Mi madre conserva aquella reliquia que suele dar, año tras año, jugosas uvas pequeñas y oscuras, ocultas en medio de enormes hojas ásperas.
Hace años, y a mi pedido, me dio un gajo de aquella planta. Con el tiempo -y mi suerte- lo creí seco y marchito. Le pedí otro.
El caso es que un día brotaron finalmente ambos y ambos prendieron con los años, para mi felicidad y asombro.
Sé de cierto que si ahora viven es porque sus manos, al hincar el gajo en la tierra, le dieron un destino silencioso de arraigo y vigor casi inarrugables. Yo no podría haber hecho semejante conjuro. Viene con los dedos, con la sangre, con el espíritu. Dios me diera eso…
Hoy, ambas plantas, viven su vida y las veo prosperar.
Me reclama mi madre cada vez que ponga esas plantas en tierra, como debe ser. Y no puedo. Al menos, no puedo todavía. Quién sabe por qué, aunque yo sé por qué, pero no lo digo.
Recuerdo ahora que esa vid está enlazada con mi vida -y con la vida de mi sangre- de un modo que me alegra y me sorprende notar. En todas las casas en las que viví creció un sarmiento de esa vid original y siempre mítica para mí.
No hay forma de verlo en que semejante asunto no tenga un sentido.