jueves, 9 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Tincho

Fueron ocho los perros en lo de Tincho: Cabito, Negro, China, Chino, Tarta, Gaucho, Mate y Liebre.

No podrían haber sido pelajes y temperamentos más distintos: parecían una manada de salvajes que se hubieran ido juntando al azar y hubieran resuelto jugarse la suerte de la vida así, en malón, como una banda de hermanos en el fragor de cada día, a lo que saliera al paso.

Lloraba uno y lloraban todos. Cuando ladraban al unísono, cada cual con su registro -el Tarta y la China eran agudos e insufribles-, parecían un coro, hasta que Cabito dejaba de ladrar y entonces todos se llamaban a silencio como conjurados. Era el patrón de la jauría y parecía el animal de mejor casta o con menos mezcla. Pero se ve que su mando no era despótico y eso no le quitaba a los demás la iniciativa. Se los veía muchas veces de a uno o de a dos por los alrededores, a su aire, incluso comiendo en casas ajenas o echados a la salida de la estación, tal vez esperando, nunca perdidos. 

Créase o no, nosotros habíamos llegado a conocer cada ladrido y cada llamada, cada tono, cada pena y cada hambre de los ocho. Y, creáse o no, sabíamos, por ejemplo, que si Mate y Liebre salían disparados sin aviso, aunque hubieran estado hasta un segundo antes echados y somnolientos, era porque el padre de Tincho había bajado del tren y caminaba ya por la calle de la estación. Sabíamos que si el Negro lloraba o ladraba triste, por ejemplo a la tardecita o a la noche, era porque Tincho estaba enfermo o al menos tenía fiebre. Sabíamos que el Chino y Cabito eran los únicos que empezaban a ladrar a las comadrejas de noche o los que cazaban ratones en el baldío.

Habían ido apareciendo de a uno, a lo largo de unos años. El único de origen reconocido fue el Gaucho, que había nacido en el tambo del vasco Oña. Todavía medio cachorrón, en alguno de los viajes a la estación el animal lo siguió y, en vez de volverse, había hecho yunta con alguno de los de Tincho correteando por los andenes y las vías, y ya no se fue. Cuando el vasco aparecía, el Gaucho se le acercaba, lo olfateaba regalón y le hacía algunas fiestas. Pero se quedaba clavado cuando el vasco arrancaba para el tambo. Al principio lo llamaba, pero se ve que, guacho como era el animal y con otros en el campo, el vasco no se esforzaba demasiado por atraerlo.

Los ocho se hicieron tan de la casa que parecían ellos los dueños y los demás habitantes sus mascotas. Distintos y todo, se hermanaron, sin embargo, y tanto que parecían realmente hijos de la misma madre. A veces, viendo eso con extrañeza, los chicos jugábamos a esconder a alguno de ellos y los demás se volvían locos buscándolo. Y había que ponerle límites precisos a la escondida para que no empezaran a gruñir amenazas muy creíbles.

¿Por qué tantos? ¿Para qué?, decía la viuda Rita cuando salía el tema y era tema siempre. Mi madre, con la bolsa de las compras en la mano y ya en la puerta de la despensa, respondía invariablemente que lo cuidaban a Tincho. Y sería así.

Tincho había quedado huérfano de madre al nacer. El padre tenía una herrería en la ciudad. Casi todo el día pasaba solo Tincho, aunque la tía Poli (¿qué nombre es ése, Apolinaria?) vivía en el lote de la casa, en una piecita que había en el costado del terreno, y hacía las veces de cocinera y tutora del muchacho.

Ella llamaba al médico si Tincho se engripaba y era la que iba a las reuniones de padres en la escuela o la que veíamos en primera fila en los actos, porque Tincho casi siempre llevó la bandera.

Tal vez el padre sintiera que los perros harían que Tincho se hallara menos solo en el caserón en que vivían y por eso los habría ido permitiendo a medida que aparecían. La tía Poli era buena mujer pero muy callada y adusta y por alguna razón desconocida no dormía bajo el mismo techo. Los perros, al revés, eran barulleros y simpáticos y tenían el paso franco por cualquiera de las habitaciones. 

El Colorado, el hijo de Don Tomás, les traía de comer casi a diario, porque la carnicería del padre era la fuente obligada para abastecer la mesa de la jauría y nos habíamos tomado a cargo -porque sí, por afecto a Tincho- ayudar a mantener a semejante tropa. Pero también Saló, el terrible Saló, colaboraba con panes de la despensa de su madre, la viuda Rita, que de tanto en tanto y a desgano arrimaba además un poco de leche o un arroz recocido y chirle que les encantaba a los pobres bichos.

Mi hermano y yo hacíamos aportes magros, porque apenas si había en la casa. Pero sobras no faltaban en ninguna parte y los perros de Tincho, al final, estaban bastante bien alimentados.

De habitual, dormían apelmazados en los fondos del terreno, entre ligustres y laureles de árbol, algunos debajo de los jazmines, el piso de tierra ahuecado por todos lados, como madrigueras tibias. En el invierno, buscaban el alero de atrás de la casa y Tincho, con los primeros fríos, sacaba del galpón unas cobijas rotosas y peludas que les extendía sobre el cemento helado. Allí daba el sol a la tarde y allí estaban casi siempre -si no salía Tincho- desde mediodía hasta la siesta.

Y eran guardianes, claro, pero no prepotentes. Había que tener alguna mala traza en algo para que lo torearan a uno. Pocas veces pasó. Y nunca feo. La gente por allí era buena gente. Y no éramos tantos que hubiera desconocidos, al menos no del todo desconocidos.

Como quiera que se hayan juntado, la jauría era indiscutiblemente propiedad de Tincho. Él los gobernaba casi sin palabras ni gestos. Eran su guardia pretoriana y sus compañeros de horas solas. Temprano por la mañana, abajo de los paraísos que había en la vereda de la escuela, donde se dejaban las bicicletas y algún caballo de vez en cuando, se recostaban como si fueran la monta de duendes diminutos, y esperaban así hasta mediodía, cuando Tincho aparecía por la puerta del patio por la que salíamos. Cuando nos juntábamos a jugar en el campito de la estación, Tincho venía con la pelota y con su compañía. Los perros se iban acomodando cansinamente, dispersos por los bordes de la canchita, más alejados algunos, entreverados a veces entre los suplentes que los usaban de cojinillos para recostarse sobre ellos, porque si estaba el patrón cerca eran bien mansos. Cuando nos volvíamos cada quien a su casa, la manada levantaba al unísono la cabeza y buscaba a Tincho y sin siquiera mirarse, al trotecito, se le acercaban, algunos adelante, otros detrás. Si se demoraba bromeando a la salida del campito, el perrerío esperaba alrededor, como impaciente.

*  *  *

Fue unos días antes del verano. Habíamos terminado las clases hacía poco y se nos abría un abismo adelante hasta las fiestas. Las vacaciones esta vez iban a ser agridulces, sobre todo para algunos.

Yo me iba a la ciudad a seguir estudiando y tenía que vivir durante la semana en lo de Aurora, la prima solterona de mi padre, a mi hermano le quedaban todavía dos años en la escuela. Saló, que a duras penas había pasado las últimas pruebas, iba derecho a la despensa de la viuda Rita y de allí no parecía que fuera a salir en los próximos al menos 50 años. El Colorado se iba a la capital, bastante más lejos; su padre tenía algunas pretensiones, además de parientes que lo alojaran, y quería que su hijo hiciera el industrial y en la ciudad no había. Los mellizos, Danel y Aitor, sobrinos del vasco Oña, se separarían por primera vez, porque Danel se quedaba en el tambo y Aitor iría a vivir y estudiar conmigo. Dura cosa para ambos.

Y estaba Tincho.

Unos días antes de terminar las clases, un sábado antes de almorzar, el padre y la tía Poli se habían sentado con él en el comedor y le habían contado los planes. Se mudarían en febrero a la ciudad y ponían la casa en venta.

Cuando nos lo contó, esa misma tarde, lloraba el pobre Tincho y no le entendimos mucho de por qué así, tan de repente la mudanza. Después supimos que el padre había encontrado mujer allá y pensaba casarse. Pero la que sería madastra de Tincho no quería venirse a vivir al pueblo.

Habíamos hecho un fueguito abajo de las casuarinas que bordeaban la vía abandonada del trencito del molino y anochecía. Aitor quemaba una rama de eucalipto, distraídamente, y todos mirábamos en silencio y como hipnotizados el chisporroteo que de tanto en tanto se levantaba cuando Aitor golpeaba la rama contra las brasas, con la fuerza exacta para que se entendiera el gesto de protesta y de tristeza, sin que fuera violento. Mucho tiempo después, he visto en el recuerdo aquellas chispas levantarse como el ritmo exacto de un tambor de guerra, melancólico, afectuoso y serio, a la vez.

Están los perros, dijo Tincho de pronto y con la voz apagada. No me los puedo llevar. Ni siquiera uno me dejan llevar, no hay lugar dice papá...

Bajó el silencio otra vez sobre las brasas y las pocas llamas y el mecanismo de la protesta de Aitor volvió a funcionar sutilmente.

Saló, que parecía un poco ajeno a la tragedia, miraba las llamitas sin moverse.

Yo puedo tenerte uno o dos, la vieja me mata, pero los tengo lo mismo, ¿qué me va a decir? Va a gritar un poco, como hace siempre..., dijo sin mover un solo músculo del cuerpo y como si hablaran las llamas.

Y dijo puedo tenerte y no dijo puedo quedarme con, con una delicadeza que ahora me sorprende y me emociona.

Y yo, dijo Danel, me llevo al Gaucho y al Negro, que son bien compinches. Al tío no le hace un par de perros más y cuando venís los tenés a mano...

Mi hermano me miró y, antes de que le hiciera ningún permiso con el gesto, me estaba preguntando sin querer mi respuesta.

Y nosotros en casa uno podemos tener, ¿no? Uno de los más chicos, o por ahí dos de los más chicos..., ¿no?

El Colorado completó la subasta, lacónico y seguro de sí mismo, como siempre.

Tincho no habló por un rato largo.

Miraba las brasas y parecía que contaba una por una las chispas que Aitor hacía volar ritualmente, como si contara hasta ocho y volviera a empezar, una y otra vez.

Y, sí..., mejor; así, por lo menos... Pobres bichos...


Eso dijo al final y ya no hablamos más del asunto, ni de nada esa noche.