jueves, 30 de agosto de 2012

Nombres reales


Puerto de San Julián

Bahía de flamencos. Sobre el mar suspendido,
arena entre las manos, y la estepa en mi espalda;
todo el sol en el cielo y el silencio en el aire
y el hielo como agujas en el alma y la piel.
Estoy solo en el cielo, en el mar, la meseta.
La costa acantilada es alta como el tiempo
y estoy parado sobre una nada de nada.
No tengo más que dar que lo que tengo ahora.
Y en este mar sin ruidos, los nombres son silencio
que aquieta las mareas, pero amargan la boca.
(Erguido. Mientras, sigo sobre nada de nada.)
Ya el desierto no existe. Soy todo yo desierto.
Y es tan mudo el desierto como es sereno el mar.
Así es el mundo cuando los nombres se disuelven.

Lo encontré hoy entre unos papeles de hace unos cuantos años atrás, junto con algunas otras cosas que tal vez aparezcan por aquí. Fue un otoño espléndido en aquel lugar que siempre llevo conmigo de un modo u otro, pese a su aridez. Por su aridez.

Hace algún tiempo que no estoy por allí.

Vistas ahora, pasado el tiempo y desgajadas, parecen letras mucho más viejas; casi de otro, si acaso no lo son en algún sentido. Por raro que me haya sido, hizo falta mirar más de una vez, volver a ver y casi a escribir de nuevo, espiritualmente, visualmente. Recorrer casi toda completa la geografía de afuera y adentro.

Y sin embargo, una vez allí otra vez -otra vez más, de las que allí estuve-, inmediatamente se reencuentra uno con cierta alegría extraña y, a la vez, cierta alegría familiar. Mucho más honda que los recuerdos, algo que no tiene relación con los recuerdos.

Y la alegría mayor es la de advertir que esas letras no llevan amargura ninguna. Y que, al contrario, llevan la marca de una felicidad de silencio que emana del paisaje y traspasa y desnuda cierta nostalgia feliz de un lugar en el que las cosas son tan nítidamente ellas mismas en su brutal sinceridad esteparia y helada que cualquier conversación es innecesaria.

El viento era de unos cien kilómetros por hora, el acantilado tenía unos setenta metros de alto. El mar estaba vacío de nada que no fuera mar, la meseta esteparia era la soledad misma en cientos de kilómetros alrededor, el puerto era una línea blanca, aterida y muda, allá en el fondo de una inmensa cala de casi diez kilómetros de extensión, apenas conmovida por un mar liso de tan encerrado.

La sensación feliz de un mundo tan abierto y libre como estrechado por la soledad inmensa.

Los nombres de las cosas de afuera se disuelven allí, claro.

Pero es verdad que, cuando se está allí, muy lentamente, y si uno soporta el viento, parecería que solamente van quedando adentro de uno los nombres -cosas, gentes- que parecería no hay modo de disolver, los que son tan hondos y tan propios que en aquella ascesis sin atenuantes hasta incluso cuesta pensar y sentir que realmente nombran algo, a alguien, que no sea uno mismo. Y a veces es tan verdad.

Y después ni siquiera eso, porque en aquella astringencia feroz lo que no es no se disuelve, claro, porque allí sólo lo que es aparece siendo.


Extraño aquellos páramos terribles y esa libertad y esa invitación, constante como el viento, a la prescindencia serena de los nombres innecesarios por irreales y de los innecesarios a secas.