lunes, 5 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (III)

Dante tuvo su Beatrice, llena de luz, cuando llegó -después de recorrer Infierno y Purgatorio- a la Luz.

De su mano recorrió los círculos celestes, en un viaje amoroso tanto como místico, que es a la vez una Summa de varios asuntos, pero también una Summa política, entendida todavía al modo antiguo de las esferas del cosmos que se comunican entre sí y también al modo simbólico en el que unos asuntos entran dentro de otros, cosa que nos cuesta entender después de tantos siglos.

Viajes de enamorados, sí. Viajes por el mundo de más allá de este valle, sin dejar de mirar este valle, también.

Sin duda que de otra laya es ese viaje de Dante, distinto al de Orfeo. Con todo, también el de Dante es un emblema de los amores consumados allá y a los que tiende todo amador terreno, lo sepa o no, ame lo que amare. Pero, visto de otro modo, también el viaje dantesco es un modo de ver las cosas de la tierra desde otra parte.

Y así, ya ve mi estimado, no hay modo de que el cielo –y el mundo de más allá de la tierra- no esté mezclado entre las cosas de la tierra, especialmente con el amor de por medio.

El problema, entonces, no es tanto qué cosa sea el cielo sino qué cosa es el amor.

En mis años mozos, y todavía no soy tan viejo, repetía -con mi mala memoria y con gran entusiasmo en mis clases- estos versos impagables de Garcilaso.
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?
Esta estancia, así se llama este tipo de estrofa, es la anteúltima de la inimitable Égloga I de Garcilaso de la Vega. Es de una belleza mayor. Y parece difícil que en 14 versos alguien pueda incluir tanto asunto y tan condensado como elegante.

Sin miedo y sobresalto de perderte, dice el poeta, algo que también pudo haber querido decir Orfeo. Sin embargo Garcilaso va por otra vía: Estar ambos allí donde tú estás agora, sobre esa tercera rueda, que es el tercer cielo, sin sobresalto de perderte. No aquí en este valle. Allí. Mano a mano contigo en otro llano, otros montes, otros ríos, otros valles. Otros, no los de aquí. Y allí descanse y te tenga ante mis ojos sin miedo de perderte. Porque estamos allí. Y no aquí, que es estar entre lo vario y mudable que se mueve bajo el primer cielo que es el de la luna. Porque allí, en el empíreo, se ven las mudanzas estando uno quedo. Pero de este lado del mundo no quedan quedas las cosas. Y muchas veces desaparecen de sólo mirarlas.

Dicen, yo no lo aseguraría del todo, que este canto del pastor Nemoroso a Elisa, en la Égloga I, está dedicado a una portuguesa, Isabel Freyre, a la que Gracilaso nunca pudo tener ante sus ojos, pues dicen que era tan bonita como le era esquiva, y era muy bonita. Dicen más: que la Galatea que parece renuente a su enamorado Salicio en la primera parte del poema es la Isabel esquiva, y esta Elisa es la misma Isabel pero ya muerta, que finó a edad temprana para terrible desconsuelo del enamorado. Y he allí otra mujer que se va para ya no ser vista en estas márgenes.

Algunos, en voz más baja, aseguran que en realidad son para la esposa de su hermano, Pedro Lasso de la Vega, otra bonita portuguesa: Beatriz de Sá (ay con las Beatrices...), a la que por cierto a Garcilaso sólo le quedaría esperar verla en la tercera rueda...

Como quiera que fuere, y haya sido Isabel o Beatriz, ese será un amor si acaso consumado en la tercera rueda del mundo, allá en el cielo inmutable, allí mismo donde a Dante lo espera otra Beatrice, mujer que, dicho sea de paso, tampoco estuvo jamás mano a mano con Alighieri en la tierra, si le creemos al florentino y a sus biógrafos.

Pero otra vez, ahora con Garcilaso, estamos entre el cielo y la tierra. Ahora yendo de aquí hacia allá, en ese tráfico incesante entre este mundo y el otro cuando de amores se trata. Y amores, dije. No simplemente amor, con r de amor romántico.

Tal vez haya algo más aún. Porque desde aquí, me parece y sin ser por ello caprichoso, se puede ir sin duelo a unos versos del segrer gallego Bernal de Bonaval, que ya mencioné hace varios años, y que aparecen cantados por Amancio Prada, con la música que él les puso.



Por compleja que se vuelva la madeja con todos estos hilos, no se me hace que sean tan distintos, en cierto sentido, los lamentos de aquel Orfeo tracio de los de este Bernal gallego.

Ambos le pelean a la muerte la visión, siquiera la visión, de la amada. A dona que eu amo, que dice Bernal y la Eurídice de Orfeo están de algún modo ambas en manos de un dios que puede mostrarlas -o no- a sus respectivos amados. Y de no hacerlo, ambos sienten, quieren, piden morir. Ni siquiera están muy lejos Garcilaso, Bernal y Orfeo.

La visión y la posesión de la amada o la muerte. La muerte o la ausencia de la amada y la esperanza de cielo. Asuntos complementarios, parecen. O partes de un continuum, propio de los amores y del Amor en este valle, siempre transitando entre las cosas de arriba y las abajo. Mostrando que las de abajo nunca están del todo completas y seguras, y que nunca lo están sin las de arriba; subrayando siempre que la más mínima distracción, y mucho más la mera contingencia, las puede volver humo y cenizas, desvanecerlas en el aire, como a Eurídice.

Y hasta parece cierto que a veces la mera visión a destiempo de lo amado en este valle lo vuelve inhallable, inalcanzable, salvo en el mundo del tercer cielo.

Y a veces, tal vez, ni siquiera allí. Y todo ello con sus secuelas, que son no pocas y bien interesantes, viera usted.

Porque, por ejemplo, allí está también el caso de la mujer de Lot –ésa que no tiene nombre en las Escrituras, aunque la tradición oral judía suele llamar Yrit–, que es un caso que se ha asociado en algo y bastante naturalmente al de Eurídice. La sal inherte, la sombra evanescente.

Pero, por ahora, esto es suficiente para mí.

¿Y cuándo voy a hablar de religión y de política?, me pregunta usted.

¿De veras? ¿Y de qué cree que estuve hablando hasta ahora?