lunes, 31 de mayo de 2010

La fin del mundo (II)

Me dice M. que en su recuerdo hay un Gonzaga diciendo jugando y no conversando.

Dice ella que le gusta más su recuerdo que el mío.

Dos cosas digo.

Celebro que haya otro recuerdo parecido. Me mortificaba no haber dado nunca con ese episodio, como no fuera en mi memoria (ahora creo sinceramente que bastante más maltrecha que lo que suponía, aunque nunca fue gran cosa…) Pero habiendo quien lo recuerde, me doy por satisfecho. Nada dice el recuerdo de la veracidad de la anécdota. Ni falta que hace: doy por supuesto que es posible. Al menos, puede ser tomada la cuestión en clave poética, simplemente como verosímil, y ver en eso algo verdadero, si lo hay, que es lo que hay que hacer. Ni más, ni menos, lo que no me parece poco.

Pero digo también que estoy de acuerdo con M., al menos en un aspecto posible.

Si llega la fin del mundo, como rayo que cruza de oriente a occidente, recibirla jugando tal vez sea de un talante de mayor esperanza que conversando. Tal vez el juego represente mejor cierta paz y abandono, junto con cierta garra y ánimo festivo, que le va muy bien a la esperanza. En particular, porque la esperanza no es ningún juego. Y el juego tampoco lo es. La fin del mundo, después de todo, toca nuestra esperanza como muy pocas otras cosas lo hacen.

Juego y esperanza se parecen en eso: ambos tienen entre manos algo en lo que nos va la vida y que es al mismo tiempo algo que solamente en partes ínfimas depende de nosotros. En un juego de veras, para cualquier buen jugador el resultado es casi mágico, aunque confíe en que no le será adverso y juegue según las reglas para obtener el triunfo (porque según las reglas es el único modo compatible con la esperanza, por otra parte…) A la vez, uno deja de jugar cuando deja de ponerle empeño al desempeño, como pasa con la esperanza. Y digo, quede bien claro, que se parecen y no digo que sean idénticos. La esperanza, con todo, no se opone al riesgo, como el juego no se opone al riesgo. En todo caso, ambos cuentan con el riesgo. Y el riesgo, siempre, forma parte de la razón de ser de ambos.

Andar por la vida seguro de que uno ineluctablemente encontrará –tirado en el piso, esperándolo a uno, no al de al lado, claro...- un billete de lotería premiado, es calvinismo. Y, como cualquiera sabe, calvinismo no será cristianismo hasta que no arregle cuentas, precisamente, con la esperanza.

Tenía algo para decir acerca de por qué conversando puede ser sostenido con mucha ventaja y provecho. Pero, ni falta que hace, por ahora.

Mejor es quedarse mirando el fondo del asunto. Después de todo, casas más o menos, no estaría mal recibir la fin del mundo jugando, con la misma intensidad y alegría con las que se conversa de veras, como no estaría mal recibirla conversando, con la misma seriedad y esperanza con las que se juega de veras.