viernes, 13 de agosto de 2010

Pronóstico

Día y medio de viento, más o menos prepotente, aunque nada como los vientos mayores de edad, de voz ronca y terrible estatura, los de aquella tierra sin monasterios.

Para mí estuvo bien, igual. No lo suficiente, no. Un aperitivo. Pero tal vez fueron las primicias del viento que se viene. Del que yo espero, siquiera. Es una verdad empírica que agosto suele hacer arrancar unos vientos que llegan hasta octubre, de tanto en tanto, por un tiempo.

Pasa con el viento que lleva cosas, y trae cosas: entonces, que Dios nos guarde el viento.

Pasa también que, cuando viene llegando la primavera, con esos interludios ventosos, las mañanas todavía son frescas y con suerte frías. Como los atardeceres. Lo bastante como para irse saliendo de un tiempo para entrar en el otro, para dejar atrás un rigor y meterse en otro.

Eso me gusta y me sorprende de estas tierras: una como nitidez del tiempo unida por unas especies de mansedumbres y hasta de quietudes. Los rigores de días y noches helados o tórridos, enlazados por esa suerte de benignidades. Y me parece ver además que, en la llanura al menos, los eslabones de los tiempos suelen venir acompañados de ráfagas de viento.

No en todas partes es así, claro. Hay noches sin tiempo y calores que no dan respiro, lluvias de meses o sequías de años. Recuerdo haber estado en lugares donde se ufanaban de que allí hubiera nada más que dos estaciones: la primavera y la del tren. Simpático el dicho, claro que sí. Fino certo punto...

Se me hace que es mejor tener cuatro estaciones. Se me hace que nada más que calor y frío es cosa un poco brutal. Como es paradojalmente inhumano –para el estado de nuestra naturaleza- una primavera continua, o un otoño sin tasa. Creo, además, que eso no le hace muy bien al alma, si no me pide demasiadas explicaciones ahora.

Porque, por lo pronto, están los matices. Y están los asuntos contingentes. Cosas que no necesariamente deben ser. Simplemente pueden ser. Y hay que lidiar con ellas o descansar en ellas. Cuando ocurren e incluso cuando no ocurren.

Verano e invierno existen claro. Pero hay que levantar una proclama sin énfasis desmedido para la primavera y el otoño. Primavera y otoño, por naturaleza, parecen pedir que no se los proclame a los gritos.

A mí me gusta el frío y el calor no me gusta. Pero los últimos días del otoño y los primeros de la primavera tienen una gracia impar.

¿Ni fríos ni calientes sino tibios? ¿Eso dice?

No, no dije tibios. Dije otoño y primavera, que es muy otra cosa. Y digo además que es mejor que haya cuatro estaciones. Ni dos, ni tres. Ni una.

Porque hay de todo en la historia, en la de cada quien y en la de los hombres todos. Tiempos de invierno y de verano, como hay tiempos de otoño y primavera.

Es casi diría de la substancia misma del tiempo. Como es de la substancia misma del hombre en el tiempo. De la historia y de este mundo creado, tal y como está y es hasta que haya cielos nuevos y tierra nueva.

Veo que para muchos es mejor vivir en una sola estación, si acaso en dos, como para que haya alguna variación, digamos, y no por mucho más que eso. En todo caso, si son dos, que sean nítidas.

Pero el caso es que hay cuatro estaciones. Y entonces es más difícil vivir así. Y mejor, aunque no porque sea más difícil.

Es mucho más riesgoso que haya cuatro, se entiende. Mucho más inquietante. Y más si no se puede vaticinar sin más cómo será el próximo verano, ni el próximo otoño, ni la próxima primavera, ni el invierno que viene.

Creo que las cuatro estaciones significan, al menos, que no todo se ha hecho, que no todo se ha terminado. Que los hombres no debemos todavía dar por terminado el tiempo, ni la historia.

Si acaso, un día, Dios mediando, veremos todas mañanas y noches bonancibles, cada una de ellas con sus bellísimas enormidades de cielo y estrellas, sin que haga falta sol y luna, y vientos suaves, como cosechas abundantes, lluvias serenas, sin nada que se seque, se pudra o se consuma. Todas las cosas andarán apacibles ese día y tendrán la gracia de un nacimiento, la robustez serena de una madurez, la solera y la sabiduría de una vejez sin decrepitud.

Si acaso, un día, Dios no lo permita, no habrá sol ni luz alguna y todo será noche. Nada nacerá ni crecerá. Y habrá que saborear la putridez del fango tanto como las ásperas terrosidades de la seca arenosa. Los vientos tajearán hasta el alma con esquirlas de hielo o de plomo ardiente. Y todo allí y entonces será siempre frustrado y frustrante, fláccido y violento a la vez, potente y nauseabundo.

Pero no todavía.

Porque –y por algo será- todavía en el aire y en la historia hay cuatro estaciones, a Dios gracias.

Y todavía sopla el viento.