miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿Y usted quién es?

Creo que fue en La noche de las narices frías, la versión en dibujos. Me parece recordar haber visto allí una escena de perros paseando con sus dueños por la calle y las plazas, en la que la gracia era que los dueños tenían facciones parecidas a las de sus perros.

Algo así pasa a veces con algunos matrimonios. Marido y mujer, a la vista rápida de los ajenos, parecen parecidos y no en los gestos sino en las caras, como si el tiempo se hubiera decidido por tallar un modelo simbiótico.

A partir de allí, por puro juego, uno podría jugar un juego más peligroso. Como los juegos, algo de la vida real hay en eso. Y en general es algo de cierta importancia y gravedad.

Para jugar ese juego, debería uno admitir previamente que por la historia se transita, como varias veces se ha apuntado, en espiral. Y que ella misma es helicoidal. Algo de lineal tiene, algo de repetición tiene. Va de principio a fin, pero pasando por puntos similares en su transcurso. Similares, se entiende: no idénticos.

Creo que es eso lo que permite asociar épocas, como permite asociar personas. Suele hacerse, como es natural, con arquetipos, o con épocas emblemáticas. O épocas y personas que simplemente sirven como típicas representaciones de un estado de cosas o de ser, como cuando se dice “estamos en las catacumbas” o “Fulana es como Juana de Arco” o “Mengano es como Nerón”. La misma noción de arquetipo, me parece, lleva en su seno este juego, o su posibilidad, al menos.

Sabemos al mismo tiempo la diferencia y la similitud. Entendemos al mismo tiempo lo irrepetible y la repetición. Y, creo que sin mucho esfuerzo aunque con cierta oscuridad, entendemos por qué es parecido y por qué no. Como creo también que la idea no nos es extraña sino habitual. Una cosa nos ayuda a entender la otra. Lo más conocido nos explica o nos ilumina lo menos conocido. Y lo más conocido puede ser lo menos propio o lo menos próximo, de modo que al entender a san Pedro o a Judas, me entiendo a mí mismo. A la vez, no somos ni la mecánica repetición de otro, como no somos similares exclusivamente respecto de uno solo. Como en el panegírico de Jorge Manrique, su padre, don Rodrigo, resultaba:
En ventura, Octavïano;
Julio César en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad
con alegría;
en su braço, Aureliano;
Marco Atilio en la verdad
que prometía.

Antoño Pío en clemencia;
Marco Aurelio en igualdad
del semblante;
Adriano en la elocuencia;
Teodosio en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en desciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el grand amor
de su tierra.
Y, básicamente, es ése el juego. Supongamos que tuviéramos que asociarnos a un tipo, y más a alguien determinado, en lo que tiene de típico y en lo que tiene de peculiar.

¿Quién sería? ¿Cómo quién soy? ¿Qué nota característica de quién, se repite en mí, que soy por definición irrepetible, como aquel otro? Y lo mismo para catar la época, el tiempo en el que estamos.

Ahora bien, para que la cuestión tuviera algún sentido, habría que ampliar el universo de posibles similares en todas las direcciones. Está más o menos claro que, en el caso de las personas, de ponerse a buscar uno comenzaría por reyes, emperadores, caudillos. Héroes y santos. Notables. Por la cabeza. Por los capitanes de la guerra, por los doctores de las ciencias, por los taumaturgos. Tal vez por los notables incluso en materias despreciables, a condición de que sean notables. Pero es probable que eso no le haga mucha justicia a la realidad.

Tal vez, mi doble en la historia sea uno de los cinco mil -y no uno de los doce- en el Monte de las Bienaventuranzas. O uno de los innominados diez mil de la Anábasis de Jenofonte, y no Ciro. Un nombre sin nombre, aunque distinguible porque está descripto, señalado, en su misma anonimia.

Veremos.