jueves, 27 de enero de 2011

Soledad (II)

Me manda J. unos versos en coplas. Son de José María Pemán. Comentándolos, se ve que la misma palabra soledad resulta habitualmente más agria que dulce al oído. Y en la imaginación.
Soledad

Soledad sabe una copla
que tiene su mismo nombre:
Soledad.

Tres renglones nada más:
tres arroyos de agua amarga,
que van, cantando, a la mar.

Copla tronchada, tu verso
primero, ¿dónde estará?

¿Qué jardinero loco,
con sus tijeras de plata
le cortó al ciprés la punta,
Soledad?

¿Qué ventolera de polvo
se te llevó la veleta,
Soledad?

¿O es que, por llegar más pronto
te viniste sin sombrero,
Soledad?

Y total:
¿qué mas da?
Tres versos: ¿para qué más?

Si con tres sílabas basta
para decir el vacío
del alma que está sin alma:
¡Soledad!
Me crucé, por otra parte y entre otras cosas, con un texto de Thomas Merton en el que hay una idea distinta, contrastante, sin duda. El libro se llama, precisa y paradojalmente, Los hombres no son islas. Tomo tres frases de allí:
Si el hombre no conoce el valor de su soledad, ¿cómo podrá respetar la soledad ajena?

La soledad es tan necesaria para la sociedad como el silencio lo es para el lenguaje, el aire para los pulmones y el alimento para el cuerpo.

Una comunidad que trate de invadir o destruir la soledad interior de los individuos que la componen, se condenará a sí misma a muerte por asfixia espiritual.
Creo que es claro que los opuestos no son los mismos para Pemán que para Merton.

¿Hablarán de la misma soledad?

Y si fuera que no hablan de la misma, me pregunto si acaso haya alguna soledad que sea la soledad epónima: la soledad más propiamente soledad que cualquiera de las otras que llevan el mismo nombre pero no son la misma cosa.

Porque si eso existiera, es el antónimo de esa soledad el que interesa más que cualquier otro.