril de 2014

Dichos de bichos: La trucha de la laguna


El agua estaba helada y el viento soplaba apenas, pero era tan frío que obligaba a cubrirse la piel de las manos y la cara para no sentir los tajos de hielo. Un invierno crudo como hacía tiempo no teníamos.

Todo alrededor de la laguna, para el norte, se veían montecitos de eucaliptos y acacias, sauces y espinillos, quietos y envueltos en la niebla del amanecer. Visto así, más frío parecía todo. La misma niebla cubría las aguas hacia el sur de la laguna, por donde están los campos más bajos y los bañados.

Era helado el amanecer y prometía un sol insuficiente. Pero para eso faltaba bastante.

En silencio, miraba la silueta oscura del pobre viejo que parecía un tocón casi sobre el agua, inclinado e inmóvil como estaba, si no fuera por el mástil de la caña que con la luz escasa ya brillaba como encendido.

Había hecho un fuego chico a unos veinte metros de la orilla, para no molestar al viejo y para que ambos tuviéramos donde calentarnos siquiera un poco o poner una pava sobre las brasas para matear. La humedad del aire y del suelo eran fatales para las coyundas gastadas de aquel hombre empecinado, al que había acompañado por segunda vez desde mayo pasado a buscar una presea imposible en aquellos parajes.

Pero no imposible para él que insistía en que en aquella laguna enorme había una trucha enorme.

Esta vez me había tocado a mí, pero no era el único. Desde que volví al campo, nadie más había querido hacer aquellas excursiones como obligadas de los últimos años. Ya habían tenido suficiente, casi todos, en los otoños e inviernos pasados. Al principio, hubieron quienes hasta se entusiasmaron, llevados por los cuentos desopilantes del viejo. Y así fue como, embarcados o desde la costa, probaban interminables suertes sin resultado nunca. El viejo no cejaba. Año tras año había ido consiguiendo alguno del pago que lo acompañara: aseguraba -con los ojos entrecerrados como quien imagina un enemigo formidable- que solo no podría sacar al animal del agua...

Las dos últimas jornadas de pesca, el año pasado y éste, habían sido mías y estaba pensando en que ésta fuera definitivamente la última. ¿Por qué no me había negado desde el principio a esta locura del pobre viejo? No lo sé. Tal vez me daba pena. Lo conocía de chico. Durante años había sido el carbonero del pueblo, cuando se usaba carbón. Era ese sujeto completamente tiznado que llegaba a casa una vez por semana y descargaba kerosene y carbón. Por entonces, para mí el viejo era un olor a combustible y un color oscuro deambulando silencioso por el lado de la carbonera y de los tanques. No dejaban que nos acercáramos mucho cuando llegaba la chata ruinosa y, de culata, atracaba para la descarga. Creo que el aspecto del hombre ayudaba también. Pero, en su silencio sucio, el hombre era amable y hasta simpático a veces.

Cuando el carbón y el kerosene pasaron al olvido -fue lento, pero inexorable-, el viejo mantuvo su boliche un tiempo trayendo papa, anco y cebolla en bolsas y más que nada arreglando estufas y cocinas, asunto que conocía bien pero al que no se había dedicado casi nunca, salvo de favor. Pero en las chacras todavía quedaban artefactos simples aunque delicados que no se componían así nomás. Y él sabía cómo, con una pulcritud y una delicadeza completamente inusitadas para mí. Lo demás, eran trabajos ocasionales, sobre todo de fuerza, que tuvo que ir abandonando de a poco, a medida que la edad le comía el aguante.

Los años que no estuve en el pueblo, para él fueron la misma cosa siempre. Salvo por el asunto de la trucha enorme de la laguna enorme.

*   *   *

La pensión de Pirín Julián, el Turco, estaba casi a la entrada del pueblo. Era para los pescadores de temporada, más que para visitantes y viajeros que no había. Entre mayo y agosto, solía poblarse la laguna de extranjeros que venían a la pesca del pejerrey, la atracción local por excelencia.

Lo que sí frecuentaban los locales era el barcito que Pirín había armado junto a la pensión. Allí se podía tomar de todo, porque el Turco, astutamente, había dispuesto un ambiente familiar y evitado de ese modo la mala fama de cualquier boliche de borrachos. Cierto era también que la mayoría de los asistentes eran varones adultos, y que los chicos y las mujeres esquivaban el sitio después de las seis o siete de la tarde.

El viejo iba de vez en cuando y creo que más que nada en temporada para cruzarse con los pescadores de afuera, porque también él era pescador como muchos otros en el pueblo, aunque siempre lo había sido a las cansadas.

Una tarde, el barcito estaba animado y repleto. El viejo conversaba con un grupo de sureños que, dijeron, recorrían todas las lagunas de pesca que podían y que ya llevaban no sé cuántas. La temporada estaba muy avanzada y el aire de agosto ya era más benigno. Muy buena pesca hubo ese año. Todavía hoy, en la pared del barcito, descolorida y enmarcada, hay una página de una revista de fanáticos en la que un extranjero muestra sus presas con una sonrisa tímida y satisfecha, porque verdaderamente el caso había sido notable.

El grupito de sureños estaba desde el principio. Se habían ido quedando por la buena pesca y habían gastado buena cantidad de plata en recorrer, a pie y embarcados, toda la laguna, lo que es mucho decir, porque es enorme. Los tres muelles del alto, los interminables montecitos para el lado de la casa grande de los Espinoza, toda la costa baja al sur. Se los veía días casi enteros en el bote verde del Club de Pescadores, solos ellos, en medio de la laguna, como si fueran una boya.

Fue uno de los últimos días de la estadía de los sureños. Tal vez el último, me parece, porque habían armado un festejo y convidaban cerveza a los que se acercaban a su rincón en el bar. El viejo acercó una silla y se sentó junto al que parecía el jefe de aquella manada, un rubio gigante y reidor, con una voz profunda y lenta.

Y fue ésa la línea de largada de todo lo que pasó después. El hombretón contaba anécdotas de pescador y fascinaba a todos con los recorridos de lagunas y de algunos lagos. Pirín había dejado el mostrador y atendía desde el saloncito para poder ir y venir y oír los cuentos. El viejo, encorvado y atento, no perdía palabra, en un segundo plano acechante.

Ya lo había mencionado al pasar, pero ahora lo repitió solemnemente como parte de su gran número final: "En esta laguna, hace una semana, vi una trucha enorme... Y yo sé lo que es una trucha: vengo -venimos, todos nosotros-, del sur... Una marrón, muy bonita, enorme... No sé, mire, pero no baja de los 4 kilos, si no más...Qué animal bonito es la trucha... Pero me quedé con las ganas... Estaba solo en el bote y tenía aparejos para pejerrey, que de no, ahí me llevaba... Si hasta una mosca tenía en la caja... No me pregunten cómo llegó ese bicho a estos lados, porque no tendría que estar acá, no es lugar de truchas, pero ahí está..."

Todos hicieron unos segundos de silencio denso y desconfiado. El hombretón los miró a todos porque se dio cuenta de que hablaba en completa soledad.

Fue apenas un momento de sorpresa y ya todos se acercaban hablando a la silla del hombre rubio. negaban, preguntaban, se burlaban (con las típicas mofas de los pescadores...)

Inmutable, el hombretón levantó la mano. Silencio. "Ustedes digan lo que quieran: yo me crié pescando truchas en el sur. Me cansé de sacar animales grandes. Decíle, Juan, contále a esta gente lo que pesqué en el lago Gutiérrez... en el Gutiérrez que es bien difícil... ¿Estaba con vos, Beto, cuando fuimos al Puelo y nos caímos del bote, semejante guerra que dio aquel bicho...? Eso que tienen ahí en este lagunón es una trucha, una señora trucha, y el que la saque va a saber lo trucha que es esa trucha, déjenmé de embromar. Como que esta laguna es una laguna, lo que hay allá afuera es una trucha, señores..."

Y volvió el griterío. El viejo, callado, estuvo apenas un rato más y se fue yendo sin decir palabra y sin que nadie lo extrañara mucho. A la madrugada, ya estaba rondando lo de Pirín, porque sabía que los sureños salían bien temprano.

El hombretón apareció al rato con aparejos y bolsos y los acomodaba en la caja de la camioneta cuando el viejo se le acercó. Estuvieron hablando allí como unos diez minutos, mientras los demás compadres aparecían y seguían cargando. Y se fueron. El viejo, ese mismo día y después, empezó a rondar la laguna, caminando nomás, horas enteras, bien temprano y a veces antes de anochecer.

Fue a la casa de pesca de la vieja Sosa y encargó unos aparejos como los que le había indicado el hombretón, que de eso habló con él en el estribo, esa mañana. Las cosas llegaron a la semana, las pagó con los únicos pesos que tenía y se las llevó a la carbonería. Unos días después, al filo de la veda, empezó la cacería de su quimera marrón.

Cada año, a partir del siguiente, el viejo abría y cerraba la temporada, obsesionado por el bicho. El animal tenía sus feligreses y sus incrédulos. Pero, como el cuento duraba, consiguió una partida de dos que lo acompañaron. Es verdad también que, sin éxito, el cuento languidecía y ya no era lo que decía el hombretón sino que ahora era la obsesión del viejo, que se había transformado en personaje local por su apostolado de la trucha enorme. Y así, en años sucesivos, alguno lo acompañaba, mientras pescaba lo suyo él mismo, y para ver con una curiosidad típica de pescador -dado a creer en esas mitologías del agua- si la trucha aparecía o no.

En vano le decían, pasados los primeros años, que si había habido alguna (y no que uno lo creyera...), ya no podía estar allí, que cómo viviría tanto tiempo. Y así. Inútilmente. El viejo no oía a detractores y argumentaba con medias palabras la gloria de encontrar esa presa.

*   *   *

La caña apenas se movía, el viejo menos que la caña. Empezaba a soplar ese vientito que anuncia que llega la mañana y más frío hacía entonces. El fuego había tomado cuerpo y yo calentaba el mío todo lo que podía, mirándolo hipnotizado y mascullando la tontería de estar allí en esa empresa sin sentido. Calenté un poco de agua y fui empezando el mate. Sin gritar, le dije que se acercara a calentarse un poco, que clavara el aparejo y viniera al calor del fuego. No me contestó, pero creí que había hablado muy bajo en mi afán por no perturbarle el improbable pique, cosa de pescadores.

*   *   *

Miraba el cuadrito de la laguna que hay en la salita de espera del dispensario y meneaba la cabeza diciéndome qué locura era ésa. En la Guardia, el viejo seguía sin conocimiento. Leiva, el enfermero, entraba y salía, pero no parecía preocupado. Ya lo había visto el médico y después de dar indicaciones, se había ido de recorrida. Tuve que forzar bastante las manos para desasirlas de la caña. Lo cargué en el auto y, con bastante susto, lo dejé en la camilla no bien entré. Estaba azul y los labios no tenían color. Pero estaba vivo y no parecía que fuera a morir.

Habrán pasado dos horas. Me corrí hasta el barcito de Pirín, tomé café y conté el asunto. Me llamó la atención la preocupación de todos y el cariño con el que reaccionaron. Todos preguntaron si iba a vivir, si estaba muy mal, si se lo podía ver, si se lo llevaban al hospital. Todos me compadecían y me agradecían haber estado allí, para pescar con él y para socorrerlo.

Volví al dispensario. En una de las pasadas, Leiva le dijo que había despertado. Que si quería podía pasar unos minutos, que le habían puesto una vía, que lo iba a encontrar mejor. "Es fuerte, el viejo; no parece, pero...", dijo con indiferencia profesional pero sonriendo.

*   *   *

Hace dos semanas que el viejo se repone en lo de Pirín. El Turco se ofreció a tenerlo allí lo que hiciera falta. La temporada era floja y había pocos pescadores rondando la laguna.

Y aquí estoy yo. La caña plateada brilla en el amanecer. Hace frío, pero no tanto.

Me hizo prometerle que iba a volver a la laguna. Dijo que él había sentido el pique poderoso del animal. Que el frío lo estaba taladrando y que no sabía cómo se había ido quedando dormido, mientras hacía esfuerzos por sostener la caña que según él había enganchado al bicho.

Yo no había visto nada de eso. Pero me dio pena la alegría del viejo: "Esta vez sí, paisano", me dijo. "No me importa si no la saco yo, pero hay que ir, hay que ir..."

Y aquí estoy. No quise que me acompañaran. Hasta Pirín dijo que, si quería, él venía conmigo.

El sol está tiñiendo de a poco la niebla y la hace clara. La punta de la caña centellea con la luz y el hilo, según el viento, parece un rayo de ninguna parte a ninguna parte.



viernes, 25 de abril de 2014

Tercer madrigal de abril



Mira que abril nos deja,
mira su otoño dulce entre las manos;
mira cómo se queja
el roble con su roja arboladura;
y esos vuelos tempranos,
flechas que trazan surcos en la tarde
doradamente pura.

¡Qué soledad juiciosa!
¿Adónde irá el corazón que arde?
¿Qué fuego lo conjura?
¿Cómo será esta noche clara oscura,
si abril volvió esta luna deliciosa?



martes, 22 de abril de 2014

Segundo madrigal de abril


De oír ese zorzal,
dicha temprana,
que es tu voz repicando tu alegría,
llevo en la frente un vuelo de campana.

De ver la gracia que te causa el día
con su rocío, niebla silenciosa,
navego con tu brío cada cosa,
llevo en los ojos luz y melodía.

Y una miel laboriosa
ya dulcemente entibia la mañana:
es hija de este abril y de la rosa
que perfuman tu sueño y tu ventana.



domingo, 20 de abril de 2014

Madrigal de abril


Llega el día y la hora.
Ya pronto un alto resplandor fragante
trasminará galante
la tierra que a tu paso se enamora.

Un aroma de luz y navegante,
que florece en tu gracia cegadora,
surcando va triunfante
el mar que te rumora
al eco de tu voz libre y llameante,
bellamente del aire labradora.




sábado, 19 de abril de 2014

Tarde de un día


Clara, como la luna,
tibia de este cielo en su otoño,
joven a mis ojos que no cesan,
la tarde nos ampara
en este abril que el corazón recibe.



viernes, 18 de abril de 2014

En una misma noche


En una misma noche acontecieron
ese amor nuevo y ese mal antiguo
y los dos, en su afán, buscando al hombre:
uno en la herida, el otro en su miseria.
En una misma noche fue la herida
que hirió de muerte a un dios enamorado;
y hubo otra herida: desgarró a la muerte
que agonizó con él, ya derrotada.
En una misma noche ardió el amante
y un odio ardió a la vez aullando furia,
mientras el hombre duerme en su esperanza.
En una misma noche, revivido,
el amado despierta a un amor nuevo
y ve una envidia vieja, inmóvil, sola.


miércoles, 16 de abril de 2014

Este eclipse de ti



Que lo diga la luna en su dolencia
de luna roja por el cielo claro:
es suave el padecer, feliz y raro,
que crece con la luz de tu presencia.
Como la tierra soy que te silencia
con el rubor de sombra de mi amparo,
mientras de luz de sangre me enmascaro
por darle más rubor a tu inocencia.
Un eclipse de ti la noche anuncia
y enciende con tu huella mi destino
mientras mi voz celebra y te pronuncia.
Brilla mi sombra que te tiñe en vino
y que en nada te opaca ni renuncia
a este gozo encarnado del camino.



martes, 15 de abril de 2014

Los felices


Nosotros, el otoño, los zorzales, 
la piedra, el corazón y la mañana,
y la noche y el fuego, enredaderas,
un libro, el vino, el humo del tabaco,
los abrazos, el pan, la lluvia fina,
el silencio, la luz, un verso terso,
la niebla, casuarinas, un camino,
la sonrisa y el aire, los aromos,

la tarde, la montaña, el alimento,
y las manos, y el viento, y los jazmines,
lás lágrimas, el sol, campos de trigo,
el horizonte, el agua, ruiseñores,

y la sombra del fresno, amaneceres,
el desierto, la paz y las estrellas.



domingo, 13 de abril de 2014

Soneto

La oliva y el limón
las desentrañaron
desde tu corazón.


Miguel Hernández
Cancionero y romancero
de ausencias
, 92



A la sombra feliz de la paloma
en tu regazo canta el limonero;
y por abril florece un viento entero
que me silba secretos en tu idioma.
Verde el olivo está y es marinero,
verde y limón navegan y se asoma,
en el mar amarillo de tu aroma,
quilla de olivo del limón velero.
Siembra de cielo, almácigo de amores:
frutos del corazón y de la tierra
que riegas con lloviznas de colores.
Ya en un sabor fragante enamorado
-toda de olivo y de limón la sierra-,
me visto con las prendas del amado.



sábado, 12 de abril de 2014

Dichos de bichos: Emilia y los gatos


En la calle cortada, la única que había en el pueblo, vivía Emilia. Nadie se acordaba nunca del apellido de aquella mujer. Sí del de la madre, Julia Requena, que era nativa del pago (el padre venía de una provincia del sur), y era común que le dijeran Emilia Requena, como si fuera hija de madre soltera. En un pueblo chico era raro que hubiera una calle así. No era raro en cambio que uno no se acordara del apellido de alguien. Sobrenombres y nombres suelen bastar para el común de los mortales que se conocen de toda la vida.

Emilia no estaba lejos de eso que llaman mediana edad, arrancando en los cuarenta y algo y llegando casi a los 60, según el porte y las peripecias de la vida. Desde la muerte del padre, vivía sola en una casita modesta pero bien puesta, la última de la calle, antes del paredón de las monjas, detrás del cual había un jardincito muy bien cuidado que era la parte privada de una especie de conventito que había nacido casi con el pueblo.

Era la casa donde siempre había vivido. Aunque no siempre, es verdad, porque hubo un tiempo en el que faltó casi dos años del pueblo. Las malas lenguas decían que Emilia tenía un hijo que vivía en la ciudad, tal vez al cuidado de algún pariente o conocido, o que lo había dado en adopción. Pero, ya se sabe, las historias crecen como matorrales en los pueblos y las tardes de verano o de invierno son el almácigo en el que se siembran y se riegan los chismes. Eran cosas que se decían, nada más. Nadie nunca vio o supo si era verdad. Y, por cierto, nadie sabía por qué había estado ausente.

Emilia era una mujer pulcra y discreta. Amable, aunque distante, tenía buen trato con casi todos. El primero con el que dejó de saludarse  -en un pueblo chico es un asunto delicado- fue el veterinario, por otra parte su compañero en toda la primaria y hasta compañero de banco.

El asunto con Emilia era precisamente cosa de veterinarios.

Un par de años después de la muerte de su padre, Emilia trajo a la casa un gato negro. Nunca había habido animales en la casa porque Julia Requena vivía atacada por alergias a casi todas las cosas. Y fue idea de Tito Francini, el veterinario en cuestión, que Emilia se llevara al felino "por un tiempo", le dijo, hasta ver si lo ubicaba con alguna familia que lo quisiera. A él se lo había dejado la madre del jefe de la estación, que se había ido con su hijo a la ciudad cuando lo trasladaron. En el departamento no habría lugar para el bicho que, por otra parte, apenas si lo había alimentado durante menos de un año, porque era animal recogido de por ahí.

Emilia, reticente, aceptó, más por amistad que por afecto a los gatos.

Los primeros días fueron tensos y difíciles. El gato, es claro, no se hallaba cómodo con el cambio y Emilia no tenía mucha idea de cómo se lleva a la felicidad a semejante bicho. Pero algún empeño puso en la demanda y hasta fue varias veces a lo de Francini buscando consejos y estratagemas para cumplir a conciencia su tutoría.

Mirá que es gata, le dijo una de esas veces Tito. Y puede tener cría. Es medio fina. Así que puede darte gatitos bien bonitos. Tenéla vigilada. Yo no quise esterilizarla porque es buen animal. Ya estoy buscando a ver quién...

Emilia se fue contrariada de la veterinaria. Apenas podía con la idea de tener un animal en la casa y todo este expediente nuevo era abrumador para ella. Llegó a la casa y se quedó un largo rato en la puerta, mirando los árboles que asomaban por encima del paredón de las monjas, o buscando quién sabe qué en los canteros de su propio jardincito, nerviosa, sin querer entrar.

Hasta que por el pasillo del costado apareció el felino, la cola negra y lustrosa muy alta en el aire, como si fuera una oriflama de un ejército regio. El paso cuidado y contoneante, con elegancia, le fue irritante a Emilia. Le pareció que la gata se pavoneba como una aristócrata petulante o como una mujer insinuante, tanto daba. Al cuello, la gata llevaba una especie de collarín, que en realidad era una cinta azul oscuro, en la que estaba escrito su nombre: Lila.

Fuera por su impericia o por distracción (o, como fue: la cinta estaba dada vuelta), no advirtió el escrito sino cuando, en un reflejo sorprendente, alzó al animal y revisó recién en ese momento, por primera vez, el collarín sedoso que le ceñía el pelaje renegrido. Lila. Más irritada quedó mirando aquel dictamen y soltó al animal dejándolo más o menos suavemente otra vez en la vereda de piedras que llevaba a la puerta de entrada.

La gata, como si supiera, alcanzó a lamerse discreta pero como despectivamente las partes de su cuerpo que había tocado Emilia.


*   *   *


No había mucho para hacer con el asunto. Al menos, Emilia no sabía que hubiera. Y pasaron los días y hasta los meses. La gata se había aficionado a un rincón de la salita y se echaba allí durante horas por las tardes, porque el sol daba justamente en aquel rincón. Emilia, cuando lo advirtió, puso un trasto allí y Lila lo aceptó. La comida, siempre afuera, debajo del alero. Y cuando se hicieron por demás perceptibles los fluidos del animal, Emilia, enojada, tapizó los pisos con acaroína y algún otro producto limpiador aromatizado. Lila lo advirtió, seguramente, porque salía al jardín subrepticiamente para sus propósitos.

De todos modos, y pese a que ya se ocupaba del animal con cierta dedicación excluyente, Emilia se declaró molesta con Tito Francini y espació las idas a su veterinaria. En un mes, casi, ni pasó por la puerta y lo evitó un par de veces en la estación y en la panadería. Tampoco él tomó iniciativa. Y Lila moraba sin afecto pero sin apuro en la casita de la calle cortada.

Fue una mañana de domingo que Emilia se dio cuenta de que la gata no estaba. La buscó con afán angustioso que, en cuanto lo advirtió, le dio un poco de fastidio y hasta vergüenza. Los ritos y los hábitos de ambas habían empezado a amalgamarse y cualquier asimetría ahora se notaba dolorosamente.

Pasó casi una semana. Lila no aparecía. Emilia pasaba las horas ya sin poder fijar demasiado la atención en otros menesteres. Un día amaneció determinada a pasar por lo de Tito y darle el parte. Mejor..., se repetía en la cocina esperando el agua del mate y consolando su angustia con indiferencia y desapego fingidos.

Pero fue. Y habló con el veterinario. Qué lástima, dijo él, era lindo animal. Pero en una de esas vuelve, andará de parranda, estáte atenta...

Y estuvo atenta. Y Lila volvió, efectivamente. Pero Emilia esta vez no dijo nada, ningún parte a Tito. O sí, pero mentiroso, porque cuando se cruzaron a la salida de misa un domingo, él le preguntó si no había aparecido la gata. Y ella lo negó. Lástima, repitió él, más profesional que afectivamente.

Con el expediente cerrado y casi archivado, Emilia sintió cierta curiosa satisfacción. Ahora el asunto de la gata era asunto exclusivamente suyo. Pero Lila no lo tuvo en cuenta. Un par de semanas y empezaba a ser evidente que la gata estaba preñada. Un tiempo más -y no largo, porque tenía sólo dos crías-, y unos maullidos apenas perceptibles andaban por la casa reclamando leche, madre y aventuras. Los dos gatitos eran machos y los dos eran de un atigrado muy oscuro. El negro de Lila había desaparecido.

Emilia salía cada vez menos. Y tanto que había empezado a acostumbrarse a que algunas mercaderías se la trajeran a la casa. Se anotó en el reparto de pan y leche, compraba la verdura a una camionetita destartalada que pasaba por la esquina voceando su carga y cosas así. La carne y la misa no podían ser a domicilio, así que tenía que salir. Astutamente, no compraba alimento para gatos.


*   *   *


Nada dura para siempre, es verdad. Un lunes a la mañana llegó a la puerta el repartidor de la leche, que por otra parte ya había advertido con intriga que tenía que dejar tres litros cada dos días, en vez de los dos por semana del comienzo. Pero eso habría sido apenas un asunto menor. El chico era sobrino de Francini y un día, al pasar, dijo en la veterinaria (donde ayudaba por las tardes) que había oído unos maullidos pichones en lo de Emilia.

Y conjeturó displicentemente que sería por eso lo de la leche de más que empezó a pedir. ¿No me habías dicho que el gato aquel, el negro, se le había escapado?, soltó al descuido.

Tito oyó y nada dijo. Estaba ocupado con un ovejero abichado y apenas prestó atención. Pero lo registró. Volvió sobre el caso a la noche y le contó a su mujer. Ella, mujer al fin, le dijo que Emilia siempre había sido una chica rara y dio el pase del expediente a otro sector. Pero Tito quedó intrigado y algo molesto.

Un incidente casual vino a enmarañar el asunto. Un perro. Uno de esos que andan sueltos, ya viejos y apenas bastándose a sí mismos y a los que se ve deambular como si buscaran un lugar para echarse finalmente a morir. Merodeó la calle cortada un par de días. Alguna vecina le dio por piedad algo de comer, tal vez. Y él mismo, con sus instintos mermados pero vivos, buscó lo suyo por las suyas. Así fue que se metió en lo de Emilia una nochecita y fue casi directamente al plato de la leche de los gatos que estaba a un costado del alero de atrás. Emilia no lo descubrió sino hasta la tarde del día siguiente, debajo de unas hortensias frondosas adonde había buscado refugio, lejos de la vista. Reaccionó con furia y trató de echarlo, pero el animal se quedó inmóvil, como adivinando que esa mujer no era enemigo de temer. Efectivamente, ella se rindió después de cuatro o cinco intentos. El perro, que ya había dado cuenta de dos platos de leche, tenía motivos para resistir.

Pero Lila olió el peligro y al perro casi inmediatamente. Primero llevó a su cría algo más lejos, dentro del mismo jardín. Pero al día siguiente, de a uno entre los dientes, los cruzó al jardincito de las monjas, poniendo distancia. Y no apareció otra vez por lo de Emilia.

Fue, precisamente al día siguiente, cuando Tito Francini haciéndose el encontradizo, pasó por la calle cortada. Desde la esquina la vio a Emilia barriendo la vereda, frenética, para paliar la abstinencia de Lila y la sobredosis del perro rebelde.

Tito la saludó para hacerse ver, medio a los gritos, cuando ella levantó la cabeza. Desviándose, Francini caminó los pocos metros de la calle aparentando cortesía. Ella se dio cuenta de que no podía escapar.

Ansioso, Tito apenas cruzó las preguntas protocolares y atacó enseguida el punto. Ella negó. La gata no había vuelto y no sabía nada de ella. Llevada por su propia ansiedad aprovechó el diálogo forzado para denunciar al perro. No lo podía sacar, ¿por qué no la ayudaba con eso? Entraron y en un recorrido experto de la mirada, Francini rápidamente detectó el plato vacío y unos trastos con algunos pocos pelos. Y un cierto olor inconfundible. Unos metros más atrás, estaba todavía el animal, rebelde todavía al desalojo.

Francini prometió volver más tarde o a la mañana siguiente, porque andaba sin la camionetita y las cosas, collares o jeringas, según se necesitara porque el animal se veía bastante mal. Emilia, mientras, se había tranquilizado un poco. Francini no parecía oler nada raro y la libraría del obstáculo que impedía que Lila y los gatitos volvieran a la casa.

Pero pasó que, como había llegado, el perro se fue esa misma noche, tal vez por la misma razón: ya no había lo que había encontrado el primer día: algo que comer.

Temprano, Emilia recorrió el jardín más que nada ilusionada con la vuelta de Lila. Pero pronto advirtió que el perro ya no estaba y un nuevo frenesí la atacó: como Francini no había venido a la tarde, vendría a la mañana. ¿Y si la gata volvía? ¿Y si él la veía? ¿Y si veía los gatitos?

Apenas se acicaló y con pasó rápido caminó hasta la veterinaria para suspender la visita del veterinario. Estaba cerrada. No sabía qué hacer. No se dio cuenta de que era temprano para abrir. Pensó lo peor: Francini pasaría por su casa antes de venir a su local, no la encontraría a ella, entraría al jardincito de atrás, no encontraría al perro..., pero podía estar la gata con su cría... Temblaba.

Cuando llegó, agitada y sin poder controlar el temblor, no había rastros de Tito. Ni del perro. Ni de la gata. Pero algo pasó ese día que la desquició: Francini no apareció. Y peor fue al día siguiente: tampoco apareció. Y más: el repartidor de la leche no vino.

Emilia no podía ni imaginar una serie revuelta de casualidades. Y pensó cualquier otra cosa y todo enmarañado. Llegó a la conclusión de que había sido descubierta, que Francini había sacado subrepticiamente el perro a la noche, que en ese momento pudieron aparecer los gatos, siquiera Lila, y que él mismo se la había llevado en represalia. ¿Por qué, si no, no había pasado su sobrino con la leche esa mañana? ¿Por qué Francini no había venido a buscar al perro? Estaba claro: había sido descubierta. Y entonces era mejor que se cubriera. Así, por unos días, ni apareció.

Lo cierto es que Francini había ido por allí y había visto al perro callejear en la esquina. Lo cierto es que Francini había visto la tarde anterior a la gata en el jardín de las monjas, que desde lo de Emilia no se veía, pero desde la otra calle, sí. Y Francini perdió rápidamente interés en el misterio, como hombre práctico que era. Emilia olvidó en su descontrol que los pedidos se hacían mes a mes, como lo había hecho ella desde el principio, olvidó que este mes se había cumplido y que ya había lo había pagado por adelantado, para asegurarse, como había hecho desde que contrató el reparto. Como no renovó el pedido, el chico no pasó y el lechero esperaba un nuevo encargo, que nunca llegó. Nunca llegó a completar el relato de lo que había pasado y amontonaba impresiones y causas y efectos algo disparatados al principio, completamente disparatados al final. Uno de eso días, con un aspecto algo siniestro por el secreto que le impuso al comentario, le pidió a la vecina que, si pasaba por el reparto de pan, se lo suspendiera por favor y que allí le daba los pesos para pagar la cuenta. En la mesa de la cocina, en unas cuantas bolsas sin abrir que el repartidor dejó durante un tiempo cada día, estaba el pan ya endureciéndose.


*   *   *


Durante bastante tiempo, Emilia estuvo al acecho. Después, con un sigilo algo ridículo, hacía sus compras siempre en lugares distantes y evitaba a los más conocidos. Llegó a hacer doce cuadras (y otras doce de vuelta, desde su casa hasta casi la ruta) para traerse tres piezas de pan francés, dos bifes de cuadril y dos tomates. Dejo de ir a misa y, sobre todo, jamás pasaba ni cerca de la veterinaria. De tanto en tanto, se la veía a horas raras, como una sombra algo encorvada y siempre discretamente acicalada, aunque ya no pasaba por la peluquería y el color del pelo era difuso y el peinado algo extraño.

Por las mañanas, muy temprano, barría la vereda obsesivamente mientras miraba en todas direcciones esperando ver aparecer a Lila, que era su verdadero propósito. Y esperando no ver aparecer a Francini, que era su casi única pesadilla. Por las noches, hablando en susurros que ni siquiera ella misma oía bien, limpiaba el plato sucio a veces de tierra, otras veces con hojas, y acomodaba los trastos del alero.




Clara


La huella clara, la mirada clara
y en la sonrisa clara un son jilguero.
Clara y sin sombra y en la luz tan clara
de la mañana clara, el sol entero.
Clara en la voz la melodía clara:
clara en el canto que en la voz prefiero;
clara en la soledad, la mano clara
de la caricia clara del lucero.
Tan siempre luz porque tan siempre clara,
con la firmeza clara del madero
del que soy claramente carpintero.
Tallan un nombre en una veta clara
y espero, mientras en la tarde clara,
se anuncia clara la quietud que espero.



jueves, 10 de abril de 2014

Pastora


En el cielo temprano de estos días
llega una luz, como los ruiseñores
que en tus sierras te cantan alegrías.

Libo con mis abejas de las flores
que tu panal trapicha en miel dorada,
mientras endulza el aire y mis amores.

Llevo mi corazón a tu majada
y en todo el cerro vas como pastora,
arriándome la voz enamorada.

Trisco la hierba de tu voz sonriente,
y abrevo de tus ojos la frescura
con mi ovejuna sed que te presiente.

Y pastando tu luz en esa altura,
a la sombra, en silencio, en tu sosiego,
me abriga el derredor de tu figura.

De tu rebaño soy, como un borrego
ciego de ti por estas serranías
voy en tu amor, feliz y rebañego.



Dichos de bichos: Torcazas y comadrejas



Es un bicho asqueroso, dijo el sapo. Yo perdí un hermano y un tío en los dientes de la overa.

Será, no lo niego. Pero el raterío le teme y otros también, así que para algo sirve, como todos. La culebra, con la cola refrescándose en el agua, no le temía a la comadreja. Era más rápida y más ágil y era difícil que la alcanzara.

No me venga con cuentos, dijo el pato. La muy bicha nada bien y es peligrosa también en el agua. Usted cuídese, que le gusta nadar... Vez pasada fui a poner los huevos a la isla del medio y hasta allá quiso cruzarse, la desgraciada. Si no era por el perro flaco de la casa que se aficionó a la isla..., ahora el pobre cruza por el bañado, desde que bajó el agua de la laguna. Nadar ya no puede. No bien lo vio la overa se zambulló en los pastos y arañando el suelo llegó al agua, que si la pilla...

Sí, es verdad, volvió a terciar el sapo con un bufido de disgusto, siempre a la sombra del sauce. Pero las que no se salvaron fueron las torcazas, ahora que menta la isla. Y eso sí que fue imperdonable: ahí se ve la entraña de la overa, dígame si miento...

*   *   *

La tarde empezaba tranquila en el otoño. Había buen sol y viento fresco, no muy fuerte. Las aguas se mecían suavemente. Se habían juntado varios bichos al borde de la laguna en esos días, por el calor raro de las semanas pasadas. La tierra tardaba en enfriarse. Para algunos predadores, el agua era una trampera natural, así que el bicherío conversaba siempre con un ojo y un oído atentos al derredor.

En el último año y medio, la comadreja overa había ido ganando enemigos por todas partes. Había llegado un poco antes de una primavera raramente fría en el pago. No estaba sola. Eran varias, pero como son bichos que sólo se juntan para tener cría, andaban sueltas por todo el ámbito y se las veía poco.

Salvo cerca de la laguna. Era el sitio de los troncos podridos por la humedad y allí buscaban reparo durante el día y de allí salían por las noches a hacer desmanes. No se acercaban a la casa, pese al gallinero bien poblado, porque el gallego Urdiales alimentaba una módica jauría de cuzcos de mandíbulas veloces y de instintos cazadores, que eran la pesadilla de cualquier comedor de huevos o pollitos. Por otro lado, alrededor de la laguna había alimento suficiente para una overa calculadora y algo sensata como era ésta. De otros tiempos, quedaban recostados sobre el monte de ceibos y paraísos que hubo en una época, unos frutales que todavía daban. Hasta fruta y a veces algún zapallo perdido ligaba la overa y variaba así la dieta.

Estaba la isla, además. No era, en realidad, sino un montículo, elevado vaya a saberse por qué. Cuando se formó la laguna en el bajo, quedó esa lonja de tierra que no llegaba ni a la media hectárea y con unas pocas plantas. El cotorrerío dejó allí semillas de tala y de alguna que otra acacia que esparcía sus vainas, así que terminó por formarse una especie de montecito no muy lucido, pero tentador para pájaros y bichos que quisieran criar a sus crías sin demasiado sobresalto.

A la overa le gustaba el agua y se sabe que son muy pulcras, pese a las costumbres carroñeras y basureras. La laguna no era valla suficiente y sabía que los huevos de la isla tenían el sabor de lo seguro tanto como el de lo difícil: doblemente sabrosos, entonces.

Las torcazas anidaban allí desde que la laguna se había formado y eran como las dueñas del montecito, aunque convivían con otro pájaros sin hacer cuestión. Pero desde que apareció la overa y su cría numerosa ya desparramada, no vivían tranquilas.

El último episodio era reciente y a eso se refería el sapo indignado. Ni uno sólo de los huevos había sobrevivido. Una verdadera masacre.

Sin necesidad, dijo la calandria. Yo no soy quién, pero díganme si no es verdad: cuántos ratones había en el campo en esos días.

El gallego Urdiales había tirado abajo el galpón viejo. Un cobertizo mediano en el rincón norte de la chacra que había comprado cuando ya terminaba el verano pasado, algo apartada como a tres o cuatro costados de chacra de la casa. Del desguace salieron a las disparadas familias enteras de ratones migrantes. Le había puesto tanto ruido el patrón con la sierra para cortar tirantes y los martillazos en las chapas, que andaban los roedores aturdidos por el campo, salvando lo que pudieron y buscando nuevas habitaciones. Afuera, a la luz del día, a campo abierto, las lechuzas miraban con displiscencia desde los postes de los alambrados su almuerzo seguro. Y la overa, también, se supone, porque aunque era muy temprano para darse una vuelta por allí, sabía que las noches que venían todavía serían tiempo para unos cuantos bocados.

Pero la overa apenas si cazó alguno que otro. Y una nochecita, tibia y sin mucho viento, enfiló hasta la orilla de la laguna y nadó sin ruido. Acechó desde que llegó a la isla y fue trepando con método árbol por árbol, haciendo su plan de batalla, nunca uno al lado del otro. Subiendo uno aquí, otro en la otra punta, para que casi no se la notara. A la madrugada, cuando empezaban a volar las madres para buscar comida, la comadreja atacó huevos y pichones a mansalva. Antes de que saliera  el sol, el daño estaba hecho y la overa nadaba, satisfecha y lenta, ahora anadeando hasta la orilla de tierra y juncos y troncos podridos, como si fuera más pato que marsupial. Atrás quedaba un mar de arrullos como lágrimas torcaces.

La noticia voló, claro, y esa mañana no se hablaba de otra cosa en el campo alrededor. Y era comidilla todavía después de un tiempo, como se oyó al principio, porque la furia contra la overa no menguaba.

Así fue que mientras los bichos hacían lonjas de la fama de la comadreja, cayó el perro flaco a la orilla, medio apartado del bicherío y rengueando, por una controversia con los más jóvenes de la jauría que le disputaron la osamenta de un pernil esa mañana. La ganó, finalmente, pero a su costa.

La calandria habló primero y para que la escuchara el mastín flaco.

Algún escarmiento hay que darle a esta mal parida.

Sí, pero quién..., dijo el sapo.

Perro tiene que ser, o el hombre, insistió la calandria. Pero el hombre ni debe saber que hay comadrejas por acá. Muy bichas son, ni se arriman al gallinero. El perro sí sabe. La vio el flaco y los otros la huelen de lejos, a ellos no los engaña...

Ah..., si anduviera el zorro aquel que vivía en el montecito del alto..., dijo el pato. A ése no se le anima. Pero quién sabe qué habrá sido...

Cómo qué, dijo la culebra. Yo lo vi. Unos perdigones del .12, eso fue. ¿No se acuerdan? Muy zorro y todo pero fue por gallinas un domingo..., hay que ser...

Si no hay zorro, hay perros. Perro tiene que ser. No hay otra..., volvió a la carga chillando la calandria.

Y el hombre sí que sabe, vea, dijo la culebra. Vez pasada, andaba yo por el pastizal al lado de la bomba y oí al patrón que hablaba con el hijo mayor, el que estudia en el pueblo. El mozo le decía al padre que no matara a las comadrejas, si había, que las aprovechara para que le cazaran los ratones y las cucarachas, que no pasaban enfermedades..., y no sé cuántas cosas le decía. El patrón lo oía y le preguntaba cosas y el mozo le contaba que había visto una en el monte de atrás que ellos le dicen, allá donde vivía el zorro, que en paz descanse... Yo los oí, de cierto que el hombre sabe...

Mala cosa entonces..., ahí quedan las comadrejas, dijo el sapo mirando el agua que brillaba.

Entonces, perro tiene que ser, levantó más el chillido la calandria.

Y el perro flaco se acercó, al fin, cansado de que lo aludieran tan descaradamente.

Qué dice la gente, dijo serio y casi cordial.

Ya ve, lanzó el pato, seguro de que había oído todo.

¿Nos da una mano, don?, dijo la calandria.

No sé, mire, ladeó la cabeza el perro mirando para la casa. ¿Qué quieren hacer?

Que usted haga, más bien dirá. Nosotros no podemos nada. Ella nos puede a todos nosotros juntos, si vamos al caso, se sinceró la culebra.

¿Entonces...?, desafió el mastín.

Usted, ¿se le animará?, lo chuceó el pato.

¿Para?, negoció el perro.

Para que vea que acá viene sobrando ella..., la calandria nerviosa cambió de rama y se posó casi frente al perro obligándolo a mirar para arriba a contrasol, él la siguió un poco molesto con la mirada.

Mire, don, dijo parsimoniosamente el sapo, usted entiende el asunto. No lo haga si no quiere, pero usted sabe que con esta overa no hay tu tía, es ella o nosotros. Y si esto sigue, es ella. Ya vio lo de la isla y las torcazas, ni ganas de bajar a la orilla tienen, las pobres. No digo que la comadreja no tenga que comer, pero eso fue puro daño. Un día le puede tocar a cualquiera, eso se sabe, como otro día le puede tocar a ella, ley de las cosas, claro que sí. Pero esto fue abuso...

Es verdad. Ley de las cosas..., dijo el perro parco.

Siquiera un buen susto, siquiera eso..., insistía la calandria.

Y cómo haciendo, dijo el perro.

Del otro lado del juncal aquel, señaló la culebra, ahí, en los troncos tiene la guarida. No es cosa de hacerle daño porque sí, pero que se asuste lindo, eso puede hacerse...

Ahora, eso sí, guay con la overa que es ladina, dijo el sapo. Lo sabía mi finado tío y se ensartó igual. Le habían contado al pobre que las comadrejas cuando están en peligro pueden hacerse las muertas, ni respiran casi, por horas, y ni se les oye latir el corazón, y hasta empiezan a oler hediondo con una cosa que no sé qué dijo que tenían que la sueltan para eso. Y se quedan así hasta que el enemigo se va y más... Toda una noche, tal vez, hasta que se levantan bien vivas de nuevo y escapan o se esconden. Engañan, son astutas y cobardes...

Veré, dijo el perro como todo dictamen y se quedó él también viendo como el sol jugaba en las olitas de la laguna mientras la tarde se iba poniendo fresca.

Unos minutos más estuvo en medio de ellos, todos en silencio. De pronto, sin avisar, dio media vuelta y apenas se oyó un saludo mientras volvía a la casa, rengueando un poco menos, pero sin trotar.

*   *   *


Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín. A veces, se lo veía de lejos, cerca de la casa, como paseando sin destino. Después, entre los frutales. Otra vez, como buscando algo en el montecito de los ceibos. Otra vez estuvo casi toda una mañana echado bajo los eucaliptus, con el sol del este en la cara, mirando quién sabe qué cosa, como perdido. Y no mucho más. Lo cierto es que tampoco había rastros de la overa, no que ellos hubieran visto. Ni señales.

Al tiempo, una tarde, después de una lluvia fina y fría que castigó el campo hasta casi el mediodía, volvieron a juntarse los bichos, pero ahora apartados de la laguna, buscando el calor de los pastos, debajo de los árboles. Una de las torcazas pardas estaba entre ellos esta vez.

Yo lo vi, dijo de repente en un arrullo bajo. Estaba en los frutales y lo vi. A los dos, en realidad. Ella, la overa, venía escondiéndose a la tardecita, raro tan temprano, pero se ve que un par de frutas que había entre los yuyos la pudieron. No andaba descuidada, no. Al revés, juiciosa andaba. Pero se ve que ni lo vio ni lo oyó al perro flaco, que estaba como echado, pero con las orejas atentas y el hocico tenso. Después me di cuenta de que se había puesto con el viento de frente y por eso ella no lo olió siquiera, hasta que se lo topó, medio lejos pero bien visible. Yo estaba a dos árboles, bien arriba. El perro sí me vio. Yo lo vi: antes, me estuvo mirando largo, sin moverse. Después, volvió a mirar para adelante, por donde venía la overa. Ella estuvo rápida en cuanto lo topó: se escabulló a los pastos altos, lejos del alambre y buscó el montecito de los paraísos. Los alcanzó y se trepó veloz. Raro: el perro ni se movió. Como si no le importara, porque ella vio que él la había visto y la había mirado fijo. Pero el miedo no hizo muchos cálculos y se trepó, nomás. Me quedé quieta, pero la rama se mecía un poco por el vientito fresco y hacía equilibrio para no moverme. Se venía haciendo la noche enseguida...

¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco?, preguntaron casi a dúo la calandria y el sapo. Todos estaban atentos y asombrados y la torcaz hablaba como consigo misma, llena de melancolía todavía por lo que había perdido.

Y vieran cómo, perro sabio ese flaco... Ella alcanzó el paraíso más apartado y medio pelado de ramas, el de la punta del potrero, el que encontró primero. Si hacía unos metros más, llegaba a los ceibos o a los otros paraísos que están más juntos aunque más cerca de la casa, y allí hubiera podido saltar de uno en otro como suelen hacer, yo las vi hacerlo. Pero ahí, en ése, estaba aislada. Se dio cuenta, pero como el perro estaba inmóvil y había quedado medio lejos, la overa no sabía qué hacer. Entre los pastos, estaba perdida. Pero si el perro no iba a atacar, pensaría que tenía tiempo para llegar a los otros árboles. Para el otro lado del alambre no podía ir, era presa segura. El perro no se movió nada. En un momento debe de haber creído la overa que tenía la ventaja. De a pasitos firmes, con los dedos bien afirmados a la corteza, se fue alistando para el próximo movimiento. No le sacaba los ojos de encima al flaco. Ahí es cuando el perro apenas gira la cabeza, ni el cuerpo acomodó. La overa se congeló de miedo, ya se creía que el perro no tenía ganas de correr y de pronto el animal muestra un interés mínimo. La miró el flaco apenas un segundo y volvió la cabeza, otra vez hacia la laguna, digamos. Les digo que yo no entendía qué estaba haciendo el perro. Pero me pareció que lo que hacía era obligarla a moverse como él quería. Ella quería escapar, nomás. Y ahí es claro que se equivocó la overa. Porque la confundió y al final la desesperó. No la dejó que pensara, que viera cómo escapar. Ella quería escapar como fuera. Y parece que así no se escapa. De pronto, al rato, el flaco pegó un par de ladridos, medio ahogados son, como ladra él, sin ganas. Pero ladró. Separados uno de otro los ladridos. ¿Qué hace?, pensé. La overa se quedó tiesa y bailaba los ojitos mirando los paraísos y al perro, que no volvió a mirarla. Al otro rato, se oyeron dos o tres ladridos que hicieron eco en la nochecita, venían de la casa, de los cuzcos. Ellos ladraron lejos, pero salieron al campo, ya sin ladrar, y se fueron arrimando al trote para el lado de los frutales, por atrás de los paraísos. La overa ni se fijó. Los ojos empezaban a brillarle más rojos y amarillos con los destellos de la luna que se colaban entre las nubes que iban rápidas, arriando la última lluvia para el lado del pueblo. Yo estaba entumecida pero la escena me tenía petrificada. En cuanto unas nubes taparon otra vez la luz del cielo, loca de miedo se creyó al amparo y así la overa pegó un salto y se lanzó a los pastos y de ahí a los paraísos con pasitos cortos y rápidos. No tanto que alcanzara los árboles salvadores. Yo los había visto a los cuzcos acercarse porque estaba mejor ubicada. Ella no los vio hasta que los tuvo casi al lado: ahí se le debe haber parado el corazón a ella y todos se quedaron duros por unos segundos. Ella gruñó y mostró los dientes filosos ferozmente, pero dio la vuelta con un gesto brusco de la cola gruesa que tiene que debe haberle pegado a un cuzco en el hocico, porque gimió entre los ladridos de los demás, como lastimado. Y la overa empezó a correr, curvada sobre sí misma y desesperada por escapar. Los perros la seguían sin verla, apenas por el movimiento que hacía poco ruido entre los pastos húmedos y también por el olor. Sin darse cuenta por el terror, fue a parar derecho a la vigilia del perro flaco. Ya casi ni se veía de oscuro que se había puesto. De repente, como un eco grave, se oyó un ¡clac! fiero, sordo. Y un chirrido largo, ensordecedor, que enloqueció a los cuzcos por un momento. Siguieron ladrando hacia el lado del chillido, pero se quedaron quietos, hasta que se fueron volviendo de a uno a la casa, ladrando también, pero ya como de compromiso. Se oyó el silbido del patrón. Y después silencio. El perro flaco, al rato largo, se levantó. Y también él enfiló hacia las luces de la casa. En el campo no se movía nada. Al fin, volé por encima un par de vueltas, yendo y volviendo hasta los paraísos, volando bajo fui y volví. Al lado de donde había estado el flaco, la vi, echada de costado, quieta. Y así estaba a la mañana siguiente. Y así cuando, al otro día, fue que se le acercó uno de los cuzcos y la arrastró para el lado del maizal chico. Eso fue hace tres días. No la vi más.


domingo, 6 de abril de 2014

Romance del amor amado


El campo ya tiene dueño
en los ojos de la niña:
son unas manos de roble,
es una voz como espigas
que como el sol le da luz
y como el sol le da vida.
Tibia en la tarde de abril,
y, de enamorada, tibia,
va la niña por los surcos
y de amor toda vestida.
Fragante con sus suspiros,
la hierba dulce suspira
y en el aire que la lleva,
cortejo de golondrinas,
hay ecos de nieblas dulces
y un bullicio azul que silba.
¿Qué es ese canto que ríe?
¿Quién le canta en la sonrisa?
¿A quién abraza en el aire?
¿Qué cielo besa si mira?
Fue apenas esta mañana,
fue bajo las casuarinas.
Él con sus manos de roble
tomó las suyas tan finas
y habló de amor a sus ojos
con esa voz como espigas.
Y ahora, ella que sabe
que el amor amado abriga
como el cielo cubre el campo,
su corazón que germina
parece fruto maduro
que en los surcos siembra risas.
Porque desde la mañana,
cortejo de golondrinas,
ella es su campo, él su dueño,
ya de amor toda vestida.



sábado, 5 de abril de 2014

Saltó la liebre


La liebre en el lino

-Un linar siempre es peligroso para una liebre -dijo la Liebre Vieja-, y no asistiendo necesidad alguna, yo no veo...

-El linar -dijo la Liebre Joven, que era muy romántica- parece un lago celeste de tan tupido, igual y parejo que está, y de tan cuajado de florecitas, que parecen haberse abierto todas de un golpe esta mañana a un mandato de la brisa que las ondula. Me voy.

-Pero, ¿por qué razón?

-Por mi realísima gana.

Las Liebres, como todos los débiles, tienen el prurito de mostrarse enérgicas, y son caprichosas y tercas, creyendo desplegar así una singular fuerza de carácter. No hay más que verlas a escondidas una noche de luna cuando salen a triscar, los correteos absurdos que dan, los brincos inverosímiles, las piruetas, aquel correr sin orden, amontonarse aquí y desbandarse al momento, mordisquear una matita de trébol y dejarla, aquel no hacer nada desplegando una actividad que marea. Pero no obstante, cuando el peligro asoma, aquel puñado de histéricas se recobra instantáneamente de su borrachera. Los remos de acero recuperan su elasticidad prodigiosa y devoran campo casi sin tocarlo; la vista se aclara, el oído se afina, y todas las fuerzas vitales convergen como resortes para la huida vertiginosa.

Pero en un linar no es lo mismo. Cuando la Liebre Joven sintió el ladrido de los dos perros se puso fría. Disparar fuerte una liebre por un linar es como pedirle a un caballo que dispare por un cañaveral, según son rígidos, duros y espesos los tallos. No le quedó más remedio que recurrir a los brincos altos, cosa cansadora para sus patas, mientras que los perros, que eran de más alzada, avanzaban abriendo dos surcos en el lago verde, más por jugar que por otra cosa, pues no esperaban alcanzarla. Y van y van, la Liebre Joven ganando tierra a brincos desesperados, lo que la hacía muy visible -¡no tener yo la escopeta ahora!- y mis dos perros ladrando alegremente. Y he aquí que Cayuso tuerce bruscamente para cortarle la salida del linar. Y la doña torciendo continuamente la cabeza para esquivar al perseguidor y alargando desesperada sus saltos de langosta. ¡Bravo, Cayuso, pero no la alcanzarás! ¡Ya va a salir! ¡Pumba, tomá, el alambre!

La Liebre Joven, por mirar hacia atrás y hacia los lados, se topó con el alambre de púa y se degolló en seco.

-¡Cuatro ojos que tuviéramos en vez de dos, con los peligros que hay en esta vida, todavía serían pocos! -dijo la Liebre Vieja a sus hijas al terminar de contarles el suceso que ella presenció horrorizada desde su cama, hecha un ovillo, en tensión formidable todos sus músculos y sus nervios, para arrojarla si la descubrían, como una flecha, en un salto desesperado...

-¡Cuatro ojos no bastarían! Pero ya que no tenemos más que dos, ¿por qué nos hemos de meter, canejo, sin necesidad, adentro de un linar? Tratándose de la vida, hijas, todo cuidado es poco.

¿Qué no hubiera dicho la Liebre Vieja si se hubiese tratado de la Vida Eterna?

Es una de las Seis fábulas de la chacra que están en Camperas de Leonardo Castellani.

Y fíjese lo que son las cosas. Ya me parecía, no bien leía, que había pocas liebres en Camperas. Y eso que las liebres son como mandadas a hacer para una fábula o para varias. Siempre son rentables, digámoslo asquerosamente.

En Castellani, de las 91 que tiene Camperas, hay esta sola fábula de liebre. Y solamente cinco menciones muy al pasar en el resto del libro, y casi siempre despectivas.

Momento, señores: vayamos a Esopo.




Probablemente Esopo vivió en el siglo VI a.C., probablemente compuso casi 400 fábulas (algunos dicen 393, exactamente...) Dicen que Platón decía que Sócrates las sabía todas de memoria. Dicen que pudo haber nacido aquí o allá, en algún lugar de Grecia. Dicen que murió asesinado acusado de un robo que dicen no cometió.

Ahora bien.

En sus fábulas -que tratan sobre personas, animales y plantas, y algunos dioses o héroes-, hay, al menos, estos personajes: abeja, abeto, águila (28), alción, almeja, alondra, asno (46), áspid, atún, ballena, becerra, buey, caballa, caballo (23), cabra (16), camello (10), cangrejo, caracol, carnero (11), castor, cerdo, chivo, ciervo (16), cigarra, cigüeña, cisne, cocodrilo, comadreja (14), cordero (11), corneja (14), cuervo (32), culebra, delfín, elefante, escarabajo, escorpión, espino (10), gallina, gallo (18), gato, gaviota, golondrina (11), granada, grulla, halcón, hombre (110), hormiga (11), jabalí, jilguero, labrador, ladrón, langosta, leñador, león (86), leona, liebre (25), lobo (77), milano (11), mono (18), mosca (11), mosquito, mujer (13), mula (11), murciélago, niño, oso (82), oveja (17), pájaro (10), paloma, pantera, pastor (24), perdiz, perro (69), pescador, pez, pulga, rana (29), rata (40), ratón (14), roble (23), ruiseñor, serpiente (13), tordo, toro (16), tortuga, uva, víbora, zorra (97).

Solamente apunto la frecuencia -casas más, casas menos...- con que aparecen estos personajes 10 o más veces. Interesante. Muy interesante. Preste atención y verá.

El caso es que hay 10 fábulas de Esopo que se ocupan de las liebres. Y hay 15 personajes leporinos en el resto, que no son simples menciones.

Mire usted.

Tal vez no sólo los personajes o el relato y las moralejas cuentan.

Tal vez hay que contar cuantas veces salta la liebre, porque tal vez en eso mismo también haya algo para ver.


Mientras llueve buenamente, me quedo tomando mate y mirando el asunto.


A ver si salta la liebre.




jueves, 3 de abril de 2014

Gracias, Cristina


No hay que apurarse, que no es broma.

Por supuesto que siempre podría ser ironía. No es difícil. Y si fuera, tampoco estaría sobrando. Para que gracias suene irónico, solamente hay que ver qué deja Cristina en realidad en las raíces y en el aire de la Argentina. Y, entonces, para muchos, será redondamente irónico.

Pero está el hecho también de que podría ser un gracias oblicuo. Un gracias per accidens. Porque, bien mirado, tal vez algo se le debe. Cierto: es un agradecimiento oblicuo. Tal vez una de esas bromas o lecciones de la historia, que nos pone ante ciertas cosas para que se vean otras.

Así, pasan cosas que no son buenas, y hasta perversas como en este caso, pero que dejan a la luz y a contraluz otras que no son mejores y de las que tendríamos una idea equivocada si no las viéramos a la luz de otros males (valga el oxímoron metafísico), si uno tiene ganas de ponerse a ver o si lo tiene que sufrir porque no le quedó más remedio.

Por ejemplo, Cristina dejó a la luz la pusilanimidad política de la patria, el raquitismo político. Cristina no fue buena, pero fue fuerte; y aunque vale aclarar que por fuerte se entiende esa guaranguería prepotente que le despierta tanta excitación a sus lameculos, con todo, mostró la debilidad de sus oponentes. Cristina tiene malas intenciones manifiestas, pero a la vez dejó a la luz las malas intenciones de la alternativa. Cristina maltrató arteramente al pueblo, con la perversidad de quien lo usa para fines inmundos, pero quedó de manifiesto lo poco que le importa el pueblo a tantos de quienes la critican por su manipulación. Cristina se adueñó injustamente de las banderas de la Argentina y de la Argentina misma, pero eso mostró cuán injustamente dueños se creen de lo mismo muchos de aquellos que la censuran por eso mismo. Y cosas así. Muchas más.

Como digo, es un agradecimiento amargo, ni siquiera agridulce, porque ni siquiera puede aducirse el mal menor. Y tal vez eso mismo haya que sumarlo: Cristina obligó a elegir entre dos males mayores. Trampas de la política -y de tantas cosas humanas- que es de la política misma poder sortear. Y habrá que agradecerle el que no se pueda arrancar el mal que hizo solamente con los discursos y las prestidigitaciones de un petimetre o un pomposo. Habrá que agradecerle el que haya puesto a la patria en tal grado de abyección política y espiritual, que para erguirla haga falta un grande.

Claro que no vale la pena decir ni una palabra de la lista de bienes y beneficios que solamente un adicto puede pensar que debe agradecerle a ella, o a todo lo ella que no es ella pero que va con ella. No tiene caso. Solamente un adicto lo agradecería. Y no digo adicto como quien dice enfermo, se entiende, que ése no tiene casi culpa. Pero adicto es, de todos modos, porque aun cuando pudiera pasar que se diera cuenta de que se equivoca y no son realmente bienes, ni beneficios, no podría sino aplaudir, babeante y frenéticamente, aunque hoy por hoy tal vez muchos aplaudan a escondidas más bien en su interior, mientras en el exterior muestran alguna apariencia de salud, producto de la adversidad y del repudio, más que de la honestidad intelectual o afectiva. Pero. Es un adicto, qué caso tiene.

Más allá de esto, allí están quienes la votaron y quienes -después cobardemente según he visto- la hicieron votar. Allí están los que hicieron que a sus hijos y parientes, a sus amigos, a sus vecinos, les ganara el corazón el entusiasmo y el orgullo por la morocha argentina, repitiendo el catecismo de las 6,7, 8 preguntas y su talante. Y allí están sus simétricos opuestos que por razones tan falsas como sus antagónicas la hicieron odiar, para hacer amar algo más o menos igual de abominable. En cierto sentido, el mal es un parteaguas. Y hay que agradecer también el poder tener una ocasión tan nítida de ver cómo se parten las aguas.

*   *   *

Tal vez, eso mismo haya que agradecerle a Cristina. Nos ayudó, queriéndolo sin querer, a conocer gente. Y a reconocerlos como lo que son, si no lo sabíamos. A saber quiénes son y con qué están amasados realmente muchos de nuestros hermanos argentinos, más allá de las apariencias o de lo que digan. De un lado, del otro lado. Y hasta los del lado de la patria a secas, vapuleados por ella y por otros, sin misericordia, y que son los que merecen al menos el mayor respeto, si no el verdadero respeto.


Y en cuanto a agradecerle a un malo el beneficio de su papel en la historia, por cierto que Gollum no es un símil del todo disparatado o inapropiado, llegado el caso. Porque tal vez haya quienes crean que es justo agradecerle a Gollum el inconmensurable favor que le hizo a Frodo, librándolo de un daño semejante, y más si se trataba de un daño del que Frodo no hubiera querido, sabido o podido librarse sua sponte. No que Gollum haya hecho el bien. Pero hizo un bien.

Tal vez, y siguiendo la mención de Gollum, y hay que decirlo, Cristina obligó a los que quisieran acometer la más ascética y realista ecuanimidad, a la mayor justicia posible en lugar de -o por lo menos antes de- cualquier ajusticiamiento político o social. Ya lo prescribió el sabio Gandalf: no lo mates, puede que todavía, antes del fin, algún papel deba cumplir en esta historia.

Y puedo decir creo que sin errar que Cristina, sin quererlo, hizo algún bien. Al menos hizo uno.

Esta ascesis que digo es necesaria y a cada momento que pasa lo es más. No hay que tomarse el trabajo de hacerlo si uno no quiere o cree que no le da el cuero. Pero es necesario hacerlo.

Más que nada porque Cristina pasará y quedará la Argentina, que no es Cristina. Es la Argentina, y es muy otra cosa, más allá de lo que ella haya hecho con la Argentina. Algo parecido a lo que pasó con Perón. O con los mismos militares, si me apuran. Perón no es la patria, ni el pueblo, es claro; ni Videla es el ejército, ni la patria, es claro también.


Sí, decididamente creo que en cualquiera de los dos casos, irónico o per accidens, el agradecimiento cabe. 




Última advertencia del otoño



Ya amanece... 

Despierta.

Es preciso llegar al amparo del día.

(Suena una voz estéril, sin amigos ni paz,
que llega de jardines descuidados,
de malezas antiguas,

y balbucea canciones como conjuros de invierno...

No la oigas.

Es la muerte.)   

En los fresnos del aire se dora la mirada.

Sigue.

En el camino, sin falsía,
te espera el gesto puro de un manantial que es mayo
y que libra las raíces de los tientos de la noche,

como una primavera.



miércoles, 2 de abril de 2014

Segunda advertencia del otoño



No lo olvides. 

Marzo no existe.
Lo ignoran hasta los tibios alfanjes de fuego, 

esos que los niños blanden con misericordia,
en las mañanas, cuando juegan.


Una verdad que liban las abejas del tiempo
lo volvió ceniciento. Y como una pesadilla se deshace.


¿No te das cuenta?

Abril en su luz ha congregado el viento y la llovizna.

Abril de las torcazas, huele a amor en las tardes

y parirá ternuras que florecen,
sin descanso, como un huerto de manzanas.

Ya ves.

Conmigo te amonestan los gorriones,
con sus trajes de corteza, yendo del sol al barro,
al sol, de nuevo al barro...
Y a las nubes de sangre, al fin, en las tormentas.

Gorriones son. 

Admonitorios. Gorriones en silencios de postes y cornisas,
que ya no vagarán por las calles
ni querrán tramar nidos en cielos abandonados.

Ellos, conmigo, dicen:
Ya no te demores en el estruendo de las siembras,
ni esperes la cosecha de una simiente amarga.

Es un aviso más, que brota entre las hojas con aroma de rocío
y va dejando su estela sobre huellas de guijarros.


Una señal que ríe en mesetas de humo y polvo;
un memento tallado en maderas que crepitan
mientras, en el mundo,
recostados en su esperanza fría y triste, 
duermen todavía el desengaño y el invierno.



martes, 1 de abril de 2014

Advertencia del otoño



Te lo dije.
No toques el silencio.
Es la paz de los zorzales.

Y te previne: No lastimes la luz.
No navegues sin puerto.
No siembres la discordia entre las flores.

(Te lo advertí, ¿me oías? ¿me creíste?)

Ya no importa: es abril.


Ahora,
sin saber cuándo ni dónde,
habrá una tempestad de murmullos como arena
que estallarán, a cada paso,
hirientes como memorias entre sombras de ángeles.

Los ojos se abrirán en grietas polvorientas.

Y una tarde cualquiera,
tal vez al otro lado del mar,
un viento sable tajará los aromas de los días.

Entonces los minutos serán fríos como niebla de mayo,
grises como espadas, hasta el filo del tiempo,
apenas lágrimas yermas.

Y será junio, al fin, ya sin remedio.