lunes, 12 de enero de 2009

Día 12

“Día 12. No basta con renunciar al pecado. Es menester también apechugar con la virtud.”

Imagínese usted que uno de estos días, cualquier día, decide empezar un viaje. Imagínese que al preparar su itinerario señala en su mapa, con todo cuidado y a conciencia, los puntos a los que no irá.

Muy bien.

Ahora bien.

¿A dónde irá?

La Florecilla que estamos viendo parece decir con toda claridad que hay que renunciar al pecado. Es decir, no solamente hay que marcar en el mapa todos los lugares que no visitará. Además de marcarlos en el mapa y resolverse a no ir, hay que cumplir, todo lo que se pueda, y volver a mirar el mapa y recordarse una y otra vez que esos puntos marcados no son visitables y no deben ser visitados y no se visitarán, Dios mediante.

Pero la Florecilla dice que hay una decisión todavía más difícil que marcar y evitar los lugares que no deben visitarse.

En su constante barroquismo de sistema, con una y otra oposición, y homofonías opuestas o difusas y paralelismos contrarios y más recursos del estilo, don Braulio vuelve a oponer, ahora, renunciar a apechugar. No se oponen de modo que uno excluya al otro necesariamente. Don Braulio, bien se nota, es más sabio que esas tensiones alocadas y demasiadas, tan frustrantes para el paso siempre falible del viador. Como si dijera: o apechuga y renuncia o renuncia a apechugar. Nada de eso dice. No, señor. Y lo bien que hace.

Renuncie, sí señor. Pero además –y además porque no basta con renunciar–, al mismo tiempo vaya y apechugue. Y vea qué puede hacerse con eso. Y ojalá y Dios quiera le salga bien y le vaya bien y llegue, siquiera lo más próximo al punto al que se dirige, que –si se entiende bien el refrán germánico– ende gut, alles gut.

Vuelvo a decirlo: ya tenemos los puntos del mapa que no deben visitarse, ya tenemos la renuncia explícita a visitarlos, ya tenemos la efectiva determinación y el acto positivo de no visitarlos todo listo y en marcha.

No basta.

Debe usted saber y decirse a dónde va. Y debe ir. Y debe procurar todo lo que haga menester para llegar.

Y algo mucho más importante que eso.

Usted no salió de su casa para no ir a determinados lugares.

Por eso, hay dos modos de entender el viaje y de eso depende, mal que bien, toda la felicidad.

Así las cosas, tengo una buena noticia y una mala.

La mala, primero: no hay modo de quedarse en casa. Y esto quiere decir que no hay modo de renunciar tanto a todo que se renuncie incluso a salir de casa y a emprender el viaje. Ser viador no es una elección.

La buena es simple: en nuestro fin, está nuestro principio. Cuesta, en primer lugar, arrancar el viaje. Puede ser. Pero, además, la ruta es ardua y el camino está lleno de desvíos y cruces que van a dar muchas veces a los puntos que hemos marcado en el mapa como no visitables. Hay de todo en la vía: no solamente cosas horrendas y deleznables, fáciles de advertir. Están las otras cosas, aquellas de apariencia galana y sonido tan apetitoso y agradable. Incluso, colmo de los pesares, hay cosas buenas, aprovechables, que muchas veces habrán de quedar a la vera, igual que las horrendas o de galanura aparente.

Pero al final del apechugue, sabiendo qué nos conviene y hacia dónde vamos, resulta que hemos llegado a casa.

Porque en nuestro fin, está nuestro principio.

Porque el viaje no es evitable. Y se viaja no para no ir a alguna parte sino para llegar a algún lugar, cueste lo que costare. Y costará, se lo garanto.

Y aquel lugar al final de nuestra vía es hacia dónde íbamos cuando salimos de casa y es aquella cosa que nos hizo emprender el viaje y es aquello que salimos a buscar.

Nuestra verdadera casa.