sábado, 4 de junio de 2011

No tengo miedo al invierno

Y eso, por dos razones.

La primera es una bonita señora, oxidada, vieja, humilde en sus líneas rústicas, fuerte, silenciosa y cálida: una salamandra.

Llegó de regalo hace unos días de manos de un inesperado benefactor y ya cumple su destino de fuego en la sala.

Ella, los ojos entornados, como somnolienta, pero perspicaz. Y yo soy su paje, su siervo de amor. A su servicio cada momento. Ferviente, el morro -y el corazón- embelesado en sus fauces, alimento su pasión encendida apenas con astillas. Y ella responde con llamas de alegría. Silenciosa, deja crepitar en sordina cualquier ofrenda que le haga. Hace música de la madera, notable. Y al calor de esa luz, y en ella, en la noche apagada y quieta, miro y veo.

¿Cómo puede ella tanto con tan poco? Amor se llama, creo. Y está bien que el amor sea fuego. Y silencio.

La otra razón para no temer al invierno, es una versión de la Tonada del viejo amor que descubrí hoy.

En su invierno, en el agosto de sus vidas, Eduardo Falú y Mercedes Sosa grabaron como por última vez esta tonada.

Oigo esa guitarra que tantas veces fue lujuriosa de tan precisa y segura. Ahora cansina, apenas haciéndose oír, como si fuera folclore, nada más. No ejecutante ni virtuoso. Tocar, nomás. Y ella, la de las inflexiones con intención y potencia, ahorrando esfuerzos que no puede solventar. Y ambos, como sosteniéndose uno en el otro, al paso, lentos.

Me pregunto si al cantarla, si al oír que la han cantado, habrán sentido recuerdos llenos de sol.

En esta tarde de la vida, allí están, como viejos amigos, hablando quedo, despaciosamente, fuera del tiempo.

Y pienso si cuando me llegue el invierno podré decir otro tanto. Y que entonces ya no sea invierno nada. Y todo sean recuerdos llenos de sol.

Cerca de una salamandra, claro, mucho mejor. Y el fuego cerca.