sábado, 20 de abril de 2013

Shadowlands



En más de una ocasión, G.K. Chesterton hizo lo que otros escritores han hecho antes o después: escribir un artículo sin tema.

Algunos lo hacen tontamente, sin talento. A algunos otros se les notan tanto los trucos, que se contorsionan por las líneas y los giros de un modo tan penoso, que ni la benevolencia de un lector budista alcanza a sobrellevar la nada.

Si queda alguno, son unos muy pocos los que logran el propósito de decir algo que vale la pena… cuando no tienen nada para decir.

¿Estará bien? Aunque se consiga hacer pasar al lector un momento agradable y ameno, hasta interesante, ¿estará bien?

No lo sé.

Es verdad que se puede advertir en esos casos la diferencia entre el oficio de la palabra casi en estado puro, y el hecho de que la palabra siga alguna vía que comienza antes y más allá de sí misma y que, por cierto, lleva a algún lugar más allá de la palabra misma, por emperifollada o eficaz que resultare una vez dicha sin propósito a la vista, más que la compulsión de decir.

Pero es más verdad todavía que ningún gran escritor se queda absolutamente hueco de significado. Casi habría que postular que, si eso llegara a ocurrir, eo ipso estamos en presencia de un patán que cree que escribe.

Hay que decirlo, sin embargo: a veces, un impulso ciego y sin dirección se separa de la finalidad; y ocurre a veces que el vacío de significado y la falta de finalidad no son suficiente contención, de modo que la subsiguiente incontinencia verbal tiene ahora un origen psicológico, afectivo y hasta moral. Lo intelectual, en esos casos, es simplemente el andamiaje que pretende adecentar la nada, lo oscuro, la niebla, la perplejidad, la angustia, la desesperación.

Hasta donde uno ve, son poquísimos los que pueden disciplinar virtuosamente la ansiedad expresiva o comunicativa.

Es claro que a veces no se trata de tal cosa, sino de lo opuesto. Precisamente, uno o dos casos que recuerdo ahora de Chesterton me dicen claramente que estaba literalmente a las puertas el cadete que tenía que llevar una colaboración pactada –y pagada- a la redacción de alguna publicación. Ese apremio se enfrenta al vacío del autor que, entonces y angustiado, como en el desierto, tiene que hacer brotar de las arenas estériles, siquiera una tolva mínima, algún pequeño movimiento, con suerte –y talento- un remolino substanciado de la misma arena que nada hace crecer y, con eso, lograr algo de vida, algo vital que el viento mueve. Y no digo que ese viento no pueda ser, precisamente, el viento del espíritu.

Porque hay modos y modos de escribir un artículo sin tema.  Y en ocasiones la propia reflexión acerca de esa misma sequedad está justificada y hasta produce frutos intelectuales e incluso morales en el lector.

Y, sin tener que dar vuelta las cosas, podría decir que llegado el caso una pieza tal podría ser un vero acto de humildad, tanto intelectual como moral. Y de caridad, por cierto.

Para eso, sin embargo, parece imprescindible que el autor no se engañe a sí mismo, ni pretenda engañar a sus lectores. Él es el primero que tiene que saber y admitir mansamente que su pluma, por el momento, está seca.  Si prefiere, podrá guardarse los motivos, si los conoce. Incluso podrá guardarse la ignorancia misma acerca de los motivos. Hasta puede –y le convendría- abordar el asunto con humor y presentarse ridícula y graciosamente mondo de bellezas y adornos y de ese modo exhibir simpáticamente otras desnudeces más hondas y humillantes, más dolorosas. Siempre y cuando eso sea para luz de otros y no de sí mismo, se entiende.

Porque aparecer vestido de mendigo con tal de aparecer, no tiene gracia.

Pero los hombres, me temo, no somos de esa laya, habitualmente y en la casi totalidad de los casos.

A cualquiera con algo de oficio, con algunas yardas caminadas sobre el papel en blanco, con algo de perspicacia también, no le es imposible advertir cuándo un dicente no tiene nada para decir, o (y por lo mismo…) cuándo debería callarse y no hacer la mueca de que lo que está diciendo no puede callarse en modo alguno.

Leemos para saber que no estamos solos, se dice en la película Shadowlands. El guionista se lo hace decir a un alumno y su profesor, el C.S. Lewis protagonista del film, lo repite más adelante.

Lo cierto es que podría decirse, parafraseando esa línea del guión, que escribimos o hablamos para saber que no estamos solos. Y se entiende perfectamente que pueda ser así y que haya cierta necesidad de oír siquiera el eco de la propia voz, siquiera como placebo de la compañía, no física sino espiritual.

Pero.

A veces toca estar solo, sin vueltas y sin remedio.

Y solos no significa la simpleza de que no tengamos a nadie cerca o alrededor.

Solos significa en este caso que se ha quedado uno en presencia de algo inefable, algo que no hay cómo decir, por enorme o por baldío, por jugosísimo o por reseco, por excelso hasta lo glorioso o por abyecto hasta la náusea.

Y entonces, en esas ocasiones, el subterfugio de hacer –y hacernos- parecer que estamos hablando y diciendo algo, no mejora esa especie tan dura de soledad. Si acaso no la encubre y de ese modo la empeora.