Hace dos meses, yo tenía un amor futuro.
Me habían invitado a Tucumán y por entonces faltaba arreglar detalles del viaje, lo que lo hacía probable, pero no seguro.
Fui.
Y volví.
Tenía que ser, en principio, en septiembre, cuando Tucumán se luce, como me dijo mi anfitrión al invitarme.
Pero fue a fines de octubre, cuando el jacarandá (tarcos, los llaman allí) reina casi solo y hace azul a Tucumán. Apenas vi un lapacho amarillo florecido, los blancos son poco menos que inhallables.
Mi amor futuro en esos días era traer de aquellas tierras dos lapachos, uno amarillo y otro blanco.
¡Cómo son las cosas, viera!
Nomás decir que me gustaría ver si consigo... y ya estaban trayéndomelos de Yerba Buena. Nomás enterarse otros de que había dicho que me gustaría... y más aparecieron.
Como ciento por uno.
Y usted dirá: "en fin, no es para tanto: se salió con la suya y se trajo lo que quería..."
Y no, fíjese.
De lo que quería, me vino lo que quería, centuplicado.
De lo que no sabía ni hubiera pensado, me vine de Tucumán con inconmensurablemente mucho más.
Y tuve que traérmelo, porque es de aquellas cosas que no sabe uno cómo le entran al alma y al corazón y a la mente.
Y ya no se van.