domingo, 30 de mayo de 2010

El corazón del tesoro (III)

El caso es que es posible que los tesoros se superpongan en el corazón. Y más que posible.

Me encuentro la cuestión en parte tratada en el capítulo que C. S. Lewis dedica a la Caridad en Los cuatro amores.

No es lo único que encontré allí, porque gracias a un traductor, me vi obligado a terciar –no sé si laudar, no creo…- en una controversia entre san Agustín y Lewis.

Como los textos son lo primero, cuando se habla de textos, hará bien el amable lector en armarse de cierta paciencia. No puedo prometerle nada, pero creo que el asunto vale su pena. (La versión que estoy citando ahora, está disponible aquí.)

Veamos, entonces.

Lewis considera la rivalidad entre los amores naturales y el amor a Dios, un asunto que, dice y explica por qué, ha venido demorando en el curso de los capítulos anteriores del libro.

Precisamente, un punto fuerte del fragmento que traigo ahora, se funda en un disenso de Lewis con san Agustín a propósito de un pasaje de las Confesiones.

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Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones, debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los victorianos necesitaban algo que les recordara que el amor no basta, teólogos más antiguos, en cambio, decían siempre en voz muy alta que el amor natural es probablemente demasiado.

El peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y amigo, ellos veían un posible rival de Dios, que es lo que por supuesto decía Nuestro Señor (Lucas 14,26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (Confesiones IV, 10). Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como «¡Cuidado!, eso te puede hacer sufrir».

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar el comenzar a amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor? ¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una esposa o un amigo -y ya que estamos en eso, elegiría un perro- con ese espíritu? Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El eros, el ilícito eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad se parece más al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las Confesiones es menos una parte del cristianismo de San Agustín que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las que creció. Está más cerca de la «apatía» estoica o del misticismo neoplatónico que de la caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un sentido especial, Él «amaba». San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San Agustín: San Pablo, el cual no parece que haya sufrido «como un hombre» ante la grave enfermedad de Epafrodito, y da la impresión de que hubiera sufrido del mismo modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2,27).

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega al final a decir: «¿Por qué me has abandonado?»

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre -seguro, oscuro, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. «Supe de ti que eres un hombre muy duro». Cristo no enseñó ni sufrió para que llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos con los seres amados de esta tierra a quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no con el intento de evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a Él, arrojando lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si Él elige el medio para que se rompan, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser desordenados. «Desordenado» no significa «insuficientemente cauto», ni tampoco quiere decir «demasiado grande»; no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente «demasiado». Podemos amarlo demasiado «en proporción» a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser amado de la tierra. Sería muy deseable -por lo menos eso creo yo- que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido; pero el problema de si amamos más a Dios o al ser amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es -al presentarse esa alternativa-, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. Él no dice nada acerca de precaverse contras los amores de la tierra por miedo a quedar herido; dice algo -que restalla como un latigazo- acerca de pisotearlos todos desde el momento en que nos impidan seguir tras Él. «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa [...] y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14,26).

¿Pero cómo he de entender la palabra «odiar»? Que el Amor mismo nos esté mandando lo que habitualmente entendemos por odio -ordenándonos fomentar el resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño- es casi una contradictio in terminis. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se entiende, «odió» a San Pedro cuando le dijo: «Apártate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!» (Mateo 16,23). Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores «odiará» a uno y «amará» al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.

El traductor en la edición que acabo de citar -Rayo ‘una rama de Harper Collins Publishers’…-es Pedro Antonio Urbina, quien acota en nota:
Como traductor no soy partidario de poner notas, pero como admirador de San Agustín no puedo por menos que defenderle de esta interpretación negativa que hace C. S. Lewis de su dolor y llanto por la muerte de su amigo, que, por otra parte, está relatada en los capítulos IV, 7-9; V, 10; VI, 11; VII, 12; VIII, 13 y IX, 14 del libro cuarto; y no se refiere a Nebridio, sino a un amigo innominado, un amigo de la infancia, «mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, "derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Romanos 5,5)... Y de la base humana de esta amistad dice: «¡Oh, locura, que no sabe amar humanamente a los hombres!" Dice: «Había derramado mi alma en la arena, amando a un mortal como si no fuera mortal... Dice: «Bienaventurado el que te ama a ti, Señor, y al amigo en Ti... No me quejo y arrepiento -podría responder él mismo- de haber amado demasiado a mi amigo, sino de no haberle amado.

Parece, pues, como se verá en las líneas siguientes, que se trata de una equivocada lectura de las Confesiones, no de que C. S. Lewis desacuerde doctrinalmente de San Agustín.
Para quien quiera, se puede cotejar el texto de san Agustín. Por lo pronto, lo que dice en ese capítulo que trae Lewis y está en cuestión (IV, 10) es esto (el castellano de la traducción no es muy bueno…):
¡Oh Dios de las virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos. Porque, adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y afuera de ellas, las cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen éstas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición. Sólo esto les diste, porque son partes de cosas que no existen todas a un tiempo, sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas partes son.

De semejante modo se forma también nuestro discurso por medio de los signos sonoros. Porque nunca sería íntegro nuestro discurso si en él una palabra no se retirase, una vez pronunciadas sus sílabas, para dar lugar a otra.

Alábate por ellas mi alma, "¡oh Dios creador de cuanto existe!"; pero no se pegue a ellas con el visco del amor por medio de los sentidos del cuerpo, porque van a donde iban para no ser y desgarran el alma con deseos pestilenciales; y ella quiere el ser y ama el descanso en las cosas que ama. Mas no halla en ellas dónde, por no permanecer. Huyen, ¿y quién podrá seguirlas con el sentido de la carne? ¿O quién hay que las comprenda, aunque estén presentes? Tardo es el sentido de la carne por ser sentido de carne, pero ésa es su condición. Es suficiente para aquello otro para que fue creado, mas no basta para esto, para detener el curso de las cosas desde el principio, que les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en tu Verbo, por quien fueron creadas, oyen allí: "Desde aquí... y hasta aquí."
Creo, por mi parte y en principio, que en el punto de controversia le doy la razón a Lewis, con no menos temblor que el suyo en lo que a san Agustín importa.

Especialmente, en la interpretación de lo que sostiene san Agustín en el capítulo X de ese libro IV de las Confesiones, aunque no se puede llegar allí sin pasar antes por los anteriores capítulos, cosa que apunta bien Urbina -con cierta insolencia, creo-, más allá de que señala con razón que Nebridio no es –no parece ser- el amigo muerto del que habla Hipona.

Sin embargo, hay un asunto ¿lateral? que no puede pasar así como así porque es muy grueso. Y no es la primera vez que Lewis se refiere a ese asunto en sus obras, según mi recuerdo. El punto, mal entendido, es un disparate mayúsculo y es sumamente peligroso.

Se parece al tópico romántico que sostiene que no hay faltas por amor, se parece a una torcida interpretación de la indulgencia de Jesús hacia María Magdalena. Se parece a una cantidad de subterfugios, es verdad.

Pero creo que lo que dice está en relación directa con lo que da origen a todo esto: donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón.

Lo que Lewis establece está condensado en este párrafo:
Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. «Supe de ti que eres un hombre muy duro».


En lo que todos estaremos de acuerdo, sin embargo, es en que hay que detenerse aquí, por ahora.