domingo, 25 de enero de 2009

Día 25

“Día 25. Lo dijo San Isidoro de Sevilla, aquel sabio de las “Etimologías” y santazo del buen sentido español: “Hay que dejar los pecados antes de que los pecados lo dejen a uno.”

Se le puede indultar a don Braulio su parcialísimo fervor hispánico. De hecho tres cosas que dice la Florecilla son verdaderas. San Isidoro de Sevilla fue un santazo, fue sabio y compuso, entre otras muchas gemas, las Etimologías. Dicho al margen, claro que si don Braulio se enterara de que lo propusieron como patrono de internet, le da un soponcio fiero. Pero, y me imagino que para compensar, seguro que además don Braulio recordaría la amistad de san Isidoro con san Braulio de Zaragoza, quien dicen tanto lo ayudó a corregir sus sabrosos escritos de omnibus rebus.

En cuanto a la cita que trae la Florecilla, mejor no tocarla mucho que es redonda.

Salvo tal vez para decir que una cosa es tan difícil como la otra, e imposible sin la gracia, en cualquier caso.

Pero para decir cualquier cosa al respecto, es necesario que haya pecado y haya gracia. Sin eso, la Florecilla no habla.

Se entiende qué significa dejar los pecados, cosa que un mortal si procura, procura siempre, porque, salvo misteriosa predilección divina, siempre está expuesto y más que expuesto. Se entiende también qué significa dejarlos antes, como si dijéramos no ir con pecado a la muerte.

Lo que se podría poner más difícil es saber cuándo los pecados lo dejan a uno.

Hay un modo tristísimo de entender esto. Como si dijéramos que al pecado ya no le interesamos demasiado siquiera, pues pudimos habernos vuelto de tal modo pecado, por decir así, que ni se molesta por golpear a una puerta siempre abierta. Si uno se esmera y se empecina, allí está y allí se queda, aunque siempre habrá un padre que salga a la puerta por si el hijo vuelve. O entre a ver si el hijo todavía está. Y así podría pasar que tan seguro está el pecado de que nos tiene, que se imagina que si nos deja un rato solos para ir a embromar a otro, le parece que no corremos peligro de conversión alguna.

Otra forma de entenderlo ya la dije, y es cuando el pecado sigue de largo y nosotros con él, pasando con él en la misma barca a través de la laguna Estigia. Mala cosa.

El asunto, al fin y como fuere, es que la Florecilla pide, suplica, implora, recomienda, sacar la cabeza del barro, tratar de mantenerla afuera, nunca cejar, querer salir del fango pantanoso, querer el Cielo, querer irse al Cielo, que lo lleven al Cielo, y querer procurarlo, y procurarlo siempre. No cejar. Nunca. A derechas o a la rastra si es del caso, pero en buena ley, con buena leche. Siempre.

El mismo y aquí mentado san Isidoro tiene sentencias muy aprovechables a este efecto, de gran penetración y consuelo para cualquier converso, que es al fin de cuentas uno que quiere dejar -y deja- los pecados antes de que ellos lo dejen. Y por cosas así se ve que es más que España lo que ayudó a levantar este santazo sabio. Mucho más.

Y es precisamente una de esas sentencias que digo la que me parece sería oportuno traer a esta glosa, porque, si de querer dejar los pecados se trata, se emperra y es mañoso el coludo cuando quiere; y sabe, dirían los españoles del siglo de oro, quebrar bonitamente los ojos del que dice que lo intenta.

En el capítulo XII del libro segundo de sus Sentencias, san Isidoro dice:
Los hay que se constituyen en sus acusadores no a causa de la verdadera compunción del corazón, sino tan sólo reconocen que son pecadores por este motivo: para encontrar un lugar en la santidad merced a la falsa humildad en confesarlo.
Y así, no vale.