martes, 31 de julio de 2012

Decepción

Fue en sus orígenes un ensayo para un concurso periodístico. Recuerdo incluso que lo escribí a mano y tuve que pasarlo en limpio en la cueva de un amigo, porque tenía una computadora mucho mejor que la mía y era condición presentarlo en ese formato. Recuerdo muy vivamente también que hacía calor y trabajábamos con las persianas bajas porque el sol de la tarde era duro.

Pero no es lo único que recuerdo de este ensayo que se llamó entonces y todavía se llama Prometeo decepcionado. Todos estos años he vuelto una y otra vez sobre el asunto del que trata. No puedo decir que requiera una redacción definitiva, porque me parece que, salvo que tuviera lo que no tengo -esto es, don de profecía- es muy difícil acertar así nomás en esas materias y lo más fácil es errar.

Volví hace poco a darle una mirada y me decidí a publicarlo, no sin un agregado que en algo lo actualiza, como verá el valiente que lo acometa. La actualización apenas refleja algunas cosas que creo que hoy deben estar allí y que no aparecían del mismo modo hace 20 años.

¿Qué pasó con el concurso? Nada, por supuesto.


martes, 24 de julio de 2012

Dichos de bichos: La cría

El día que el puma hirió al zorro, la garza cuidaba a los pichones del otro lado del estero, en una especie de isleta de juncales.

Oyó el quejido agudo del zorrito, primero atrapado, después herido y al final fatalmente agonizante, y se sobresaltó; inmediatamente se recogió sobre el nido y aplastó a los pichones bajo el ala, agachando la cabeza. Había oído nítido el chillido y sabía lo que era.

Cuando cayó la tarde, un viento tibio movió el agua de la laguna y los juncales bailaron lentamente, meneando las cabezas al ritmo. La garza apenas acomodó los pichones en todo ese tiempo y les retaceó la comida, engañándolos con alguna semilla y briznas de pasto. No quería salir a buscar alimento, por temor al puma. Jamás llegaría al nido cruzando las aguas, pero sí podría alcanzarla a ella si se descuidaba y se le ponía a tiro.

¿Qué hacía el puma tan cerca de los esteros?

La garza alzó el cuello terso y blanco, cuidadosamente, más arriba de los juncos, y vio hacia el oeste, recortadas contra el sol poniente, unas nubes grises todavía e inclinadas, que iban siguiendo el viento contrario, que no dejaba que el aire oliera a quemazón cerca de las aguas. El monte todavía no se había apagado. Sería eso.

Un día y otro pasó la garza rondando la isleta, un poco más cada vez, juntando bichitos que llevar al buche de la cría. Ya no se oyeron los agudos gritos de la caza del puma en todo ese tiempo. Los animales, al parecer, olieron al carnicero y buscaron mejores rumbos, por un tiempo al menos. La garza, mientras, sabía que las marismas alrededor eran los muros de su fortaleza y de allí no saldría hasta que se sintiera segura.

Una tarde, oyó ruidos que parecían venir del pequeño canal, al norte del estero.

El viento que no dejaba de cambiar le impedía darse cuenta de qué se trataba. Por un momento apenas oyó el chapoteo isócrono y advirtió la madera sobre el agua del canal: un botecito chico. Y el hombre, claro. Entonces volvió sin ruido al nido y a los pichones y medio los tapó de nuevo con el cuerpo.

El botecito pasó lento, muy lento, y dejó un silencio claro que precisamente, por eso mismo, amplificó el maullido terrible del gato que sonó imprevistamente, aunque con certeza entendió que no cerca, sino ya como bien adentro de tierra firme, lejos del agua. Pero igual, otra vez el viento, el grito se oyó fuerte y claro.

No era el mismo ronquido grave que oyó después de lo del zorrito, más tarde, cuando parecía que el animal se había saciado y digería la presa complacido, imaginó la garza.

Era un maullido ronco pero ansioso. Como de hembra de puma, parecía.

La garza instintivamente alzó otra vez el cuello pero esta vez el pico apuntó al cielo, inclinando la cabeza en un ángulo imposible. Se movió y dejó a los pichones apenas al descubierto y como distraídamente estiró las patas, acercándose a los juncales de la orilla y revisando con cuidado para ver si en las hojas y los tallos había bichos que comer. Un poco más se acercó al agua y miró fijo para ver si entre sus patas nadaba alguna mojarra chica. Al rato, clavó el pico al descuido, profesionalmente, en las tierras de la orilla y sacó algún gusano tierno.

Esa tarde, distendida, estuvo bastante tiempo llevando comida al nido y picoteando a los pichones, como si los limpiara.

Al anochecer de ese día, rugió otra vez el gato, que ya la garza estimaba hembra, y eso marcó el fin de la jornada para las aves de la isleta del estero.


Amaneció limpio el aire y la luz se iba esparciendo como humo tibio por el cielo.

La garza esperaba el sol desde hacía rato y los pichones dormían. Antes de que lo advirtieran ellos, la madre ya estaba de pie y haciendo su excursión habitual para encontrar alimento.

Un rato largo estuvo como pensativa al borde del agua, sin moverse, apenas girando la cabeza garbosa sobre el cuello curvo. Los pichones ya despiertos estaban quietos y en silencio, como si entendieran la emergencia y el peligro latente.

El estero despertaba y la infinidad de pequeños signos de vida sonaba por doquier. Juiciosamente, a cada signo, la garza movía la cabeza y enfilaba los ojos y los oídos en cada dirección.

De pronto, apartándose apenas de la orilla, hizo un ademán elegante, un carreteo imperceptible y levantó el vuelo, sin prólogos.

Primero casi a la altura de la junquera alta que había hacia el sur, donde el estero se hacía más hondo y acuoso. Después, con un giro grácil enfiló hacia la piel del agua y voló casi al ras por unos metros. En otro giro leve, cortó oblicuamente el canal y ganó altura, sabiendo que en cuanto se hiciera visible ya no podría ocultarse. Pero, para cuando eso pasó, estaba lejos del nido y en dirección opuesta. Cualquier animal habría creído que levantaba vuelo desde allí mismo desde donde ahora ya podía vérsela surcar el aire.

Nada pasó, sin embargo, y la garza pudo mirar todo alrededor y hasta disfrutar del vuelo de la mañana de ese día, el primero que acometía desde que llevó a los pichones a la isleta del estero.

Vio al oeste el monte quemado y algunos humos dispersos: asociando una cosa con la otra, recordó que el puma (¿o eran dos?) todavía podía ser una amaenaza cierta. Entonces, en un gesto mecánico quiso enfilar hacia la isleta, pero retomó el rumbo hacia el este que traía, con el sol de frente y los espejos de las aguas del estero brillando ya bastante abajo. De todos modos, no quería alejarse demasiado y en cuanto vio la morosa cola ocre y bronce del río grande cerrando el horizonte, se dio cuenta de que ya era suficiente.

Alcanzó las barrancas rojizas y verdes y vio a la vera del agua grande decenas de garzas y otras aves, que aprovechaban el estallido de la mañana fresca y se reunían a revolotear comiendo y trazando figuras en el aire. Se tentó por un momento. ¿Por qué no darse una vuelta por aquella magnífica reunión de alas y trinos? Pero se acordó del juncal del estero y oyó sin oír el ronquido del gato grande y hambriento.

Giró en pleno vuelo y enfiló hacia el borde sur del estero para cortar camino, después un poco al oeste y ya estaba sobre las estribaciones del agua, volando todavía sobre una pampa que se salpicaba de unos pocos talas.

Y allí los vio.

Eran dos cachorros de puma que seguían a su madre saliendo de entre unas ramas caídas, metiéndose en los pastos y enredándose en revolcones y manotazos torpes, mientras la hembra volvía de tanto en tanto y zamarreaba a alguno de los dos, poniéndolo de nuevo en camino.

Le pareció oír los ronquidos festivos de la cría del gato y el ronquido complacido de la madre.

Y no vio más.

Acariciaba ahora otra vez casi la piel del agua y fue planeando parejo hasta que distinguió el nido apenas adelante.

Las patas tocaron tierra húmeda suavemente y, a saltos armónicos, la garza se acercó a los pichones que la miraban y festejaban como si nada hubiera pasado.

miércoles, 18 de julio de 2012

Buena estrella

Hay alegrías raras.

Ya me venía preparando para despedir estas notas de Roque Raúl, con tristeza, debo decir. Creí que me quedaban estas tres que ahora traigo.

Atahualpa Yupanqui solía decir algo así como que cada viejo que se nos muere es una biblioteca que se nos va para el silencio. Y digo yo, que no soy Atahualpa, que cada biblioteca que se nos va para el silencio es como un viejo que se nos muere.

¿Y quién querría ver morir más de una vez a un buen amigo, a un maestro bueno?

Yo no, le garanto. Y de allí la tristeza.

Pero.

De no sé cómo y dónde ayer noche mismo me aparecieron más, Dios primero.

Y de allí mi alegría. Siquiera por un tiempo, que todo va a se finir, claro.

Sin más, vayamos a esta pintura desangelada de un Juan Lavalle de mala estrella que nos cuenta en El ataque a Santa Fe. Pasemos apenas por unas reflexiones sobre la prensa, en La prensa escrita, que no requieren mucho más comento que lo que allí dice, que no crea no se aplica hodierno, no señor.

Pero quedémonos más de un momento, ahí sí me parece, en esta Fantasía sobre la muerte del Restaurador.

Ya verá por qué, compadre.

lunes, 16 de julio de 2012

Dichos de bichos: La calandria y la morenita

Hacía tiempo la espiaba desde el saucedal y los espinillos, desde los ceibos y los fresnos. Y una mañana, al fin, la calandria se atrevió y le imitó el canto a la morenita que lavaba la ropa en el río.

Cada día practicaba con el silbido del boyerito, y lo seguía de madrugada entre la tropa, pero no alcanzaba con eso. Afanosa de aprender, hacía sus gorjeos concienzudamente al mediodía cuando Soriano, el mayoral, murmurando una canción inexistente, volvía de los potreros con la tropilla; o cuando Tarcisio, el peón, atracaba el carro de vuelta de los trojes y siempre tarareando. Temprano y a la tardecita entonaba intermitente con Rosarito, la hija de la cocinera, que tarareaba mientras barría el patio de tierra de atrás de la casa, bajo los paraísos y la tipa enorme.

La voz humana la tenía fascinada. Y descuidaba las otras melodías que hay por todas partes: sólo se atenía a los sonidos del hombre.

Pero ni el boyero, ni Soriano, ni Tarcisio, ni Rosarito, ni los domadores, ni los peones del tambo, ni la cocinera, nadie. Ni siquiera el patrón que tenía esa voz melodiosa y grave, ni su hija que trinaba alto como su difunta madre. Nadie tanto.

Sólo la morenita que a media mañana cargaba el canasto y buscaba el río. Sólo ella era la única digna de imitación para la calandria overa. Pero no se le animaba así nomás. Era calandria macho. Sabía que cantaba mejor que su hembra y tenía como honra mayor cierta pulcritud creativa y su buen gusto, las frases más largas, más exigentes. No era cuestión de una imitación cualquiera. No de ese canto sencillo y claro de la morenita de la ropa.

Cada día, durante mucho tiempo, revoloteaba por las cina-cinas, se acomodaba en el tala, confortable en su ramas erizadas de espinas, daba saltos breves por los ramajes de unos pocos fresnos que bordeaban el camino al agua. Y esperaba verla salir. Entonces, ganándole metros por las alturas, de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, iba oyendo el canturreo de la morenita que de habitual decía rancheras y milongas, a veces algún valsecito, unas coplas, quién sabe de dónde los sabría, tal vez de oír en la casa grande, donde se cantaba mucho. Y en silencio, mientras la custodiaba por el aire y cuando después recordaba las melodías, ensayaba los tonos y los acordes sólo en su oído, en su imaginación musical, alada y dúctil, tratando de sacarle los secretos a esa voz inigualable. Pero no se le animaba.

Esa mañana, todo el aire olía a poleo y a pastos nuevos. Sopló medio fuerte el viento y sacudía el nido que la calandria con su compañera habían colgado cuidadosamente de un ceibo alto. Ella estaba empollando, así que la overa no quería apartarse demasiado de los huevos que corrían peligro. Además, la tarde anterior, unos tordos lustrosos y ladinos habían revoloteado por allí con la intención de ponerle sus huevos intrusos al nido. No era cuestión de descuidarse.

Pero, esa mañana, la morenita de la ropa salió en silencio de la casa y recién hizo sonar la voz de terciopelo y plata cuando enfiló para el río, bien entrada la senda.

La calandria levantó el pico al cielo oliendo el viento y semblanteando el aire. Movió la cabeza en todas direcciones, parada en el pináculo del nido, mientras la compañera cobijaba adentro los huevos tibios. Dudó apenas un segundo y se lanzó al vuelo hacia el camino al río. Voló yendo y viniendo, aprovechando las corrientes rápidas de ese día y, así, con un ojo vigilaba el nido y con el otro le seguía los pasos a la morenita, mientras su oído ansioso estaba todo puesto en la voz de la niña, que no aparecía sino en susurros melodiosos. Ya volaba sobre ella cuando recién allí se oyó una copla nueva y tristona.

La morenita estaba lloriqueando y se le cascaban las sílabas de su música, lo que hacía más conmovedora la partitura para la calandria que embelesada y atraída se acercaba más y más. Tanto llegó cerca que hasta vio unas lágrimas de la morenita, como cristalitos blancoazules sobre la piel tersa y mate. De tanto en tanto, oía, imperceptibles, como unos suspiros hondos y lastimeros, quién sabe por qué. La calandria no sabía y no podía preguntárselo siquiera, porque todo lo veía como si transcurriera mudo, opaco y silencioso. En su conmoción, sólo tenía atención suficiente para la voz de la niña que a medida que caminaba, a paso más lento que de costumbre, sin la alegría de siempre, menos gimoteaba y más y mejor entonaba, y aunque en voz queda y gris, igual de arrobadora.

Y entonces, desesperada de emoción, envuelta en un torbellino tibio que crecía rápido y le subía hasta la gola, la calandria, como borracha de esa voz, dio un vuelo más largo y se detuvo camino adelante, sobre una rama baja de un aguaribay retorcido y luminoso. 

Y cantó. Cantó al fin la calandria con todas las notas que le había oído a la morenita durante tanto tiempo y que le salían sin querer, de tan maceradas que estaban. Pero ahora ensayó un trino nuevo con la melodía tristona y el tono melancólico que venía oyéndole por la vereda del río esa mañana.

Y cantó alto la calandria y sonó como en eco por todo el monte y por la vera del río, tanto que otros pájaros por un momento se apagaron y los animales del monte, del campo y hasta los de la casa, volvieron sus cabezas hacia el camino del río. Alto y claro cantó la calandria, con tanto sentimiento y tan virtuosamente, que hasta la hembra asomó la cabeza del nido, tan atraída como recelosa.

Detrás de la melodía repetida, por debajo de la frase que sonaba como amplificada por todo el ámbito, la calandria disimulaba la canción y la voz de la morenita, sin proponérselo, por hábito, pero ahora con una intención y una emoción que atravesaban sus dotes de imitadora y desde adentro le moldeaban -como un artesano invisible- la composición de sus gorjeos y la maestría de sus trinos.

Así conmovida, la calandria no vio que la morenita llegaba al aguaribay, silenciosa, y ya robada también ella por el canto del ave. Hasta que alcanzó a ver, cuando ya la tenía debajo de la rama en la que se había posado, que la morenita sonreía apenas y miraba hacia arriba, buscando los sonidos, la boca entreabierta y los ojos ansiosos.

No podía dejar de trinar, con arpegios cada vez más armónicos y punzantes. Tan alegres resultaban en su melancolía, tanto entraban en el corazón, que entonces la morenita mudó la nota tristona que venía trayendo y ahora era ella la que quería imitar el canto de la calandria, con un entusiasmo convaleciente pero animoso.

Y así, entreveradas las voces, sonaron por el monte la tristeza de la morenita, rehecha en gozo en el canto de la calandria, y esa alegría nueva de los trinos medio agrisados de la calandria que la morenita fue imitando y que le airearon su propia melancolía mientras llevaba la ropa al río ese día.

Nunca después volvió a oírse que la calandria overa cantara así.


domingo, 15 de julio de 2012

Un lindo asunto

Alguno podrá decir que el encuentro fue bizarre, como se acostumbra a decir. No lo diría. Creo que fue una buena idea.

El caso es que, hace más de un par de años, invitaron unos amigos a otros más a reunirse para considerar cuestiones en torno a la Segunda Venida de Cristo, y desde perspectivas diversas y matizadas. El lugar de las conversaciones era monacal, de un modo que solamente un medieval entendería y fueron días espléndidos en más de un sentido.

Como algunos otros, fui invitado con cargo: una exposición sobre algún asunto relativo al punto de encuentro. Hubo más expositores, claro, que de no haberlos habido...

Ahora, y no sin recelo muy justificado, lo dejo aquí. Como el que avisa no traiciona, digo que el escozor viene al menos de tres lados, aparte la calidad de estas letras. Es cosa excesivamente larga, es de lectura compleja y tiene un apéndice, lo que extiende más el asunto. Hubo quienes observaron también las notas que lleva el texto, que se abigarran y engordan. No hay que contradecirlos: tienen razón. Lo que tampoco hay, creo, es modo de que eso cambie. Así está, así quedó y así se queda por el momento. Es una redacción que diría definitiva, aunque es verdad que están allí muchas de las herramientas y aparejos, a la vista de los lectores, que preveo sufridos más que pacientes, y a esta altura sensatamente desalentados.

Pero si lo publico es por sus razones, también. El trabajo está destinado -sin necesidad, sino por decisión propia- a encabezar un tomito que recopila otros varios intentos de un servidor acerca de temas afines. ¿Y cuándo terminaré de publicar el libro?¿Terminaré?

Por eso.

El texto se llama La Belleza como Esperanza y trata acerca de lo que dice el título. El Apéndice tiene algunos textos adicionales de otros tantos autores que a alguno podrán servirle, pues creo que sirven.

Y no puedo decir más, salvo las disculpas del caso.

sábado, 14 de julio de 2012

Cojones

Hay modos y modos del coraje.

Está el coraje de los que gritan y patotean cuando van ganando, pobre gente aunque peligrosa. Está el de los que gritan y patotean porque no tienen coraje. Está el de los que no gritan ni patotean, pero hablan con voz meliflua, madura y moderna y mandan a otros a gritar y patotear, gente peligrosa, aunque unos pobres tipos. Están los que gritan y patotean porque saben que a nadie le va a importar que ellos griten. Y así. La lista es variada.

Y están los otros. Poquitos son. Muy.

En San Martín: un pronunciamiento formidable, Aragón se ríe con bronca de los que prefieren un San Martín maleable y maleado. Si no veo mal, se ve allí además que para ser revisionista hay que tener coraje, no ir ganando y fundar un instituto revisionista.

En los Idus de mayo, Aragón muestra que tenía razón. Y mucha. No sólo respecto de lo que pasaba en 1978, para lo cual había que tener cojones, sino para lo que pasó antes -¿terminó de pasar...?, porque hasta en eso tuvo razón.





Madrigal


Habitan esta tierra
tus ojos verdes y tu voz de plata:
oriflamas de guerra
de una batalla dulce a muerte grata.
Tu piel morena existe
y el aire la vistió de sol y alumbra
al mundo y su penumbra:
tan fresca en años vas y nunca triste.
Un día me miraste.
Y ahora, en mi costado,
de la raíz de luz que le sembraste,
tibiamente aromado,
floreciste un dolor enamorado.