jueves, 23 de agosto de 2012

Había una vez

 Las cosas empiezan alguna vez, eso es claro. Pero, ¿cuándo terminan?

¿Y por dónde empiezan en realidad? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo?

A veces en las filigranas de la historia hay episodios que parecen administrativos, formularios. Trámites de cosas. Episodios como trámites.

Como esas interminables y tramposas sesiones del Congreso, en las que cuesta ver de qué se trata realmente, más allá del espectáculo, las chicanas, los discursetes de oportunidad.

Papeles, actas, reglamentos, informes, notificaciones, números y leyes, codicilos y letra chica.

Una nube de humo de nada de nada, o que parece así -las más de las veces humo tóxico-, pero que esconde una guerra que acaba de empezar y durará siglos.

Son curiosas las cosas de los hombres. ¿Importará? ¿No importará?

De hecho, son cosas que pasan y a las que hay que prestarles atención. Nunca son enteramente sin importancia, si hay algo que lo sea.

Puede ser una conversación entre dos, parece casual, cosa de nada, nada que parezca un parteaguas.

Y resulta que después de eso, ya nada será lo mismo. Nada será lo que parecía haber sido antes. Y parecía, digo, claro. Porque la mayor parte de las veces las cosas no empiezan a ser cuando las vemos por primera vez. Y es difícil que lleguen a ser si ya no eran de alguna manera.

(Pasa con algunas cosas, a veces, que decidimos un día enterarnos de cosas que siempre vimos...)

Y así pasa en la historia de muchos, como en la historia de dos.

Y aquí nos trae Aragón lo que a mi gusto son ejemplos de lo que digo.

Son asuntos de antes de la Revolución de Mayo. Cuando la unidad se hizo partido y Una historia certificada parecen ser asuntos de Liniers y Álzaga, por lo pronto.

Pero parece nomás.