martes, 22 de diciembre de 2009

Fin y principio (II)

Otra vez, por un tiempo breve, anduve la tierra sin monasterios. Trabajos con los hombres y las historias de los hombres.

Esta vez tuvo que ser el noroeste de aquellos parajes, por la montaña, los lagos y los bosques. Peor, en cierto sentido, por esa belleza evidente, ese estallido de retamas en incendio y flores, ese vigor de enormes árboles frescos y viejos, el brillo hondo de lagos azules y las nieves serenas, mallines de pastos tiernos y reverdecidos, entre moles de piedra nueva en los siglos del mundo.

Así no vale, pensé. La estepa y los desiertos, las costas huérfanas de todo, menos de vientos temibles, las ondulaciones yermas y casi anodinas, no tienen reparo para la vista y el corazón, no dan respiro casi en su nada de nada. Son casi la intemperie en sí misma. Son -siquiera para el que puede ver- como los huesos de la belleza, sin la carne ni el color de la belleza. Así no vale, pensaba. Es trampa. Es más difícil integrar al mundo y a la historia de los hombres la sola naturaleza cuando se amansa de ese modo que fulgura y con esa majestad, como pasa en la montaña y el bosque y el lago. Muy difícil es. Da la tentación de separarla de la historia y hacerla puro paraíso.

Hay que hacer allí un esfuerzo de atención para entender que los parajes deliciosos de la montaña de piedra y pinos, de nieve y lagos, son también la casa del hombre, no solamente la casa de los ángeles del mundo, ángeles viriles y montañeses, a la vez que de fina estampa, de maneras discretas. Y ahora que digo esto, se me hace que hasta los ángeles de la estepa son distintos, con sus vestes pardas y ceñidas a la cintura con un cíngulo de esparto gris u ocre, sus pies descalzos, sus ojos más oscuros y entrecerrados, catando el viento y el polvo del desierto y la estepa, erguidos sobre los promontorios de cara al mar helado, no menos alegres, aunque más cerriles, valga la paradoja.

Allí están, sin embargo, los hombres de las lacustres montañas emboscadas, tan hombres como los otros también ellos y tan huérfanos de monasterios como los que trashuman la estepa y el desierto. Y más, tal vez, como pasa siempre: quizá porque unos creen que si hay semejante belleza no hace falta tanto el espíritu, mientras los otros quizá sienten que difícilmente haya necesidad del espíritu sin la belleza evidente.

Miraba desde la altura que da el vuelo sobre aquellas tierras. Vista así, como se la ve desde los 10.000 metros, vi una patria quieta y dormida, armónica y variada, serena, a la semiluz de la tarde, mientras entraba la noche al cielo de este mundo.

Pero viniendo de aquellos hombres, y de las historias y trajines de aquellos hombres de las tierras de bosques y retamas, sentí que veía la patria maniatada, muda, enmudecida. Parecía dormida, tanto como inerme. Inerte con inercia, como rodando el mundo, ocultando el vacío o la desdicha, la frivolidad o el mal. Así la patria y casi todo lo que hay en ella: lo que es menos que ella y lo que es más que ella.

Ah, el hombre, los hombres…

Esa forma que tenemos de hacer que las cosas que rotan y se suceden sean una forma anómala de fin, incluso cuando se postula que no habrá fin alguno, que el fin no importa. O también cuando se postula que el fin es inminente o cuando se siente que el fin es lo único que importa. Los filósofos, en algún caso, lo podrán llamar inmanentismo o historicismo; lo podrán llamar de otro modo los teólogos y de otro los gurúes. Pero ciertamente que en cualquier caso es una actitud del espíritu frente al fin. Y frente al principio, claro, porque nadie que se enfrente al fin deja de lado el principio. Y eso define la cuestión de un modo serio y hondo, mucho más que lo que uno cree.

Cualquier lugar, cualquier situación, por trivial que fuere, lleva eso hincado. La tierra sin monasterios, también. Y la patria entera que la contiene, también. La estepa y el bosque, el mar y la montaña, los hombres y su historia, por mínima que sea, por poco que cuente, todo lleva el fin como una divisa invisible. Y todo habla del fin: lo que se piense sin pensar respecto de eso, lo que se diga sin saber que se lo está diciendo, lo que se crea estar diciendo respecto de eso.

Qué suerte, me decía con cierta tristeza y socarronería, que el año que miden las hojas del almanaque nos crea la ilusión de que algo se termina y algo empieza, en un retorno casi eterno, indefinido. Qué suerte, pensaba, que esa rotación sucesiva nos crea la ilusión de un círculo que no para de rodar y nos hace creer que podemos postergar todo hasta que todo empiece otra vez, sin gravamen ninguno, dispendiosos del tiempo, de las vidas de los hombres y sus cosas, sin que haya que tener ni desesperanza ni esperanza, sin el apremio -ni sereno ni histérico- de que una vez, alguna vez, habrá fin.

Qué suerte poder pensar y sentir que el fin no existe y todo anda sin principio y fin, aunque nada tenga que andar sino simplemente rodar porque no hay principio y fin. Y qué suerte, también, claro que sí, pensar que el fin es inminente y que por más que todo siga rodando ya dejará de rodar porque llega el fin, así que no importa que ruede.

Pero qué difícil lo otro.

Levantarse cada mañana y estar de nuevo al principio y conservar el entusiasmo del principio y poner el pie en el suelo haciendo empezar de nuevo no solamente el día, sino el mundo y tener que ocuparse de eso cada día y cada vez como si no hubiera fin, sabiendo que hay fin y conservar la alegría del fin, tanto como la del principio.

Y todo eso andando el tiempo y la historia de los hombres hasta que llegue el fin.