miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mausolo


Si mi llanto a mi pluma no estorbara
¡oh, Fénix de la Patria!, ¡oh, nuevo Apolo!,
de mi lira te hiciera un mausoleo,
que tu inmortalidad aposentara.

Así vemos que dice -y también en más de una edición (y alguna es edición crítica y erudita)-, el soneto de María de Zayas que puse días atrás.

No seré yo quien vaya a disputarle a esta señora su lira, eso sí que no...

Pero que no rima, no rima; y digan que es licencia, si quieren, pero no digan que es rima.

Salvo que.

Mausoleo es el nombre que por antonomasia se le da a las tumbas y cenotafios. Con el tiempo, viene a ser una de las llamadas siete maravillas del mundo. Y eso por el que está en Halicarnaso, capital del reino de Caria, del cual reino era sátrapa Mausolo, bajo el gobierno del rey persa Artajerjes II, allá por el siglo IV antes de Cristo.

Fue Artimisia, su hermana y esposa (así como se lo digo...), quien por amor a él mandó a construir a su muerte ese monumento funerario que, por el nombre de su inquilino Mausolo, pasó a llamarse, precisamente mausoleo.

Detalles al margen: entonces sí, doña María.

Porque si por mausoleo debería yo entender mausolo, en una sinécdoque abarrocada, rara y extravagante, aunque queda forzadillo el ritmo del endecasílabo, creo que se lo dejo pasar.

Si no, nones.

Usted verá cómo lo resuelve, doña...