lunes, 16 de noviembre de 2009

Melisma

Hace ya tres años que hablé por aquí de los chantres corsos.

Casualmente para esta misma época. Y, lo que son las cosas, también como entonces Gregorio andaba en sus cosas de fútbol. Ahora va más estilizado en su porte y en su juego, aunque igual de festivo y alegre de correr una cancha grande, balón al pie, botines, arco enfrente. Hace de esas cosas un juego y un arte a la vez. Cosa seria, diría Chesterton.

Pues que le dure, porque son pocos los que pueden hacer eso con las cosas de la vida, con su vida misma. Que le dure.

La cuestión es que revisando archivos, volví a toparme con aquellas músicas, cuánto me alegro…

La tardecita –decimos por aquí– era propicia: cálida pero con vientecito, tranquila.

Puede uno volar un poco por el mundo. Irse a Córcega, si quiere, a la iglesia de Pianellu, y oír un Kyrie, de una Misa de los Muertos, cantado por aquella Cunfraterna di a pieve di a Serra, memorable.



O tal vez más atrás, incluso. Y darse una vuelta por el canto parisino del siglo XII y XIII y oír un “sencillo” Benedicamus Domino (es toda la letra), de la Misa de la natividad de la Virgen, cantado por un director de coro bizantino de Grecia (porque no había franceses que supieran cantar el canto parisino…), en el convento de Corbara, también en Córcega.



No me quejo, mire.

Ni de los franceses que olvidaron, ni de los corsos que recuerdan. Ni de los corsos que recuerdan que los franceses olvidaron, ni de los franceses que olvidaron que los corsos recuerdan. No me quejo de cosa alguna, en realidad.

Los corsos cantan y los demás oyen. Y listo.

Oigo, asiento, paladeo. Los casi 10 minutos que dura el melisma.

Y hago como Gregorio, me parece.

Aprendí eso de él, creo: al final del partido pregunto cuánto salimos. Al final, si acaso pregunto.

A quién le importa cuánto salimos…