lunes, 18 de mayo de 2009

Pioggia (III)

Y, finalmente, le lacrime.

Porque hay lágrimas y lágrimas, claro.

Habría que ver si es posible llorar de otro modo que no sea solo. Se me hace que aquello que está cifrado en las lágrimas, así metafórica y universalmente dichas, es algo que sólo es de un hombre solo. Podrá haber lágrimas colectivas y lágrimas colectivas hay, por cierto. Pero, no tanto. No se puede.

Si son de pena o de alegría, el talante de cualquier dolor es personalísimo, como el tono de cualquier gioia.

Lágrimas de tristeza, lágrimas de arrepentimiento, de desesperación, de angustia. Lágrimas del que sufre la historia, la pobreza o el mal. Lágrimas del que se siente lejos de casa. Lágrimas del que pena la patria aturdida, postrada. Lágrimas de miseria del alma, de miseria de las cosas, de los hombres, de miserabilidades y pequeñeces. El dolor por el dolor de un hijo, por la muerte de un amigo, lágrimas de desamparo; las lágrimas del apartado, del rechazado. Lágrimas de soledad, finalmente.

Soledad de las lágrimas.

Como los varones y mujeres de Ilión, que dice Homero, que lloraban sobre las murallas mientras Aquiles arrastraba a su crédito de ellos, el noble Héctor finado. Pero a la vez cada uno lloraba por lo de cada quien.

Sin embargo, pienso que tal vez parte de la soledad de las lágrimas viene de no entender, o de no saber, que alegría y lágrimas no son contradictorios, necesariamente. Y no pienso en las lágrimas de alegría. Ni en la alegría de las lágrimas. Pienso en la vida, en la vida humana nacida contingente y después indigente. En lo que nos ha sido dado y en lo que nos falta, vivido a la vez. En la misma mirada que ve lo que hay y lo que no hay, a la vez. Pienso en la vida con sus tonos varios y cambiantes y todos luciendo a la vez. Y en la convivencia a medias pacífica entre los dolores más hondos y el gozo más hondo.

Conformidad y dolor. Nostalgia y alegría. Incluso a veces, y a Dios gracias, sonrisa y lágrimas sobre lo mismo y por lo mismo. Aunque parezca extraño. Vean y verán.

Tantos nombres tienen las lágrimas y el dolor. Y tantos de esos nombres son nombres justos –no todos, claro, no todos...–, y son lágrimas ésas que ennoblecen al piangente. Tanto que algunas de esas lágrimas son de dolores para atesorar, dolores para resguardar.

Por cierto que más que ninguna otra cosa buscamos, al fin, ser felices, claro que sí. Pero no sabemos mucho ni del fin ni de la felicidad, después de todo. Y el entretanto de lágrimas se nos así hace un asunto difícil.

Incluso, con frase que no es mía, desperdiciando el dolor.

Y aun desperdiciándolo de un modo criminal y estúpido, por hacer de él un objeto estético, un objeto de exhibición. Raro, sí, pero frecuente.

Francesco De Gregori, amigo y compagno de Fabricio De Andrè –y en los ’70 y después, setentista como él–, escribió para mediados de aquella época una canción famosa –en Italia, claro– que se llama Santa Lucia.

Es una curiosa preghiera laica, como les gusta decir, en la que el autor le pide cosas a santa Lucía, con algunos de los tics infaltables en esos cruces con las cosas del cielo y de la tierra, que no son exclusivos de los tanos de sinistra, qué va...

Sin embargo, -y miren lo que son las cosas...- al final, en la última estrofa, volvemos a la pioggia y a la solitudine. Pero no son iguales los versos del romano a los versos del genovés.

En el último ruego, hablando de los pobres que ríen y aun cantan en medio de su pobreza, De Gregori le pide a la santa:
Fa che gli sia dolce anche la pioggia nelle scarpe, anche la solitudine...

(Haz que les sea dulce también la lluvia en los zapatos, también la
soledad...)