lunes, 30 de noviembre de 2009

La vida bona

Parece cosa de lo más averiguada que la danza conocida por chacona va de América a España y de allí a Italia, principalmente, aunque hay ejemplos famosos lejos del Mediterráneo, como Bach, por caso.

De América dicen que salió y más específicamente dicen algunos que de algún sitio entre el Golfo de México y el Caribe. Otros, en cambio, parece que con fundamento se la endilgan al Perú. Y más exactamente dicen que, aunque indiana por el origen territorial, era más bien cosa de negros y mulatos. Cosa lasciva dicen que era este baile, que parece que se danzaba meneando no solamente las tabas. Algunos la llamaban directamente la mulata indiana, fíjese usted lo que le digo.

Supongo que así sería. No encuentro -porque no tengo a mano- ninguna chacona entre la música vieja del virreinato, pero sería cosa de ver de qué trata tanto asunto. Sí he visto que algunos han estudiado la quisicosa. Allí están para testificar Lope de Vega o Cervantes, Quevedo y hasta el adusto don Luis de Góngora, a quien le atribuyen estos versetes intitulados La chacona a las sonajas:
¡Oh qué bien que baila Gil,
Con las mozas de Barajas,
La chacona a las sonajas,
Y el villano al tamboril!
Fue a Madrid por san Miguel
Y el demonio se soltó,
Que chaconera volvió,
Si iba villano él.
Salgan cuatrocientas mil
Que con todas se hará rajas.
La chacona a las sonajas
Y el villano al tamboril.
Un olmo, que el son agudo
En medio el ejido oyó,
Con las hojas le bailó,
Ya que con el pie no pudo.
Con airecillo sutil
Las altas movió a las bajas.
La chacona a las sonajas
Y el villano al tamboril
Baile tan extraordinario
Nadie le ha visto de balde;
Varas le costó al Alcalde
Y bodigos al Vicario;
El capón del Alguacil
Ha gastado sus alhajas.
La chacona a las sonajas
Y el villano al tamboril.
"...con estas acciones gesticulares y movimientos lascivos de las chaconas, en tanta ofensa de la virtud de la castidad y el decoro, so silencio de las damas", dice Lope en La Dorotea y, anotando una edición de La gatomaquia lopesca, dice la argentina Celina Sabor de Cortazar de la chacona que menta el Fénix: baile popular de carácter desenfadado, como la zarabanda, el polvillo y el zambapalo. Se acompañaba con castañetas, sonajas y panderos, y con meneos indecentes. La letra, también picaresca, terminaba en estrofas con un estribillo que generalmente era: "El baile de la chacona/ encierra la vida bona". Era baile de gente baja, negros y mulatos, pero poco a poco fue ganando las clases principales. Moralistas y gobernantes clamaban contra esta danza (como Los gatos canos del v. 208) por su carácter lascivo y provocador.

Ahora bien.

Difícil imaginar el motivo de tanto denuesto y alboroto si uno se pone a oír a Maurizio Cazzati, a Tarquinio Merula, a Antonio Bertali, o a Andrea Falconieri (o Falconiero), todos los cuatro italianos y de entre los siglos XVI y XVII, cada uno con su respectiva ciaccona.









(Hace un tiempo, hasta un servidor le hizo los honores a la afamada chacona, cuando di con una pieza de Telemann y sobre ella hice un intento de compás, no con notas, sino con palabras, aunque tratando de seguir la melodía del alemán, pieza que dejo ahora asentada para mejor entendimiento de los presentes.)



Curioso asunto; sí, señor.

Me pregunto, entonces, cuánto tendría de vituperable aquello que tan grandes hombres reprobaban. No lo dudo, ni lo niego. No lo sé, simplemente. Pero me pregunto también cómo ocurrió que se tomara en cuenta a la danza mulata con semejante prontuario y de dónde les vinieron las ganas para hacer de ella lo que resultó siendo. ¿Será que una cosa y la otra, aunque de nombre igual, fueron cosas muy distintas y una chacona no tiene ni rastros de la otra?

Me pregunto igual cómo habrán hecho para tomar materia tan vilipendiada y dizque innoble y hacer una obra tan barroca como creo que bella. Qué habrán visto detrás de los tales meneos y cómo los habrán sorteado para llegar a algo evidentemente menos carnal, y por cierto más estilizado (no quiero decir, a propósito, refinado…), algo que se me hace más representativo del espíritu encarnado que de la carne sola.

Y me pregunto más cosas acerca de qué es lo que hace que eso sea posible. Porque no fue aquella transmigración de la chacona la única ocasión que hubo de hacer un buen cocido, aunque lo calentara uno con boñigas. Y me pregunto si volvería a ser posible, hoy por ejemplo, tomar una lambada o una cumbia villera y hacer de eso música de concierto. Y me pregunto, en caso de que no fuera ya posible, por qué no lo sería. Y me pregunto si…: ¡pero basta, hombre!

No se puede oír música con tanta pregunta. No se puede pensar con tanta pregunta.

No se puede vivir con tanta pregunta.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Garúa

Llueve tímidamente. El agua fina
pule tan finamente todo. El aire
huele a mundo sin mal, sabe a misterios.
Hay un zorzal. Murmura sus monólogos
en la cumbre de un tilo que gotea
esa nostalgia atroz. Bajo este cielo
caben el viento, abismos y las águilas,
la noche inquieta, fiestas, las cenizas,
la soledad, el mar, un llanto, el vino
y el pan, la sierra verde, fuegos, horas,
tempestades, arrojos, alhucemas,
los nombres mudos, guerras, niños, cantos.
Bajo este cielo todo cabe. ¿Todo?
Llueve luz. Hay un cielo sobre el cielo.


miércoles, 25 de noviembre de 2009

Don José: In Paradisum

En la antigua Misa de Requiem, hay una antífona que se canta cuando el féretro sale de la capilla, tras los funerales, y va camino a la tumba.



El texto de la antífona, que se conoce por sus dos primeras palabras, dice:
In paradisum deducant te Angeli;
in tuo adventu suscipiant te Martyres,
et perducant te in civitatem sanctam Jerusalem.
Chorus Angelorum te suscipiant,
et cum Lazaro quondam paupere
aeternam habeas requiem.

Al paraíso te conduzcan los ángeles,
a tu llegada te reciban los mártires
y te conduzcan a la ciudad santa de Jerusalén.
El coro de los ángeles te reciba
y con Lázaro, el que fue pobre,
tengas el descanso eterno.
Con su mirada fresca, los ojos abiertos y festivos detrás de sus anteojos, su media sonrisa celebratoria, mi buen amigo habría celebrado y gustado estos versos. Ni una palabra de más, ni una de menos. Pero por cierto ningún párrafo de apologética por docena. Ni un discurso sociológico, comparativo, inmanentista, historiográfico o historicista. Es, al fin y al principio, una antífona. No es un cajón de fruta donde pararse. No es una bandera que haya que hacer ondear. Es una antífona.

Al salir de su propio funeral, ya en la calle, habría dado unos pasos firmes, erguido sin petulancia, cómodo en la existencia del cielo y de la tierra. Tanteando el bolsillo interior de su infaltable saco (el bolsillo cigarrero, claro…), habría hecho sus elegantes gestos mecánicos del fumador, y, acaso con una mirada de sorpresa, in media res, habría dicho: “¡Vive Dios! ¡Qué maravilla es esa antífona…!”

Y habría seguido muriéndose en paz. Hasta quedar completamente vivo.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Don José

La primera ginebra que tomé en mi vida, me la convidó un caballero. No. No dije “un caballero…”

Dije un verdadero caballero.

Tenía yo 17 años y él más de diez que los míos. Yo empezaba mis Letras y él coronaba las suyas, que ni falta que le hacía, creo. Estábamos en el bar de la facultad y él tenía acceso regio al licor que la universidad vedaba, con cierta vacuna estolidez. Y se lo merecía. Al menos el posadero tenía buen sentido y sabía distinguir a los hombres distinguidos.

Tan jovial y rotundo era, tan noble y sereno. Además, fumaba Particulares 30, que siempre fue cosa respetable y de apreciar. Recuerdo un conejo a la cacerola memorable, una noche sin tiempo, en su casa. Entre la primera colada y la segunda del animalito en sus hortalizas, regada la mesa de bon vin, y ginebra en porrones sucesivos, leímos poemas mutuos hasta la madrugada, hombre anfitrión y pródigo; mirábamos, con su mujer de testigo, los dibujos que él hacía, las letras que dibujaba con maestría, los diseños de los muebles que había fabricado, los planos de la casa que había remodelado, y todo sorteando el sueño de sus hijos chicos por entonces, yendo de cuarto en cuarto para ver aquello y esto, como un trío vagabundo en una especie de viaje por la ciudad callada y dormida que era su casa.

Era un señor. ¡Qué feliz estoy de haberlo conocido y de haberle tenido tanto cariño a semejante bondad de alma! Se merece el cielo, fíjense lo que les digo. Y me alegra tanto saber que seguramente allí está ahora, después de dolores lacerantes y hondos, que jamás vi que se le volvieran agrios.

Se me acuerdan ahora aquellos versos de Marinero en Tierra que Rafael Alberti le hizo a Garcilaso y que se le aplican al buen amigo que se nos murió anoche.
Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.

Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
que buen caballero era.

¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
que buen caballero era.
¡Qué homenaje nos ha hecho este buen hombre con su paso por este valle!

En el primer número de aquella revista entusiasta, que hace tiempo no mento por aquí, y de la que él participó con el entusiasmo de un príncipe y la humildad de un verdadero rey, dejó escritos unos versos que pongo ahora aquí como envío.

Tal vez con un sentido del humor tan fino como benévolo, puso en aquel poema que era un poema por amor, dos epígrafes. Uno, del De docta ignorantia, de Nicolás de Cusa: La precisión de la verdad luce de un modo incomprensible en las tinieblas de nuestra ignorancia. Y otro de La decadencia del analfabetismo, de José Bergamín: Cuando llegamos al fondo es cuando vemos que es superficial.

Tus repliegues uno a uno desdoblando
penetro ansioso con ojos que no ven
ni el andamio, ni el soporte, ni el sostén
que para mí te has ido apuntalando.

-Ciego soy.

Y… cuando al fondo tuyo voy llegando
me abruma no haberlo descubierto cien
mil veces otrora, o antes, más que ahora, amén
de que hay más, mucho más, que voy tanteando.

-Ciego voy.

Pueda yo descubrir dentro mío algo así
de tu mano, con tu lumbre, el pedernal
horadando hasta la veta que haya en mí…

-Luz de ti.

Ya recóndita, ya profunda o abismal…
¡mas que vea lo que yo hasta ahora nunca vi
o arda una pavesa en mi yesca banal!

-Ciego fui
-que no vi
-que era así.

No tengo modo –ni ganas– de explicar ahora el bien que le ha hecho este buen hombre a sus alumnos de tantos años, a sus amigos, a tantas gentes, y todo en un silencio que lo honra todavía más.

Y no puedo –y no quiero– evitar la felicidad que me da recordar su discreción, su generosidad, su valiente mansedumbre.

Fue un buen caballero. Tiene razón Alberti.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El Rey que viene

Denethor II era un hombre noble y grande, senescal regente de Gondor, más exactamente el 26°.

En Gondor, el último rey anterior a Elessar-Aragorn había sido Eärnur, en el 2050 de la Tercera Edad, y su senescal fue Mardil, el primero de los regentes del reino de una línea que duró más de 900 años, que se había hecho hereditaria y que por ello recibió finalmente Faramir, en el 3019, cuando Denethor, su padre, murió arrojándose a las llamas y al abismo de su desesperación.

Estos senescales regentes fueron instituidos en un principio para evitar contiendas de pretendientes al trono de los herederos de Isildur, cuando el rey Eärnur cayó en manos del señor de los Nazgûl y desapareció.

Por raro que parezca en hombres de semejante estatura, como la gran mayoría de sus antecesores Denethor no esperaba la vuelta del Rey, pese a que su cargo de senescal regente tenía ese término preciso: senescales regentes hasta el regreso del Rey. Durante muchos años, Denethor sospechó siempre de Gandalf e incluso cuando supo de Aragorn le temió, creo que lo odió y envidió en parte y lo apartó finalmente todo lo que pudo de Gondor.

Era un hombre grande y sabio, pero sentía que Gondor le pertenecía y quería perpetuar su casa –naturalmente provisional en relación con el reino–, a través de su hijo preferido, Boromir. El propio Boromir estaba imbuido de esa doctrina y, mal que bien, también él quería la grandeza de Gondor… bajo los senescales, no bajo el Rey. No esperaba al Rey tampoco él y también receló a Aragorn cuando supo que el trono de Gondor era su herencia. Al momento de morir, sin embargo, la nobleza y grandeza de Boromir le permitieron ser quien realmente era y reconoció a su señor.

El asunto, entonces, es el Rey que viene.

Y, entonces, el asunto es también si los senescales regentes lo esperan realmente, y ansían su Venida para entregarle el reino que quedó a su cuidado de ellos, precisamente, hasta que el Rey vuelva.

A dos cuestiones difíciles tuvo que enfrentarse Denethor.

En primer lugar, como sus antecesores, tenía un sus manos un reino nobilísimo entre los hombres, pero no era rey. Y debía recordar que no lo era y esperar al Rey que vuelve. Y ya fuera porque amaba reinar aun sin ser rey o porque amaba la grandeza de Gondor más que al Rey que la hacía tan noble, no creía que el Rey fuera a volver, como muchos de sus antecesores y contemporáneos.

En segundo lugar, Denethor era hombre sabio y grande en dones. Tenía la capacidad de ver más allá de lo inmediato y era en ese sentido un gobernante de fuste. Pero en aquello que era grande fue probado: su misma mirada fue obnubilada y de allí su desesperación. Probablemente la muerte temprana de su esposa, Finduilas de Dol Amroth, lo sumió en la amargura, la tristeza y el silencio. Como probablemente un celo amargo por conservar la dignidad de Gondor (sin más rey que los senescales…), lo obligó a frecuentar uno de los 7 Palantiri para descubrir y anticipar los planes de Sauron.

Tal vez convenga recordar al paso que estas esferas de cristal eran obra de los Noldor, hábiles en tantas obras con metales y piedras, muchas de las cuales fueron peligrosas para los hombres o mal usadas, como los Silmarilli.

Precisamente era Sauron quien había quedado, después de idas y vueltas, en poder del Palantir mayor que había robado de Osgiliath; y precisamente era ése el que en cierto modo controlaba a los 6 restantes, y por cierto al que frecuentaba Denethor, con su pasión desordenada de cierta omnipotencia.

Es cosa curiosa. Sobre el fin de sus días, ya en medio de la Guerra y prestos a combatir en la decisiva batalla de los Campos de Pelennor, una de las últimas visiones de Denethor fue la de una flota de Corsarios que remontaba el Anduin con rumbo a Gondor, para sitiarla por agua. Esa escena probablemente desesperó aún más al senescal y le hizo pensar y sentir que todo estaba perdido pues, atacado por todas partes y de tal manera, Gondor no se salvaría. De allí que, creyéndose sin hijos que lo sucedieran y con semejante prognosis (y sin esperar al Rey…), el suicidio le pareció la única salida. Como Sauron podía controlar las visiones, seguramente le ocultó la verdad sobre esa flota. Denethor, al fin, se arrojó al fuego con la piedra visionaria en la mano, todo un símbolo.

Es el caso que en Orthanc, la torre en la que gobernaba y vivía Saruman, había otra de estas piedras visionarias. También a través de ella Sauron controló al gran mago, haciéndole imbatible a sus ojos el poder oscuro de Mordor, y manipulando su voluntad, que debió haber sido poderosa, pero torcida, lo convenció de que había que poner el bien y el poder al servicio del poder y del mal.

Una vez que cayó Orthanc y con ella Saruman, Aragorn tuvo acceso a ese Palantir y vio en la piedra una escena similar a la que vio Denethor: la flota de Corsarios navegando el Anduin y aprestándose a atacar Gondor. Lo vio antes que Denethor y con esa información a la mano, resolvió intentar la maniobra de tomar la flota, desalojarla de Corsarios y dirigirse a Gondor, pero esta vez a colaborar con la defensa de su reino, con un ataque arriesgado y sorpresivo. Así lo hizo. Y era él y eran sus hombres -y no los Corsarios- los que iban a bordo de las naves en la escena que Denethor vio en el Palantir, aunque el senescal, manipulado por Sauron y por su propia desesperación, no los vio.

Parece claro que la voluntad y el corazón de Aragorn no eran la voluntad y el corazón de Denethor. Sus fines no eran los mismos y sus respectivas inteligencias, finalmente, no estaban mirando las cosas del mismo modo y tal vez ni siquiera estuvieran mirando las mismas cosas. Sus esperanzas y expectativas diferían. Y parece que, viendo de algún modo lo mismo, vieron cosas distintas y obraron de modo diferente.

Para los amantes de las fechas, diré que, según los registros, Denethor se suicidó un 15 de marzo.

Otro 15 de marzo, pero de 1981, moría en Buenos Aires Leonardo Castellani.

Rumbo a la Argentina, el 22 de diciembre de 1946, a bordo de un buque –el Naboland–, escribió estos versos, desmañados aunque suficientes:
Como un petrel que sobre la erizada
superficie del mar plúmbea y movida
volando sin cesar toda la vida
y con las olas por precaria almohada

la su indígena playa ya olvidada
toda esperanza de volver perdida
así boga mi alma mal dormida
sobre una eterna soledad salada.

Sólo un oscuro instinto la encamina
un increíble esfuerzo la sostiene
un fuego la alimenta y determina
el aire la mantiene

hacia el bajel azul de un rey que viene
hacia un sueño de amor inmenso y lene
y una ignota golconda diamantina.



martes, 17 de noviembre de 2009

Táimse Im' Chodhladh

Estoy dormido, no me despierten...

Dice así un aire tradicional irlandés, un aisling. Es un género de poesía con raíces medievales, aunque creció allá por el XVIII en Eire. Aisling o aishling es una visión o sueño, a veces profético de un renacimiento.

Éste -que tiene muchas versiones- habla de un sueño de patria, como si soñara una visión de una muchacha bella, como una patria bella, joven y antigua.

Desde hace siglos, se disputan la melodía entre escoceses e irlandeses.

Felices de ellos, pienso, que anduvieron siglos disputándose una canción que les recordó la patria.

Y lástima por ellos si olvidaron la patria y apenas si sólo recuerdan las canciones. Claro que al menos recuerdan las canciones que les recuerdan la patria, que algo es...

Oí muchas versiones de esta melodía y me quedo con dos, a mi gusto. Una de Brian Kennedy, creo que por la nitidez de su dicción, para una lengua tan difícil de decir.


Tráthnóinín déanach i gcéin cois leasa dom
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Sea dhearcas lem' thaobh an spéirbhean mhaisiúil
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Ba bhachallach péarlach dréimreach barrachas
A carnfholt craobhach ag titim léi ar bhaillechrith
'S í ag caitheamh na saighead trím thaobh do chealg mé
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé

Is mó buachaillín óg a thógadh go ceannasach
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Do cuireadh le foirmeart anonn thar farraige
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Go bheicfeadh an lá a mbeidh ár ar Shasanaigh
Ughaim ar a ndroim is iad ag treabhadh is ag branar dúinn
Gan mise a bheith ann mura dteannam an maide leo
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé

Ba bhachallach péarlach dréimreach barrachas
A carnfholt craobhach ag titim léi ar bhaillechrith
'S í ag caitheamh na saighead trím thaobh do chealg mé
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Táimse im' chodhladh is ná dúistear mé
Dicen que ésta que sigue es una traducción aproximada de algunos de esos versos. No lo sé, porque no sé el gaélico que haría falta para saberlo.
As I was abroad late one evening
I am asleep and don't waken me
It happened that I noticed by my side a beautiful apparition
I am asleep and don't waken me
Her curly, ringleted, cascading surplus of tresses fell over her trembling limbs,
As she launched the arrows that pierced me in the side.
I am sleep and don't waken me.

Arise my loyal family and take up your weapons
I am asleep and don't waken me
And level to the ground every English clown.
I am asleep and don't waken me
If only three survive, let there be shouts of triumph in all your towns;
From Carrick-on-Suir west to the banks of Dingle
Raise your blades and give the English their own treachery;
I am asleep and don't waken me.
Una otra versión que me parece más tradicional, en cierto sentido, y que me gusta con su aire creo que más deliberadamente rústico, es la de Iarla Ó Lionáird.



Tanto da, si quieren.

No soy un gourmet. Y mucho menos es cuestión de querer ser Irlanda, tal vez hoy menos que hace 100 años. Y sin tanto tal vez. Ni tampoco Escocia, si vamos al caso.

Pero el ejemplo me vale lo mismo.

Mientras no podamos cantarle a la patria como a una novia, como a una de esas jóvenes de delicias que dice Leopoldo Marechal, podremos cantarle como lo que quieran, pero no sé si tendremos patria.

Porque para tener patria hay que amarla -y cantarle- como a una novia amada.

Me parece que Dios no le da patria a los cafiyos, ni a los putañeros.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Melisma

Hace ya tres años que hablé por aquí de los chantres corsos.

Casualmente para esta misma época. Y, lo que son las cosas, también como entonces Gregorio andaba en sus cosas de fútbol. Ahora va más estilizado en su porte y en su juego, aunque igual de festivo y alegre de correr una cancha grande, balón al pie, botines, arco enfrente. Hace de esas cosas un juego y un arte a la vez. Cosa seria, diría Chesterton.

Pues que le dure, porque son pocos los que pueden hacer eso con las cosas de la vida, con su vida misma. Que le dure.

La cuestión es que revisando archivos, volví a toparme con aquellas músicas, cuánto me alegro…

La tardecita –decimos por aquí– era propicia: cálida pero con vientecito, tranquila.

Puede uno volar un poco por el mundo. Irse a Córcega, si quiere, a la iglesia de Pianellu, y oír un Kyrie, de una Misa de los Muertos, cantado por aquella Cunfraterna di a pieve di a Serra, memorable.



O tal vez más atrás, incluso. Y darse una vuelta por el canto parisino del siglo XII y XIII y oír un “sencillo” Benedicamus Domino (es toda la letra), de la Misa de la natividad de la Virgen, cantado por un director de coro bizantino de Grecia (porque no había franceses que supieran cantar el canto parisino…), en el convento de Corbara, también en Córcega.



No me quejo, mire.

Ni de los franceses que olvidaron, ni de los corsos que recuerdan. Ni de los corsos que recuerdan que los franceses olvidaron, ni de los franceses que olvidaron que los corsos recuerdan. No me quejo de cosa alguna, en realidad.

Los corsos cantan y los demás oyen. Y listo.

Oigo, asiento, paladeo. Los casi 10 minutos que dura el melisma.

Y hago como Gregorio, me parece.

Aprendí eso de él, creo: al final del partido pregunto cuánto salimos. Al final, si acaso pregunto.

A quién le importa cuánto salimos…

domingo, 15 de noviembre de 2009

Che farò senza Euridice (V)

Mucha lluvia y vientos. Tormentas de estos días.

Bien para las plantas, y lo agradecen las vastedades en sequía. Y sabe de lo más bien para los que tienen cobijo.

Es cosa de ver lo que hace la intemperie.

Y tal vez el asunto de Orfeo y Eurídice, que andaba viendo tiempo atrás, no esté lejos de estas cuestiones.

Así lo barrunté desde el principio, creo: al fin de cuentas, es la intemperie.

Pero hay que explicar. Y tal vez, aunque dé largo, despejar un asunto antes, que es como una salida del camino –excursus, que le llaman–, o eso puede parecer.

Hay quienes dicen que tanto en la figura de Orfeo como en la de Prometeo hay rasgos ambivalentes, al menos ambivalentes. Y puede ser.

En una visión cristiana de estos mitos, por ejemplo, las figuras paradigmáticas resultan agridulces. Por una parte, benévolos con los hombres y sacrificados por ellos, de algún modo, parecen tener para algunos un aire de familia con la figura del Cristo de los cristianos. Notas, al menos; algunas notas. El mito puede hacer eso y de hecho lo hace, porque es de la naturaleza misma del mito una significación mediata de asuntos de misterios.

Pero, a la vez, ambas figuras tienen rasgos emblemáticos de rebelión o de subterfugios ante la divinidad que de alguna manera desdoran su grandeza.
ver

Cuando uno se enfrenta a Orfeo no puede sino admirarse de lo que significa el canto en los relatos que lo mentan. Da gusto oír lo que dicen que la música y el canto pueden hacer cuando él los hace. Hablan de la consonancia de su canto con los misterios del cosmos y con las raíces del cosmos: como si esa consonancia fuera entre la música que él conoce y una raíz como musical en todas las cosas. Por cierto que lo órfico no se reduce al canto, ni siquiera a lo musical, por importante que fuere para la comprensión del mito y los misterios y las doctrinas que derivan de la figura del cantor tracio. Son muchas las cuestiones implicadas. Para decir al menos un asunto mayor: la tensión entre el culto a Apolo y el culto a Dionisos y las implicancias religiosas y culturales de esa tensión. Recuerdo ahora unos pasajes de Simone Weil al respecto, de mayor hondura –y más graves implicaciones– que lo que Nietzsche pensó al respecto de lo dionisíaco y lo apolíneo. No le doy la razón a Weil del todo, pero no es del todo desacertado que en la raíz de la cultura griega antigua y clásica hay una especie de ruptura entre dos espíritus o formas del espíritu, una ruptura que debería entenderse de algún modo cíclica en las cosas humanas, con la historia del cristianismo incluida. No me meto con eso ahora.

Mientras tanto, en Prometeo, el amor y hasta la devoción por lo humano se destacan de un modo notable para el mundo antiguo; un amor hasta exótico se diría, que llega hasta la oblación personal frente a la misma divinidad.

Esa consonancia orfeica y esa oblación prometeica son asuntos de cuidado y a mirar, por cierto.

Es verdad también que el hecho de que por esas mismas vías ambos tengan un traspié hace que aparezca el aspecto agridulce. De algún modo, su forma de creatividad musical y su favor y fervor por lo humano, los hace al mismo tiempo, al menos, amigos y enemigos de los dioses y de los hombres. Será curioso, todo lo que quieran, pero así es el mito.

Por otra parte, hay un cruce de intemperies, si uno se pone a ver (y esto me interesa más ahora...)

Prometeo es una figura fuera del panteón. Orfeo pierde a su amada y queda desolado, que es lo mismo que quedar a la intemperie, en esos asuntos. Prometeo sufre un castigo proporcional a su falta: la intemperie divina se compadece con la intemperie del Cáucaso. En su caso, además, el emblema de Zeus le sangra las entrañas sin cesar. Orfeo, por su parte, de la intemperie amorosa transita a la intemperie real, vagando lejos de los hombres, hasta perderse, en varios sentidos. En su caso, esta vez, el mito dice que las Ménades dionisíacas lo despedazan por despecho.

Repito que tomo algunos aspectos de estas figuras que me parecen congruentes con lo que quiero decir al respecto.

Así las cosas, doy ahora un salto a la cuestión de la intemperie de la historia y el caso de Orfeo.

Cuando hace más de un mes me puse a mirar la cuestión, no pude evitar una transposición que se me puso delante de los ojos y todavía no sale de allí.

El asunto es que, mirando específicamente el caso de Eurídice y Orfeo, se me hizo como un signo de otras cuestiones.

Pongo en el lugar de Eurídice a ciertas verdades amadas, a ciertas virtudes altas, a las profecías –en particular, a las de las ultimidades– y, todavía más, al sentido mismo de la historia y al sentido del tránsito humano por la historia, con la Redención incluida. Más cosas entran en esta figura recreada de Eurídice. Todas ellas se resumirían en un depositum –aun, Fidei– que los hombres –concedo: algunos hombres– atesoran, tanto como Orfeo ama a Eurídice.

Imagino que el amor del aeda tracio tendría mucho de la misma materia y de la misma forma de su canto. Muchos misterios correrían por las venas de ese amor. Orfeo amaría como cantaría, supongo yo. Amaría a aquella mujer como componía sus melodías. Supongo yo, y no creo que exagere.

El caso es que un “enemigo” amenaza a Eurídice. Algunas versiones viejas del mito dicen que esto ocurre el mismo día de su boda con Orfeo, para mejor inteligencia de los asuntos graves que contiene la cuestión, con todo lo simbólico que contiene la realidad conyugal. Escapando de esa amenaza, Eurídice muere.

De este modo es que Orfeo queda desolado. Su desposorio con todas aquellas cosas grandes y amables que Eurídice representa, queda baldío en un instante. Y él queda a la intemperie.

Es un emblema también de lo que a todo hombre le pasa, sin más. Aquello que más ama puede presentársele al alcance de la mano en el tiempo de la historia. Pero cuando está por consumar su matrimonio, de repente esas cosas pasan, de un modo u otro, a la eternidad. O mejorando lo dicho: muestran que la consumación de nuestro desposorio con ellas es eternal y no temporal. La historia, este tiempo, no es el territorio de aquella consumación. Es apenas como el tiempo de un noviazgo que promete felicidades y dulzores, para cuando uno cambie de estado.

Ahora bien.

Orfeo no se resigna a esa intemperie y desolación. El amado es refugio, el amado es posada para el amante. El amado es el fin del día y el fin del camino para el que ama. El amado es nuestro hogar y sin él estamos a la intemperie, desolados, solos y desamparados.

Es, al menos, un dato espiritual y psicológico común a todos los mortales. El deudo, el doliente, aquel que ha perdido a la persona amada, debe enfrentarse a un hecho terrible: ya no la verá. Ya no tendrá comunicación alguna con ella en el sentido habitual. Luego, siente no tener reparo, refugio, posada, fin, sentido. Es difícil ese desgarro, esa soledad, esa incomunicación. Es lacerante y dolorosamente presente. Casi sin remedio. Casi, claro.

Muy bien.

El asunto es que la situación me cuadra con algunas otras cosas que no son personas.

Supongamos que dijera que Eurídice es una edad de oro, o algún tiempo o circunstancia concebida casi sin matices como tal. Una edad de oro histórica y temporal. Algo en el tiempo que ha desaparecido. Supongamos también algo que pudiera darse en el tiempo, o que uno esperase verlo en el tiempo y verlo inmarcesible. Un reino en este mundo; algo que haga de reino, algo pasado, presente o futuro. Pero encarnado en el tiempo de la historia. Viviente en el tiempo de la historia. Como Eurídice, antes de morir.

Orfeo –no importa quién haga de Orfeo, ahora– no se resigna. Y va a buscar a Eurídice –tampoco ahora importa qué haga de Eurídice–, y va a buscarla hasta el Hades. Y no se arredra y miente y seduce hasta a las potencias infernales con tal de volver a la historia con su refugio histórico: Eurídice.

En el mito, hay que recordarlo, la divinidad le dice a Orfeo algo que, más que como un mandato o condición, entiendo aquí como una obviedad: tratar de poner absolutamente, plenamente en la historia lo que tiene raíz en la eternidad, no se puede: se disuelve. Ver lo eternal como temporal hace que inmediatamente se disuelva. Arrastrar lo eterno a la historia no es posible. Y lo más seguro es que esa expectativa y el fracaso real consiguiente termine sumiendo al amante en la desesperación y en el desencanto. Y así sintiendo sienta, al fin, que ya no hay refugio para él, ni aquí ni allá.

Eurídice, entonces, es ya materia de lo eterno, formada en eternidad. Orfeo cree que podrá reinstalarla en este mundo, anclarla a la historia, hacerla nuevamente temporal, con la secreta ilusión de que ya no muera, que es como decir que el tiempo del refugio sea eterno mientras está en el tiempo. Una estupidez bastante frecuente y comprensible entre los hombres que ha dado origen a muchos –ismos, además de llevar a la tristeza insondable y hasta la desesperación y la muerte a muchos amantes inconsolables que creen haber perdido en el pasado lo que ya los espera en el futuro.

(Dicho sea de paso, insisto en que Garcilaso entendió bien el asunto cuando le hizo pedir al amante Nemoroso que la difunta Elisa se acordara de él y que, para alcanzarla, pidiera en el Cielo que "se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo y verme libre pueda...")

Eurídice no pertenece al tiempo. Tampoco pertenecía enteramente a él cuando anduvo el tiempo de la historia, convengamos.

Orfeo no lo sabe, no lo supo, lo olvidó, pese a que su música consonaba con los misterios del cosmos y le daba tono y porte a las cosas con su melodía de adentro hacia fuera, tocando su fibra interior, existencial y esencial.

Eso es: no es que Orfeo no conociera la música interior de la realidad. Es que en algún momento quiso usar esa interioridad potente en su beneficio, quiso perdurar el refugio temporal, hacerlo eterno.

Parece que los mitos ya decían que todo aquel que quisiere secuestrarle a la divinidad los dones eternos, que cualquiera que quisiere manipular la divinidad y la eternidad en su servicio, para anclarla a la temporalidad de su refugio, saldrá mal parado. O, al menos, cometerá injusticias queriendo o sin querer, por ser benevolentes.

Dije en alguna de las entradas anteriores en meses pasados que hasta Galadriel es un ejemplo de ello.

Y creo que así es. Ella no tenía tanto el problema del mal como el problema del bien. También ella, altísima y bellísima, se enamoró de Arda y tuvo sus propios proyectos sobre ella, olvidando –o queriendo olvidar– que la consumación del bien y la belleza de Arda, no son en Arda. Y que no es lícito manipular la eternidad para construir un reino temporal, por más que los ladrillos de ese edificio sean cosas nobilísimas y bellas y buenas y verdaderas.

En fin

Che farò senza Euridice?

Pues, qué puedo decirle mi amigo: por lo pronto, apechugue.

Tanto da que Eurídice pueda ser amada por sí misma y sea a la vez monarquía o liturgia, belleza en el arte o justicia social. Y tantas otras cosas nobles y buenas y necesarias.

Apechugue y mida bien sus melodías, aquellas melodías con las que pretende hacer volver a su Eurídice al tiempo de la historia y retenerla allí.

La advertencia del Hades es verdadera: haga la prueba y vuélvase a mirarla, a retenerla para sí o a anclarla en la existencia antes o fuera de tiempo, que es lo mismo que querer congelarla en la historia y querer tenerla a su disposición en su refugio temporal e histórico, hágalo y entonces se le disolverá ante sus ojos. Y entonces estará en una intemperie mucho mayor y más honda que aquella en la creía estar porque no veía ya a su Eurídice.

Por eso digo: apechugue. Son muchas las cosas que se pueden hacer en el tiempo con la Eurídice de nuestros amores. Muchas. Menos una: olvidarse de que lo que sea que fuere aquello bueno, bello y verdadero que nos es Eurídice en este mundo, tiene raíces en el cielo y tiene su término y consumación en el cielo nuevo y en la tierra nueva, cuando venga el cielo a la tierra y se transforme la tierra.

De modo que, si de veras quiere ver y sentir el fin de la intemperie, espere la Parusía.

Y si quiere usted saber cómo se la pasa uno a la intemperie mientras estamos a la intemperie en el tiempo de la historia: apechugue nomás, y no pierda la alegría. Y espere la Parusía.


sábado, 14 de noviembre de 2009

La voz serena

La madeja de voces que a veces suena
y se enreda en los hilos de la memoria,
apenas duele cuando, si lleva pena,
tiñe de ocre o de grises alguna historia.
Si va el rojo en su cauce, si es una vena
caudal, como los ríos, su trayectoria
sangra heridas con sangre jugosa y buena.
Otras veces, susurra la vanagloria:
liba eslabones dulces con que encadena
la carrera y el vuelo. Luna ilusoria
hueca de luz, vacía por más que llena.
Finge dolor y glorias y en su oratoria
marchita y enmudece la voz serena.


jueves, 12 de noviembre de 2009

Hiin enkelte

El asunto es que, a como lo entiendo, el singular es el único que tiene permiso para estar por encima y por fuera de la ley. Y es el caso que no pide permiso, ni se le ocurre. Y es también el caso que no considera estar por encima ni por fuera de la ley, ni se le ocurre.

Entiéndalo como quiera, pero así lo entiendo yo. Y no estoy sólo.

Hablo aquí en términos kirkegord-castellánicos, por cierto.

Seguramente la cosa merece mayor desarrollo y detenimiento; hago ahora este apunte, nomás.

De modo que, mirándolo con algo de atención, creo que ese apetito de distinción y diferencia que todo hombre tiene -y que parece ser una raíz fuerte de la singularidad-, está siempre amenazado por la vanagloria, vicio capital según santo Tomás, con sus respectivas hijas (porque como todo cabeza de familia, cada vicio cabezal, tiene hijos…):
Como hemos visto (en la cuestión 118, a. 8), aquellos pecados que de suyo están ordenados al fin de un pecado capital se llaman sus hijas. Ahora bien: el fin de la vanagloria es la manifestación de la propia excelencia, como consta por lo antedicho (en los artículos 1 y 2 de esta cuestión). A lo cual puede el hombre tender de dos modos: primero, directamente, ya por palabras, y así tenemos la jactancia, ya por hechos, y entonces, si son verdaderos y dignos de alguna admiración, tenemos el afán de novedades, que los hombres suelen especialmente admirar, y si son ficticios, la hipocresía. Segundo, cuando uno trata de manifestar su excelencia indirectamente, dando a entender que no es inferior a otro. Y esto de cuatro formas: primera, en cuanto al entendimiento, y así tenemos la pertinacia, la cual hace al hombre aferrarse en exceso a su opinión sin dar crédito a otra mejor; segunda, en cuanto a la voluntad, y así tenemos la discordia, cuando no se quiere ceder ante la voluntad de los demás; tercera, en cuanto a las palabras, y así aparece la contienda, cuando se disputa con otro a gritos; cuarta, en cuanto a los hechos, y así se da la desobediencia, al no querer cumplir el mandato del superior.
Esto es el cuerpo del artículo 5 de la cuestión 132 de la II-II parte de la Suma Teológica, aunque para entender todo mejor hay que rastrear varios asuntos sobre la soberbia, sobre el irascible y el concupiscible y otras materias anejas.

En todo caso, a mí me parece nítido que estas 7 hijas de la vanagloria de algún modo se asocian a notas que tienen colores parecidos en el singular, en el hiin enkelte.

Tal vez será eso lo que hace que -por apetito desordenado de excelencia, es decir, por vanagloria- tantas veces cultivemos, muy orondos y con tanto denuedo y esmero, los vicios hijos de esta vanitas, con la semiplena certeza de que nos lo tenemos bien ganado y no se nos tiene que imputar a mal. Y eso porque somos singulares, qué tanto.

Apetito de gloria y de exclusividad, en cierto sentido lícito aunque no cuando está desordenado; apetito de excelencia, que a algunos los lleva a la santidad y a otros simplemente al dandysmo intelectual, espiritual.

La psique del hombre es compleja y está llena de recovecos. Y la de los que tienen por algún lado pasta de grandes, o eso se cree uno, lo es más. O puede serlo mucho más.

Y así se hace muy difícil saber quién es qué en cada caso y por qué.

Ahora bien.

Hasta para el más pintao, nada es más fácil que confundir aserrín con pan rallado, eso sí se lo garanto. Y muchas veces por vanagloria, fíjese lo que le digo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Día de muertos

Si todo ese dolor de muerte fuera
la única voz que clama en el desierto,
toda la vida sería prisionera
de ese desierto y de ese reino muerto.
Pero, no: no es así. La muerte pasa,
pasa el dolor y hasta la voz que grita
en el desierto. Porque todo pasa.
Porque la vida muere y resucita.
Y entonces ya no muere. Y seguiremos
siendo después. Y ese dolor que aprieta
y deja muda el alma con la muerte,
ya no tendrá esa voz que clama inquieta.
Nueva será la voz y entonaremos
con ella un Gloria bello, claro y fuerte.