sábado, 16 de octubre de 2010

Asunto con espinas

Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla (…) Lugones está, por así decirlo, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos (…) Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar la historia, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte.

Esto está al final de un librito de 100 páginas sobre Leopoldo Lugones, que Emecé le publicó a Borges en 1998.

Y esto que sigue es un poema que Ignacio Braulio Anzoátegui, bajo el título Leopoldo Lugones, publicó en Azul y Blanco, exactamente 30 años antes, en 1968.
Se quitó los anteojos y de un trago
empinó la cicuta.
Con un vago
secreto se nos iba, roto el dolor y la cabeza
hirsuta
a medio descansar sobre la mesa.

Se nos iba la Patria. Los antiguos laureles
que él cantara
yacían en el cesto de papeles
y él moría y moría
cara a cara
con la derrota que le consumía.
Los enteros
varones,
los de la lanza de los entreveros,
lagrimeaban entre cuatro velones
el dolor de que eternamente fuera
el caballo del comisario
el que ganara siempre la carrera
sin otro comentario.

El pulso
desvaído,
se nos iba la Patria. Ya el convulso
corazón se nos iba
sin voz y sin latido,
sin un ¡Muera! siquiera y sin un ¡Viva!

Porque ya todo aquello,
todo aquello que él era se lo llevó la Muerte,
las manos aferradas a su cuello:
toda la Patria mustia,
fuerte ya, sí, para llorarle fuerte
bajo las campanadas de la angustia.

Y en estas cosas ando por razones que son en parte del oficio.

No me decido entre lo que voy leyendo –y que me he obligado a leer en parte por asuntos del oficio- sobre Lugones. Y me quedan papeles por ver, bastante.

Más allá de todo, es un asunto éste que se lleva como espina, creo.

Pero.

Por lo pronto, y mientras tanto, me pregunto si no acierta Anzoátegui más y mejor que Borges, al menos en el tono con el que se puede –y se debe- hablar de un asunto con espinas.

Decir lo que hay que decir, sin más. Y no decir lo que no hay que decir, sin más.

Parece, creo, que por alguna razón eso lo hace mejor la poesía que el fraseo; como creo que juzga con más acuidad el poeta que hay en Anzoátegui que el hombre de letras que hay en Borges.

Y no digo que Borges no acierte en las descripciones y en varios juicios literarios.

Pero el hombre real, el Lugones hombre (que era esencialmente poeta, hombre de letras, como Anzoátegui y Borges) es otra cosa.

Y eso lo ve el que puede, no cualquiera.

Pasa tan a menudo que se vea y se entienda tan poco al hombre real y se manipule hasta con maestría el ícono, el emblema. Y así resulte que se hable de Lugones como si hubiera sido un poeta.

En esas cosas ando ahora, mientras toda suerte de asuntos perentorios reclaman con urgencia opiniones y juicios urgentes, si fuera verdad que uno tiene que andar terciando en esas cosas.

Por eso.

Si son asuntos de veras perentorios, podrán esperar.

Además, no vaya a ser cosa que termine pasando que hable el que escribe porque escribe. Y no el hombre.