domingo, 4 de enero de 2009

Día 4

“Día 4. Elegir de modo tal que la mujer que sea nuestra debilidad sea nuestra fortaleza.”

Para empezar, conviene refugiarse en la estadística, siquiera para ganar un tantico de tiempo, porque esta Florecilla trae su intríngulis.

El caso es que un 16,12% de las 31 Florecillas tienen a la mujer como asunto, es decir 5 de ellas. No es el único tema que acumula porcentaje, como se verá al ver. Pero si a alguno le llamara la atención esta recurrencia, su razón tendría y no digo esto porque la mujer no sea asunto grave; aunque deberían convenir conmigo en que sería lateral seguirle ahora la huella a los guarismos.

Mejor, entonces, ir a la cuestión de una vez.

Es quevediana la Florecilla, y no hay vuelta que darle. Y quevediana por conceptista. Que lo que sea nuestra debilidad sea nuestra fortaleza es una fórmula que campea de un modo u otro en los sonetos de don Francisco, especialmente en aquellos que se refieren a amores y féminas.

En términos estrictos y literales, la Florecilla es moralmente intachable. Rectamente vista la proposición, debilidad significa simplemente amor y fortaleza significa mayor virtud. De modo que, así visto significaría que amar me haga mejor.

Pero no hay que ser muy agudo para entenderla d’altro aviso.

Hay, me parece y básicamente, dos vías para abordar la cuestión.

Una sería llanamente considerar que cuando decimos de una mujer que es nuestra debilidad, parecería no estamos hablando de la mujer esposa, de la legítima. Si se diera por buena esa interpretación, será dando por entendido el tópico –habitualmente, aunque no exclusivamente, humorístico– de que la esposa es más una carga que un alivio. Pero si fuera así, el autor estaría hablando en la Florecilla de una amante, de una querida, y estaría diciendo de ella, y de lo que lo une a ella, una cosa bien rara, que pone en tensión no solamente a la moral, sino a la naturaleza misma del afecto que lo une a esa mujer. No es imposible, digo, pero es bien raro. Como si dijéramos: si va a tener una amante, elija amar a una mujer –que no sea su esposa– que haga de usted un hombre grande y un gran hombre.

Pero parece también que el verbo elegir con el que abre la proposición, en cierto modo conspira contra esta interpretación de la Florecilla. Se supone que, en la experiencia común, las pasiones son eso: algo que nos pasa. Algo que viene a pasarnos. Y recién a partir de allí, el movimiento de la pasión se vuelve por nuestro propio acto algo que haremos con aquello que viene a pasarnos. Enamorarse no es algo que uno pueda anotar en su agenda como una tarea a futuro o un asunto pendiente. Sobrevendrá, en todo caso. Y verá uno qué se haga de ello. Claro que podría uno interpretar también que alguien anda por allí como viendo y eligiendo qué habrá de adquirir, con qué habrá de quedarse, como si comprara algo que ya tiene, un pantalón más además de los que tiene o una mujer de más, además de su esposa.

Sin embargo, bien podría entenderse que el enamorado elige una mujer, para casarse por ejemplo, y el amor que le tiene hace de ella su debilidad de él. Y entonces, feliz el hombre que elige bien, que tiene ese tino. Y esa suerte. En este sentido, y de ser así, la Florecilla dice que elija bien con quién habrá de casarse, para que aquella mujer que lo enternece y enamora lo eleve a la vez y el enamorado sea así, al mismo tiempo, cordero y león, de seda y hierro, de miel y oro, en razón, precisamente, de que ha elegido una mujer –y amar a una mujer– que puede conciliar dulcemente esos opuestos en beneficio del hombre que la ama y la ha elegido. Al fin y al cabo, elegir y amar tienen en latín un sonido parecido (eligerediligere) y eso, para peor, porque ambas participan de una misma raíz (lag-leg) que significa también aunar, congregar.

En suma, si se tratara de una mujer amada a la que se elegirá para esposa, la Florecilla tiene un comento interesante, pero más bien sencillo de desarrollar, aunque impresionante en su misma simplicidad, no sólo por lo que es, sino por lo que significa el matrimonio en varios planos de intelección. Y por sencillo y conocido no menos importante, porque si la proposición se aplicara sin más a este caso, todo un aspecto simbólico de los amores humanos trasmutados, en razón de su origen y su fin, nos llevaría a la puerta misma de la Mística, aunque el propio Braulio no dijera tanto.

Si se tratara de una amante, en cambio y como ya dije, Braulio ha hecho aquí una pirueta verbal que excede el trámite carnal, que podría ser el de un adulterio más o menos corriente, y entonces la glosa debería adentrarse en un modo de afecto que, pese a su naturaleza y origen, estuviera tratando de adecentarse no sólo moral sino también espiritualmente.

Insisto en que no parece imposible, insisto también en que es raro. Pero digo también que, de ser así, es además un poco peligroso. Recuerdo aquello de san Agustín cuando decía que prefirió Dios sacar de los males bienes que eliminar los males (Melius judicavit de malis bene facere, quam mala nulla esse permittere...). Sí. Claro. Pero..., es una apuesta un poco loca, que no es cosa de andar maleando para que Él pueda -y para ver si Él quiere con eso- beneficiar.

Pienso al fin que, tal vez, la Florecilla en algo podría cuadrarle a la historia de Abelardo y a Eloísa, por ejemplo. Por lo menos, y según lo que se sabe de la historia, más a Abelardo que a Eloísa, pues, más allá de los avatares de su romance fulminante y las dolorosas secuelas que sufrió el filósofo, antes de su entrada en religión, dicen –y así aparece en las Cartas– que él pretendió rectamente, durante mucho tiempo y cuando ya no estaban juntos, hacer que Eloísa purificara su pasión, sin conseguirlo del todo, tal vez para lograr precisamente que aquella mujer que era –y había sido– su debilidad, se volviera en cierto sentido su fortaleza.

Quién sabe.