jueves, 13 de marzo de 2014

Progre (II)

Algunas veces, de tanto en tanto, hay que bajar a la ciudad. Y cuando eso pasa, mejor el tren.

Y cuando el viaje a la ciudad es en tren, hay rituales. Por ejemplo, ir llegando a Pacífico y empezar a caminar hacia el furgón, si es que el furgón está a la cabeza. Retroceder, jamás.

En el furgón, según la hora, hay de todo. A toda hora hay de todo, pero hay horas que más. De 6 a 8, más o menos, así como de 17 a 20, el furgón es el refugio de los viandantes. Albañiles, mayormente, algunos empleados. Pero cualquiera, porque, de tan repletos, al furgón va cualquiera, el que puede, el que no alcanza a subir en otras partes. Desde jovencitas universitarias, personal de servicio, madres, bicicletas.

Pero, lo que mayormente hay en el furgón, a toda hora, es humo. Humos, en todo caso. Y a algunas horas, más humos de un tipo que de otro.

Era el mediodía. Una hora tranquila para viajar en tren a la ciudad. Llegando a Pacífico, el ritual: fumar un cigarro en el furgón antes de entrar en Babel.

Había 14 varones allí, bastante para esa hora. Edades distintas, aspectos similares. Con un servidor, sumábamos 15. Un joven con rastas en el pelo y reggae prestado en la sangre propia, parecía vivir en su bicicleta (cargada de bultos) a la que cuidaba sentado en el piso, fumando Marlboro y compartiendo la seca con un cofrade, pero de aspecto santiagueño, también sentado y somnoliento. En otro rincón, un tipo de mediana edad leía junto a una de las puertas un diario gratuito. Fumaba también y le convidó un Viceroy a un mochuelo de aspecto tumbero que apenas le hizo un gesto recio para forzar el convite. Más allá, dos albañiles paraguayos se entendían en su jerga. Uno fumaba rubios, el otro tomaba un agua de pomelo, marca ignota. Junto al ojo de buey, adelante, había un conjunto de cuatro muchachos de talantes provincianos, dos de ellos con atuendos de correo privado. Ninguno fumaba, hablaban en voz baja de cosas de su oficio, parecía.

Los otros cuatro eran personajes conocidos. Cargan en algún vivero de Moreno o José C. Paz sus cajones de madera con plantas y plantines envueltos en hoja de diario. Llegan a Retiro y en subte van hasta Constitución. Allí abordan alguna formación que los deje en Ranelagh o en las inmediaciones. Allí caminan y casa por casa ofrecen lo que llevan a las doñas de los barrios. Si el día es bueno, pueden hacer dos veces esos trayectos. Si no, liquidan como pueden, donde pueden (hasta en el Obelisco, si cuadra...) y se vuelven al pago. Por la hora, sería a mi ver el segundo viaje. Llevaban dos cajones repletos y las flores y plantas eran de una rara calidad y de muy buen ver.

Como siempre me pasa, hablamos de plantas con los dos mayores, en particular con uno de ellos que es el que sabe más. Los otros dos del grupo, bisoños, se ve que acompañan y aprenden el oficio. Todos fumaban a pitadas cortas y nerviosas cigarrillos de marca. No son gentes de campo. Son desechos de capitales, subproductos, buscas. Gentes de los bordes. He visto pasar por los furgones generaciones de ellos. Antes eran otros. Distintos en sus modos, tal vez, y cuanto más atrás en el tiempo voy, más. Mismos cajones, mismos plantines, mismas hojas de diario de envoltura. Mismas caras, mismos gestos. Pero otros. Y los mismos.


Todo empezó porque pregunté por unas erikas, tenían varias de distintos colores y eran lo mejor del lote. Entusiasmaba verlas y él se entusiasmaba explicándome. Y había lavandas y salvias, y así. Dos cajones frescos de plantas vivas y vivaces.

Quiso venderme la erika. Pesos cuarenta el plantín. Valía la pena. Malhaya mi suerte no tenía blanca en ese momento, si acaso 10 pesos. Gracias a los bancos que secaron los cajeros, para evitar la excesiva liquidez y la puta que los parió, genios de las finanzas. Genios con mis pesos pocos, de las finanzas de mis pocos pesos, digo. Esperaba encontrar metálico en la ciudad. Y puteaba doble ahora a los genios de las finanzas que me robaban a mí la erika de las manos y al del cajón le robaban la primera venta del viaje, antes de empezar a vender.

No me creyó. Pensó que regateaba. La encomió, la ensalzó. Sin necesidad. Yo no podía sacarle a la erika los ojos de encima. Con paciencia y simpatía me hice entender, al fin.

Hablan medio a los gritos, siempre. El furgón participaba atento al regateo al revés (él me regateaba a mí...) y miraba sonriendo los esfuerzos de ambos. La frase que cerró el asunto fue convincente: "basta..., me estás vendiendo la planta a 20 mangos y podés sacarle el doble..."

Hice un silencio, mirando los cajones florecientes.

En un rapto inocente y admirado, perdida la mirada en los verdes coloridos, dije: "Hoy tenés muy buena merca..."

Y entonces, catorce gargantas, al unísono, estallaron un grito como un resorte: "¡¡Ojalá...."!!

Los catorce. Ni uno menos. A una. Y los catorce carcajearon divertidos.

Me lo quedé mirando al del cajón, con media sonrisa que quiso ser pícara. Zapallo de mí... Tardé cuatro segundos en entender la inocencia de decir ahí, a ellos, "hoy tenés muy buena merca...", dos segundos más para entender el "¡¡Ojalá...."!! sonoro y cómplice y otro segundo, en cascada, para entender las risotadas...

Como si fuera un chico travieso, mientras se diluían las risas en comentarios, le di un par de palmadas en la cara, y le abracé la cabeza, cariñosamente, para que entendiera.

Y entendió. No dijo más. Salvo: "Cuando quiera, jefe... si no tiene, me lo da otro día..."

Los demás siguieron con lo suyo. Ya llegábamos.

Estábamos entrando al Retiro, flanqueados por la gloria de la villa 31.