jueves, 26 de agosto de 2010

Siembra de faros (II)


3. Finisterre


En días que ya pasaron,
en noches que no volvieron,
ya era esta Costa da Morte,
Finisterre de los vientos,
un jardín de huesos blancos,
semillas de marineros;
y era dolor de sus dueñas;
y del amor, cementerio.

Constelaciones de barcas
con cantos a bordo y rezos,
quiebran sus quillas oscuras
como tizones de fresno,
contra las olas furiosas
todas ajadas de cierzo;
farallones, roquedales,
acantilados de miedo,
garras del mar que lastima
con espolones tan fieros.

Barcas grises, grises redes,
ya navegan un silencio
de sal que el agua bosteza,
dejando pena y misterios.


La niña llegó una tarde
(la sal carcomió el recuerdo)
mientras un sol rojo y gualda
sobre un celeste de fuego,
sembraba arreboles tristes
color naranja y ciruelo.

Un manto negro traía,
como su esperanza, negro,
porque unas velas amadas
y tan blancas como besos,
no están en parte ninguna
por la costa o por el puerto.

Toda una luna de noche
sus ojos al mar pidieron
que la espuma le trajera
el blanco de sus deseos.
Toda una noche. Y más noches:
tiempo y tiempos y más tiempos,
la niña en amores ruega
por las redes de su dueño,
por la quilla de su amado,
por su mástil y sus remos.

Nadie pregunta su llanto,
nadie demanda sus ruegos.
Cada día, cada tarde,
en sigilo y como en duelo,
pasan a su lado y callan
mujeres, niños y viejos:
todos miran con sus ojos
al mar callado y austero;
todos le piden que libre
la vida del marinero.

Fue una mañana de un día.
La vio dormida el farero.
Arrebujada, su manto
ya no lucía tan negro;
su boca de las plegarias
parecía estar sonriendo,
y de los ojos cerrados,
que lucían como abiertos,
manantiales de dulzura
brotaban claros y frescos.

Cada tarde, desde entonces,
al encender el lucero
que en el mar vela a los hombres,
se oyó la voz del farero
cantar coplas tan antiguas
que todas ya se perdieron.
Una copla es de tristuras;
otra copla, de consuelo.