jueves, 31 de diciembre de 2009

Veinte años

Mi padre cantaba. Mucho. Había hecho una carrera desde chico en esas cosas y la interrumpió abruptamente. Pero era bueno en eso. Tenor de joven, barítono después, cuando ya cantaba porque sí y para sí. Ya podrán los paladares de gourmet decirme que si esa coloratura y ese tal por cual y el otro que trina el treno. Uf.

El caso es que papá cantaba. Y silbaba. Mucho también. De tan musical que era, componía versos y era bastante bueno también allí, aunque, con la escuela jesuítica a las espaldas, le costaba pasar por alto tropos y recursos. Pero tenía buen gusto, debo decir, por lo que recuerdo, porque murió relativamente joven. Había hecho letras y le gustaba ponerle melodías a las cosas que había leído. Hay que decir también que sus letras, como la carrera lírica, se cortaron de pronto. Quedaron de ambas cosas magníficas hilachas. Pero hilachas. Pero magníficas. Pero hilachas. No pude aprovechar lo que hubiera querido, porque cuando él se iba, yo llegaba. Con todo, hace treinta años que murió y todavía hallo cosas suyas muy de tanto en tanto y de veras valen la pena.

Pero.

Cuando íbamos a Córdoba –fue así hasta mis 17 años- cada verano, se juntaban los tres hermanos: una solterona, un cura y el menor, papá. La primera cosa después de acomodar las maletas en la casa, era irse al piano ella, al violín el cura y papá en un sillón verde oscuro de cuero, en la penumbra del cuarto más fresco de aquella casa. Nosotros, los chicos, alrededor. Y empezaba el concierto. Primero se desentumecían los dedos de la pianista durante una media hora con piezas triviales, como de Mozart (no se pongan así…, sé lo que digo) o zambas de Ariel Ramírez. Mientras, el violín crujía afinando. Papá, mudo, las manos entrelazadas a la altura de la boca, los codos en los apoyabrazos, reposaba; se sacaba los anteojos, los ojos entrecerrados oyendo a su hermana. Al fin, ella se daba vuelta y miraba a mi padre: “¿Vamos…?”, preguntaba críptica y papá, sin moverse de su posición, asentía. Así era cada vez. Y empezaban. Ella cantaba mirando el teclado, mirando a un punto indefinido cuando levantaba la cabeza y mirando a la gloria del canto en ese trío, que era su hermano menor. Modulaban al principio, aunque parecía que cantaban, como si ensayaran. De pronto, con un acorde del piano que parecía una contraseña, se terminaban los aprontes y arrancaba una cosa en serio. Así por un rato. Y por las noches o cuando había un hueco otro tanto. A veces, cuando estábamos en la casa de las sierras, se hacía sobremesa bajo las estrellas, se apagaba el farol y empezábamos otra vez. Y empezábamos porque entonces los demás, especialmente mi hermana mayor y yo, podían acompañar. Y aprender. La sierra silenciosa se llenaba de dos, tres, cuatro voces armonizando a capella canciones viejas, italianas -bastante dialecto norteño- y españolas o argentinas, algo en alemán. Una cosa rusa que entonaban. Bromas líricas algunas, melancolías suyas otras. Cualquier cosa pasaba por el tamiz de las armonías, aunque fuera una marcha militar que terminaba pareciendo un madrigal o una po´lifonía del XVII. Y así por hora, hora y media. Cuando se daba el fin de fiesta, todos a dormir, menos mi padre que se quedaba en una reposera de tijera, en silencio bajo las estrellas, no sé hasta qué hora, porque yo era de los que tenían que acostarse.

En esas ocasiones, como en otras musicales (tal vez en algún concierto, u oyendo algo en disco o radio), papá, en algún momento, mirando con los ojos entrecerrados, solía decir: “Daría veinte años de mi vida por tocar así…”, y se refería al instrumento del caso, especialmente piano o guitarra, que eran sus preferidos. Cantaba y escribía pero apenas si tocaba algo. Pocas veces lo vi al piano y menos veces con una guitarra en la mano.

Creo que uno de los nombres del cielo para él era la lira literal: poder tocar con arte algún instrumento.

Ya lo he dicho alguna vez en esta bitácora. Durante años oí aquella frase. Muchas veces la repetí. Creo que hasta que murió, acríticamente. Después, creo que es natural, la pensé. Hace treinta años que solamente la he usado como si dijera al revés. Muchas veces la he analizado con otros, para decir qué se me hace que lleva ese deseo en sus entrañas. Y por qué tomarla al pie de la letra es tan peligroso. No sólo porque es peligroso tomar sólo la letra de algo y no su espíritu. Sino porque en el espíritu de ese dictum paterno algo hay que no está del todo bien.

El sentido y valor tópico creo que se entiende y con cierta facilidad. Dar algo a cambio de algo. Dar algo valioso y muy querido a cambio de algo tan valioso como apreciado. No es raro. Es natural. Casi diría que es la extensión de aquello de vender todo lo que se tiene y comprar el campo donde está enterrado un tesoro. También vale como oblicua exclamación admirativa cuando uno se delita tanto con lo que otro hace bien, que daría algo propio y querido por poder hacerlo y hacerlo así. También podría sonar como una admiración y deleite superlativos.

Bien. Fácil de ver.

Pero en el espíritu de aquella expresión había algo que no era tan fácil de ver. No se aplicaba a un género, se aplicaba a una especie de cosas y casi a un individuo determinado: hacer una determinada cosa. Y no es solamente querer hacer algo, que así dicho hay quien quiere haber nacido en otra época o no ser quien es. Se trata, en el caso de la frase, de querer hacer algo posible de hacer para uno, se entiende. Poder hacer algo y dar veinte años de la vida para lograrlo. Por eso. Casi diría que lo más peligroso de aquella frase que tantas veces le oí a papá es que era (parecía ser, siempre oí que era) literal.

Daría veinte años de mi vida.

Mire usted. ¿De veras?

En fin: veremos.