jueves, 31 de diciembre de 2009

Veinte años (III)

Pues, bien.

Otro año. Pasó. Y viene uno más.

Años del calendario, por cierto: Chronos puro.

Lo demás es Kairós.

(Vi que para los psi, Kairós es insight. ¡Qué tiernos son! ¿Nunca dije que los psi no me caen bien? ¿Sí lo dije? Ah…)

No es igual. No es lo mismo, para nada. Me refiero a Chronos y Kairós, claro.

Chronos, por ejemplo, está diciendo ahora mismo cosas extrañas sobre lo que soy y la edad que tengo, o sobre los años que he vivido, los que he ganado. Y los que he perdido. Y se arroga un saber sobre mí y sobre mis cosas que no tiene en absoluto; y ni qué decir de lo que cree saber acerca de la historia. Mide y habla de medidas como si la pura y dura medida por sí nos hiciera alguna mella. Pero Chronos es Chronos, qué remedio. Él debe de haber inventado frases estúpidas sobre el tiempo, como eso de que el tiempo es oro, o eso otro de que a los males los cura el tiempo, o eso de que no hay que perder el tiempo (pronunciado como lo pronuncia él, siempre goloso y fagocitador de toda cosa, con la excusa de que él es el tiempo…)

Chronos mide y hace estragos al medir, pobre. Cree que es la misma materia y forma del tiempo.

Casi como el hijo mayor de la parábola del pródigo, refunfuña ante Kairós y más refunfuña ante el Señor de cada Instante.

Habrá sido él quien le habló al oído a Abraham cuando le hablaron de que sus hijos serían como las arenas del mar, y también a la incrédula Sara cuando le dijeron que iba concebir. Tiene que haber sido él el que empujó la espada de Pedro en el huerto. No pudo ser sino él el que le calentó la cabeza a Judas. Pobre Chronos. Si supiera que es la mitad, si acaso, del tiempo.

Si él supiera lo que, por ejemplo, sabe Kairós sobre los veinte años que hubiera dado papá por tañir un instrumento. Pero Chronos no entiende frases así. No sabe qué significan en el corazón de los hombres ni los veinte años, ni la semana, ni los minutos.

Él los mide, los pone en fila como patitos y los hace marchar. Sincronizados, claro. E intenta que suframos por eso (o que nos alegremos, a veces), por el transcurso a secas, mecánico y fatal, como si no hubiera en el paso del tiempo nada más que una extensión mensurable.

Chronos no conoce alegrías o tristezas. Entiende los fuegos artificiales porque es 24 de diciembre a las 23 horas, ó es 31 a las 12 de la noche. Sabe de las lágrimas porque es un aniversario. Sabe de la ansiedad porque cuenta los segundos para atrás hasta la hora convenida o fijada. Conoce la alegría cuando ve que es mi cumpleaños en el almanaque o porque el partido que voy ganando terminó cuando el cronómetro marcó el final. Pobre Chronos.

Mi Kairós habla otro dialecto, a Dios gracias. Apenas si ve las hojas de abajo del almanaque. Le gustan más las de arriba, claro: paisajes, pinturas, hasta frases insólitas. Es comprensible. Es Kairós. Es lo más parecido al tiempo humano; es el tiempo humano en realidad, es la substancia del tiempo humano, por tiránico que sea su vecino Chronos. De su materia está hecha el mundo y nosotros. Y yo.

Kairós sabe algo de hojas verdes o secas, sabe de frutos y flores, sabe de la desesperación o del éxtasis. Los conoce, desde adentro (sin insight, amigos, sin insight…); Kairós ve mientras Chronos solamente camina. Kairós respira y llora y ayuna y se demora y quiere la eternidad del abrazo, del beso a la frente del hijo, la plenitud de la fiesta, la eternidad del encuentro y del desencuentro.

Kairós -creo al final que fue él- le dijo a mi padre que dijera que veinte años de una vida bien pueden usarse como moneda de cambio, que veinte años son nada porque son mucho y son mucho porque son nada (lástima que el tango Volver diga otra cosa…); se lo dictó, creo, irónicamente. Le dijo que la felicidad tiene algo de eterno, de acrónico. Le dijo, cada vez que papá decía aquello, que es así la eternidad: el instante, el intenso y alto y hondo instante.

Y es así con cada cosa que toca y bendice Kairós.

Después, si acaso, volveremos a ello con el corazón, recordaremos y la felicidad –y a veces la pena misma- de entonces será la substancia de la que volvamos a sentir al recordar. Pero Chronos no estará allí, casi. Volveremos allí de la mano de Kairós, como nuevos y estrenando el afecto o la emoción o la admiración y la sorpresa, no importa el tiempo que haya pasado.

Y un día, también de la mano de Kairós, seremos conducidos y estaremos –ya no será volver, discúlpeme, don Platón…-, cara a cara con aquella cara que fue nuestra dicha; cara a cara con aquella voz; cara a cara con aquella calle –sí, Dolina, de verdad será…-; cara a cara, incluso, con aquello que alguna vez Kairós nos quitó de adelante y no pudimos alcanzar o ver.

Y entenderemos.

Y entonces Chronos, al fin, espero, entenderá.