jueves, 13 de agosto de 2009

Parábola

Proteges a los hombres que te dieron.
Tú los cuidas.
Custodias sus tesoros, que les duelen
como heridas.
Nunca lejos, discretamente dentro
de sus vidas,
aquietas madrugadas de tinieblas,
noches frías.
Los llevas por veredas que no saben
y que alivian
los miedos, las nostalgias, las traiciones
que no olvidan.

Tú proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

En los días sin luz, tú eres el aire
que ilumina.
Y si arrecia ese páramo que taja
como astillas,
o un llanto seco de tristeza muda
que se inquina,
vienes con mansedumbre silenciosa
y los miras.
La intemperie de todos los dolores
se apacigua,
y tu voz, en el mar de las tormentas,
es la orilla.

Tu proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

Cuando la sombra ahoga la esperanza,
tú respiras;
y si el combate amarga los dulzores
cada día,
los ojos que te buscan no te encuentran,
pero brilla
algo en el pecho que consuela y basta:
medicina
que cura el corazón de cada pena
que mutila,
para que vuelva entero de esas muertes
que moría.

Tú proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

Tú, que esperas mirando al horizonte
mi venida,
y sales a buscarme si no llego;
y mi fatiga
restauras con tu vino y que a tu mesa,
ya servida,
la aromas con el sándalo, el incienso
y la mirra,
te apuras a mi encuentro para darme,
inmerecida,
una fiesta en el gozo de tu casa,
que es la mía.