martes, 23 de diciembre de 2008

Calor (VIII)

Viera usted.

Caminé la ciudad en estos días de calor sin lluvia (recién el sábado atisbó, medio desganada; malhaya y mi hartura de polvo de verano...)) Tuve que.

El viernes, por ejemplo, entre canículas de media tarde, ‘hice’ la calle de la Reconquista de punta a punta, que ahora está sólo para andar de a pie, casi toda.

Siempre me pasa lo mismo: voy llegando al Bajo y por las cañadas de calles y avenidas se cuela un viento como de mar, como de río, intenso, de vigor.

Y siento la nostalgia de los elfos unos minutos, con el viento en las fauces y en el corazón, camino del mar. Me paro en el cruce de las calles y el viento azota como a un mástil de barco. Hasta que el barullo de los viandantes me vuelve a las marchas gregarias y anodinas de los que cruzan calles como hormigas, hollando gravas de plazas, veredas de hoteles y de bancos. Compran y venden por estos días, trajinan alocados. Una pena de vida, vea...

Y lo que son estos días.

El calor seco y pesado que hace juego con el mundo de estos días.

Al fin, me dice el homónimo de viaje, su aventura fue un fiasco.

Pero sólo en parte, seamos justos. Y en parte, no. A mi gusto al menos, que no al suyo, se ve.

Es verdad que prometía aquel viaje por Sicilia que arrancó hace un tiempo con otros calores iguales. Era todo un asunto. Y aquel monasterio del oeste, alto en su promontorio de Erice, y su historia. Sí, piedras. Pero piedras con sentido. Tanto como los caminos que me cuenta que hizo, secos y polvorientos también ellos, como verdes o recios, para llegar de una punta a la otra de la isla. Aquellos olivares de la costa, llegando por el sur a Sant’Agata di Militello o los naranjales de la Piana di Catania y las tardes de vino blanco y piscifritti de paso, casi de camino, al sur de Brucoli; o Canicatti, Lercara, por el centro de la isla magna...

Vio todo lo más que hubo, dice. Guardó todo en el corazón, dice. Caminó la mar de tierras y sierras y valles. Hizo lo que quiso, en realidad. Lo que quiere. Y dice que ya me contará lo que ya sé. Y sé que callará lo que ya sé.

Hizo lo que pudo, dice. No le creo. Hizo de las suyas. A su aire. Y todo, pensará él me imagino, porque el buen fraile aquel, apenas si le marcó un mapa con esto y aquello. Y lo dejó a mitad camino, allá, rumbo a Erice, precisamente y tan luego, cerca de Palermo.

No sé. El caso es que, dice, un día, como quien deja atrás su Arcadia, saltó el mar, eólico y tirreno, y se zambulló en las islas del norte. Hasta Lipari, con cierto donaire de turista; de allí, a boyar con los lugareños y pescadores y baqueanos para arreglárselas como bien pudiera. En una semana vio casi todas: Salina, Filicudi, Panarea.

En unas letras apuradas, entre barcos y trenes, entre mulos y tabernas, me dice que piensa que estará para Navidad en Belén. Se lo nota cansado.

Bien podría ser. Quién sabe.

Del otro lado del mundo, calor de por medio, mientras camino las calles de este Buenos Aires de babel, me acuerdo de aquellos versos de otro fraile, pero franciscano, Antonio Vallejo, buen poeta.

Los conocí en una antología que hizo el insigne tucumano hace ya unos más de 40 años. Me acuerdo ahora, también, de otros versos de oro que trae, de Dimas Antuña, en una Oda de Navidad a Buenos Aires.

Los de Vallejo los revivieron hace poco unos entusiastas hablando de bueyes perdidos. Lo bien que hicieron. Siempre me impresionaron y fatigaba a los alumnos, años ha, con esos trazos gozosos y dolientes de la Ciudad Cristiana, que así se llamaba el poema.

En una imagen, que creo vale por todo, Vallejo dice que la piedra espera los ojos que la miren para revivir sus misterios y glorias:
Como un cielo estrellado sobre un abismo ciego
el populoso muro esperaba, paciente,
la intención de un ojos que encendieran el fuego
de su tácita vida,
y cuando los arrobos del arte imaginaria
–trazos de clara sombra y de luz escondida,
formas de la razón y cifras del afecto
celestial– descubrieron de nuevo amanecida
en mis ojos la llama del antiguo arquitecto,
animaron la piedra milenaria,
trocándola en lección, alabanza y plegaria.
Y eso, y más que eso, se me hace la ciudad en estos días. Y el mundo, digamos así, como la Sicilia del homónimo.

Está la ciudad, claro. Y están las piedras, no cualquiera de sus piedras, las piedras del misterio, de la alabanza y los Gloria.

¿Y los ojos?

miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿Y usted quién es?

Creo que fue en La noche de las narices frías, la versión en dibujos. Me parece recordar haber visto allí una escena de perros paseando con sus dueños por la calle y las plazas, en la que la gracia era que los dueños tenían facciones parecidas a las de sus perros.

Algo así pasa a veces con algunos matrimonios. Marido y mujer, a la vista rápida de los ajenos, parecen parecidos y no en los gestos sino en las caras, como si el tiempo se hubiera decidido por tallar un modelo simbiótico.

A partir de allí, por puro juego, uno podría jugar un juego más peligroso. Como los juegos, algo de la vida real hay en eso. Y en general es algo de cierta importancia y gravedad.

Para jugar ese juego, debería uno admitir previamente que por la historia se transita, como varias veces se ha apuntado, en espiral. Y que ella misma es helicoidal. Algo de lineal tiene, algo de repetición tiene. Va de principio a fin, pero pasando por puntos similares en su transcurso. Similares, se entiende: no idénticos.

Creo que es eso lo que permite asociar épocas, como permite asociar personas. Suele hacerse, como es natural, con arquetipos, o con épocas emblemáticas. O épocas y personas que simplemente sirven como típicas representaciones de un estado de cosas o de ser, como cuando se dice “estamos en las catacumbas” o “Fulana es como Juana de Arco” o “Mengano es como Nerón”. La misma noción de arquetipo, me parece, lleva en su seno este juego, o su posibilidad, al menos.

Sabemos al mismo tiempo la diferencia y la similitud. Entendemos al mismo tiempo lo irrepetible y la repetición. Y, creo que sin mucho esfuerzo aunque con cierta oscuridad, entendemos por qué es parecido y por qué no. Como creo también que la idea no nos es extraña sino habitual. Una cosa nos ayuda a entender la otra. Lo más conocido nos explica o nos ilumina lo menos conocido. Y lo más conocido puede ser lo menos propio o lo menos próximo, de modo que al entender a san Pedro o a Judas, me entiendo a mí mismo. A la vez, no somos ni la mecánica repetición de otro, como no somos similares exclusivamente respecto de uno solo. Como en el panegírico de Jorge Manrique, su padre, don Rodrigo, resultaba:
En ventura, Octavïano;
Julio César en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad
con alegría;
en su braço, Aureliano;
Marco Atilio en la verdad
que prometía.

Antoño Pío en clemencia;
Marco Aurelio en igualdad
del semblante;
Adriano en la elocuencia;
Teodosio en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en desciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el grand amor
de su tierra.
Y, básicamente, es ése el juego. Supongamos que tuviéramos que asociarnos a un tipo, y más a alguien determinado, en lo que tiene de típico y en lo que tiene de peculiar.

¿Quién sería? ¿Cómo quién soy? ¿Qué nota característica de quién, se repite en mí, que soy por definición irrepetible, como aquel otro? Y lo mismo para catar la época, el tiempo en el que estamos.

Ahora bien, para que la cuestión tuviera algún sentido, habría que ampliar el universo de posibles similares en todas las direcciones. Está más o menos claro que, en el caso de las personas, de ponerse a buscar uno comenzaría por reyes, emperadores, caudillos. Héroes y santos. Notables. Por la cabeza. Por los capitanes de la guerra, por los doctores de las ciencias, por los taumaturgos. Tal vez por los notables incluso en materias despreciables, a condición de que sean notables. Pero es probable que eso no le haga mucha justicia a la realidad.

Tal vez, mi doble en la historia sea uno de los cinco mil -y no uno de los doce- en el Monte de las Bienaventuranzas. O uno de los innominados diez mil de la Anábasis de Jenofonte, y no Ciro. Un nombre sin nombre, aunque distinguible porque está descripto, señalado, en su misma anonimia.

Veremos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

El fin del camino

Curioso asunto: parece que hay mucho que hacer al final del año. No sé por qué. Pero sí creo saber, y creo que se entiende. Hay algo en el tiempo del mundo, que se mueve al ritmo del mundo. De las cosas del mundo.

Por estos días, al final del camino del año, se ve a muchos que se afanan, inventan planes, se les ocurren cosas para hacer que saben positivamente que, si acaso abordarán realmente alguna vez, no harán hasta que la luz artificial de las oficinas se vuelva a encender a pleno de 9 a 22, como durante el año. Pero ahora, al borde de la fiesta, se vuelven perentorios y febriles. Como si alguna culpa o temor les cargara las espaldas y el corazón porque se acerca la fiesta y el ocio. Como si no quisieran irse al ocio sin pagar tributo al negocio, cualquier negocio, invirtiendo los amores, los deseos, para probar que no se olvidan de qué lado está lo que consideran consistente, serio. Será que es lo que se usa hacer y cada vez más. O será un enunciado apenas, una formulación de propósitos o expectativas, pero basta para dar fe. Los hay más terribles y furiosos, claro, implacables. Pero son los menos, por voluntad propia al menos. Como hay de aquellos que, mudando la materia pero no la forma, trabajan la fiesta, operan el ocio, trajinan el descanso: se vuelven afanosos planeando y ejecutando la misma fiesta, el ocio, la vacanza. Dándole forma, modelando, dándole sentido al vacío.

No es solamente el soslayo de la fiesta y del tiempo de la fiesta, eso se sabe. No es solamente el talante productivista, trabajoadicto. Eso sería fácil. Y está eso, claro. Pero es apenas la superficie. Más adentro, más abajo, parece haber algo más.

Y está claro, por otra parte, que somos seres temporales, como que debemos trabajar, como que tenemos mandado tener cierto gobierno sobre las cosas. Claro.

Pero ensayo una teoría, usando algo libremente los términos, aunque no es inédito lo que digo.

Creo que en las cosas humanas, el afán y el trajín son como si dijera más bien el lado humano de la vida de los hombres. El lado divino, en cierto sentido, es la fiesta, el reposo, el descanso, la mirada fija, penetrante, serena y saboreadora puesta en un punto o en un paisaje, en algo o en alguien, cierta quietud. Y se entiende que no toda quietud es divina, porque de lo divino se dice que es motor inmóvil, no simplemente que es inmóvil.

Creo también que cuanto más lento se hace el tiempo, más reposado en su ejercicio, en su percepción, en su uso, más próximo se vuelve al no cambio, a la eternidad; y, a la vez, más intensa resulta la experiencia de plenitud del ser viviente. Por otra parte, somos, por así decirlo, más temporales en el trabajo. Y cuanto más temporales, cuanto más en juego está el tiempo, más nos imaginamos que tenemos el imperio de las cosas, más creemos que podemos con ellas por nuestra industria. A la vez, como ya he dicho alguna vez, uno de los mayores afanes es domeñar con nuestra industria el propio tiempo.

No es malo el lado humano en lo que tiene de humano, claro. Ni lo es el lado divino, se entiende. Como trabajo y fiesta no son en sí mismos malos. Son como un concurso natural, son dos en uno para el hombre.

Camino y posada. Y camino y posada en este valle, porque en la Patria sólo hay posada. Pero estamos en este valle y aquí tienen ciertamente una relación y una proporción. Uno es tránsito, sucesión, trajín, transcurso y trabajo. La otra es fin y final, quietud, reposo, descanso, fiesta. Y es el camino el que lleva a la posada, diría Gilbert Chesterton, y no sólo materialmente, sino formalmente: caminamos el camino que nos lleva a ella, porque nos lleva a ella. Su juntura se asocia en nosotros al hecho de que el tiempo nos es natural. Hay que pasar de una cosa en otra. Hasta el fin. Hasta llegar al fin, que es la razón por la que estamos en camino.

Pero.

Hay algo en no querer salir del camino, como hay algo en negar el camino. Hay algo en no querer salir de la posada, como hay algo en negar la posada.

Y no es algo sano. Ni es algo bueno. No aquí, no en este valle.

Algo parece decirle a los hombres que el trabajo es lleno y el no trabajo es vacío. Algo parece que nos dijera que el no trabajo es malo en cuanto vacío y que es vacío, precisamente, porque no hay trabajo. Y que no hay plenitud sino en el trabajo.

Pero no es sólo eso.

Podría atribuírsele esa cadena de razones, y esa sensación y convicción, por ejemplo al capitalismo y antes al calvinismo y antes... Ya escribieron sobre estas cosas Pieper o Weber, cada cual a su modo. Y antes otros que se ocuparon de la relación entre la acción y la contemplación, la voluntad y el intelecto e incluso de la virtud y la gracia y de toda una cantidad de cuestiones conexas con esto que digo.

Me refiero aquí sólo a un aspecto que veo en la cuestión. Acá solamente digo ahora que hay un aspecto del ocio que siempre nos pondrá frente a la divinidad y a lo divino. Y que eso que tal vez se nos hace vacío, exige algo de entrega, de rendición, de ponerse en las manos de alguien. Ese vacío nos dice de un modo u otro que nuestro trabajo allí no cuenta, que nada podemos “hacer”, ni hace falta allí nuestra industria, sólo nuestra presencia. Como dije, tal vez nos resulta vacío por eso mismo.

Y creo que eso siempre es inquietante.

Porque nos dice que, de alguna manera, mientras estemos allí, en ese tiempo-no tiempo, en ese espacio en apariencia vacío, hemos perdido –y no debemos ambicionar– el control, el gobierno, el imperio sobre las cosas. Y que no debemos apetecerlo ni quererlo. Como, en cierto sentido, no deberíamos quererlo siquiera mientras estamos en los trabajos de este mundo.

En el ocio hay mayor experiencia del no tiempo, en la contemplación –aunque seamos contemplantes en el tiempo– entramos en los ribetes eternos de las cosas. Hay algo en nuestro modo natural de la fiesta, del descanso, del reposo, de la contemplación, que nos lleva a la eternidad, nos deja a sus puertas, en su umbral, aunque no sepamos bien cómo. Y parte del gozo que nos viene de esas situaciones más bien fugaces aunque intensas, viene de cierta suspensión del tiempo, del hecho de que en eso mismo, en esa suspensión del tiempo, se ve también una nota de la felicidad: poseer sin cambio algo sin cambio. Y allí se entrega uno, allí se rinde y reposa. Y a la vez confía. No necesita gobernar. No quiere gobernar, porque sabe –de algún modo llega a saber– que allí hay orden y gobierno. Que allí las cosas son para mí y que pueden ser sin mí. Incluso viendo en ellas lo mío en ellas, como aquel Niggle del cuento de Tolkien veía el cuadro que había estado pintando.

Pero esa experiencia no es solamente plácida. Para nuestro modo de ser es inquietante también. Hasta peligrosa. Y cada vez parecería más peligrosa. Porque cada vez nos parece más vacía: como si dijéramos que percibir la divinidad de algo, de alguien, de un tiempo separado del tiempo, lo vuelve más vacío, y eso porque lo percibimos menos humano, más vacío de lo humano.

En cuanto irrumpe de alguna manera el no tiempo, en cuanto irrumpe por algún lado la eternidad en nuestro tiempo no solamente quedamos frente a alguna felicidad. Ocurre entonces que somos, nos hacemos como niños. Y como niños, si tenemos la suerte de que esa irrupción no nos espante o, más aún, si tenemos la suerte de no aborrecer esa irrupción, nos abandonamos, reposamos, nos volvemos allí mismo como atemporales, generosos con minutos, horas y días, leves, más aéreos. Más libres de afanes, más dispuestos al no tiempo de la fiesta y la quietud.

Hay quienes ansían el descanso tras el trabajo, como hay quienes tienen que guerrear para que haya paz. Pero el asunto parece ser que hay quienes trabajan para no tener que descansar, como hay quienes batallan para que no falte la guerra.

Lo cierto es que lo divino se nos ha vuelto vacío. Lo divino se nos ha vuelto no sólo distinto sino enemigo de lo humano. No concebimos, parece, las quietudes vivas y vivificantes. No las queremos. Nos cuesta concebir una inmovilidad motora. El reposo, cansa. La fiesta, aburre.

Niño, fiesta, posada, eternidad.

Sí. Palabras peligrosas. Cosas peligrosas.

Y es verdad: lo son. Muy.

Al fin de cuentas, ellas tasan gravemente todo lo demás. Como son graves aquellas cosas que son principio y fin. Y ellas están al principio y al final, como el niño está al principio del hombre y la posada al final del camino.

Tal vez también por eso nos han recordado que debemos hacernos como niños.

Porque cuando finalmente el niño llega a la posada, hay fiesta eterna.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Para el pueblo, lo que es del pueblo (II)

Es que el orden mediático es el lugar por excelencia por donde el capitalismo ha logrado entrar a las casas junto a los electrodomésticos, el horóscopo, el pronóstico de tiempo. Es decir, junto a aquellas cosas que “nos hacen felices” o que nos “deberían” hacer tal como nos augura este mundo mercantil y hedonista. “Satisfacción inmediata” es el paradigma de la felicidad actual. Felicidad “puertas adentro” promocionando el goce de determinados “bienes”, sustrayéndonos del lazo social con su fin autoerótico. Las propagandas –signos, noticias– nos traen entonces junto a su promesa de goce un mundo amarrado al bienestar de un cuerpo enajenado, des-subjetivizado y autómata, unido y despegado a la vez como esos dibujitos horrendos que ven los pibes. A esta felicidad estupidizante que por momentos los “mercaderes de la angustia” (al decir de A. Zaiat) logran desestabilizar con sus alertas “rojos” haciéndonos temer la perdida de una supuesta completud, sólo podemos oponer la palabra. Palabra que no se agota en sí misma sino que enlazada a otra y a otra en su función simbólica pueda producir una fisura al discurso hegemónico, apostando a la aparición de un sujeto social, crítico y responsable, enlazado con otros en una nueva trama significante.
Interesante, claro que sí. Muy interesante. Aunque a esta descripción le sobren y falten la misma cantidad de enormidades.
En abril de este año el Gobierno sorprendió cuando se reunió con las organizaciones de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, y anunció que se iba a impulsar una ley que reemplazara al decreto-ley 22.285 de la dictadura. La expectativa de muchas organizaciones y comunicadores que luchan hace años por un nuevo modelo de comunicación crecía. Más aún, cuando desde el propio Gobierno se aseguraba (y todavía lo hace) que los “21 Puntos por el Derecho a la Comunicación” presentados en 2004 iban a ser la columna del proyecto oficial. “En junio ingresa al Congreso”, se prometió extraoficialmente cuando el conflicto con la patronal del campo estaba en su punto más candente. “El 9 de julio se anuncia”, trascendió después. “En agosto”, dijeron cuando las retenciones a las exportaciones no eran el problema principal. “Antes de fin de año”, aventuraron más tarde. Pasaron la derogación de la Resolución 125, la estatización de Aerolíneas Argentinas y Austral, la “movilidad jubilatoria”, la eliminación de las AFJP y la Ley de Radiodifusión sigue siendo una deuda. ¿No se podían haber discutido mejor todos esos temas, de importancia para el país, con una ley de radiodifusión plural y democrática?
Esta otra no tanto, ve. No tanto. Más embarrada, menos interesante, aunque gráfica, sí.

Nítida asaz la necesidad. Demasiado ‘militante’, transparente en su reclamo de las herramientas, amenazante, un verdadero ‘apriete’ por izquierda para que el gobierno progresista se progresistice ya y de una vez en los ejes, cumpla, dignifique el discurso...

Muy bien, capisco...

Pero no se me enoje, amigazo, si vuelvo a preguntarle: ¿realmente usted les cree? ¿De veras usted cree que todo ese circo y esa sanata son importantes así como lo dicen? ¿No le parece que lo que estos tipos chillan es el negocio? ¿No le parece que lo que quieren es la viyuya? ¿No es -como corresponde a cualquier materialismo- una cuestión de la propiedad de los medios de producción? ¿No le parece que lo dicen es que los discursos y las imágenes y esas cosas son un producto y que lo que ellos quieren es tomar la fábrica de discursos y de imágenes, como si no tuvieran ya una parva de fábricas de esas cosas, pero las quieren todas o dictar la ley que las rija a todas? ¿No son un ‘jugador’ más del mercado? Y más, ¿no quieren ser los árbitros del tráfico de esas mercancías?

Vea, mi estimado: sí y no. Ni por un momento dejo de pensar que sean voraces y tengan ganas de tener lo que otros tienen. Que sean ambiciosos y envidiosos, igual que sus supuestos opuestos. Quieren la tarasca, sí señor. No la desprecian, para nada. Y la quieren rápido. Y quieren ser ellos los que repartan. Sí, claro que sí. Pero. No es lo único que quieren. Ni ellos ni los otros. Ni nadie que se ocupe del asunto, si vamos al caso, lo supiere o no. Y déjeme que le ponga un solo ejemplo de por qué la cuestión es capital.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
¿Sabe quién dijo eso? ¿Sabe qué significa?

Está en el capítulo primero del primero de los ocho libros de la Política de Aristóteles.

Y significa que hay en la finalidad del lenguaje humano algo asociado a la naturaleza política del hombre. Que pueda conocer y expresar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todo lo demás del mismo orden, es lo que le permite al hombre vivir políticamente, en sociedad, en comunidad. Y eso puede hacerlo principalmente con la palabra. Y esa palabra es exclusiva del hombre entre las criaturas que andan por el mundo.

Sólo él habla, sólo él hace ciudades y las hace porque habla, y habla para hacer ciudades, que no quiere decir que no pueda hablar por otras causas.

La política no se agota en el valor y el sentido político de la palabra humana. Pero sin la palabra humana no hay polis, ni arte de lo que se refiere a la polis.

Tienen razón estos muchachos, lo sepan o no. No quieren sólo los mangos: quieren la palabra, porque quieren la polis.

Y no tienen razón los que ni se ocupan ni se dan cuenta de eso. Y creo que más pior es en el caso de los que, si acaso, sí se dan cuenta y da lo mismo que hagan o no hagan algo. Y no porque no sepan de palabras sino porque, aunque usen la palabra, no saben de política. O no quieren saber. O mejor me callo.

Digo yo, y por ahí me equivoco. Aunque no creo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Fin del juego

Como cada año. Terminaron las justas deportivas de Gregorio el batallador.

Como vi terminar otras justas en estos días: unos campeonatos de pato, por ejemplo. Y alguna vez habrá que hablar de ese deporte.

Pero, así es, como ciclos: entre otras justas que terminan y otras que empiezan. Como ciclos. Líneas helicoidales que pasan por puntos iguales o similares pero no necesariamente por el mismo punto. A la misma altura, pero distinta posición. Y hacia adelante, indefectibles.

Una física humana, como una física histórica. Movimientos de cosas que son las mismas pero no y que parecen repetirse, sin que sea una repetición sin más. Y todo ello con sus respectivos términos simbólicos, claro. Siempre.

¿Qué difícil se le hace al hombre lo que le es propio? ¿Qué difícil ver a través de lo que está mirando? ¿Es posible que nos sea tan opaca la realidad? ¿Es posible que nos sea tan débil la mirada?

Se ve que sí.

Está visto que hay que hacer un esfuerzo especial para ver -en todas las cosas de la historia y de la transhistoria- los signos. Cuáles cosas son signos de qué cosas. Qué significan.

El fin del juego, por ejemplo, y es un caso como cualquier otro.

Salía por la avenida de eucaliptos y después por la de plátanos. Hacía calor. El juego, por este año, había terminado. Nos volvíamos caminando esta vez, como otras veces, solos, sin compañía. Y era igual y ya no. El batallador, claro, siguió su derrota, en los dos sentidos simpáticos de la palabra. Y así terminó. Y el juego terminó. Y no terminó.

El año pasado, a esta altura, caminaba bajo esos mismos árboles. Y yo era el mismo, y no. Y el batallador era el mismo y no. Y también como ahora había perdido, pero no, como ahora también.

Y así.

Un día será el fin del juego. Cara a cara, y no como en un espejo.

Ya será.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Para el pueblo, lo que es del pueblo

Pero la televisión es algo más complejo aún, es la difícil articulación de publicidad (recursos), contenidos, tecnología y contexto social, todo eso monitoreado por un software que mide el rating minuto a minuto y lo informa en real time. Y es una industria que ante la ausencia de publicidad, verdadera reina del medio, genera programas baratos y mediocres en todo sentido.

Y todo esto, además, para lograr que se entretengan millones de albañiles, amas de casa, mecánicos, dentistas, economistas, cartoneros, obstetras, filósofos, que tal vez estén deprimidos, algo frustrados por el sistema que los contiene, y supliquen por tres horas para no pensar en nada.

El no pensar en nada incluye no sólo expulsar de nuestra mente las contradicciones sociales del sistema; es también generar el olvido o la negación de nuestra propia insatisfacción por un rato.

Con una ventaja, cuando vemos algo que no nos gusta cambiamos de canal y listo, e igual que un niño de cinco años cree que si su mamá sale del campo de visión desaparece, también nosotros fantaseamos que la guerra de Irak se termina al apretar el control remoto y poner a Los Simpson.
Esa cita dice algo, cómo que no. Por cierto que es un relato como si dijéramos fenoménico, de lenguaje urgente y cuasi apocalíptico, muy apto para el público interno, más que nada. Mantiene la “moral de combate” y baja línea a la vez, fija los criterios, recuerda los objetivos. Planta el eje revolucionario y conmina veladamente a no dejar de explotar la indignación. De vuelo corto, si se quiere, concedo. Pero tal vez suficiente para recordar al lector que hay que ir por los recursos, hay que ir por la inclusión y el reparto. Pero más que nada hay que ir por el relato nuevo y por las fuentes y emisores de un relato nuevo, donde relato significa el sentido último de todas las cosas, su trabazón más íntima. Relato quiere decir, más o menos, manejar “la partícula de Dios” en la historia. Tal vez para quedarse con el reparto, claro...

Pero más que ese artículo, me interesó el otro , que está al lado.
El regreso a la disputa por el poder popular cobra significación en nuestra tierra. ¿Cómo terminar con los campos de concentración cultural y político? ¿Qué nueva producción política puede liberar del secuestro conservador a parte de nuestra sociedad media? Hay que crear para unir y ganar para transformar la lógica porque una vida está por encima del dan shon y el destino humano está en riesgo. Que baje el cielo y suba la tierra, porque no se trata de pedir lo imposible como en aquellos sesenta del Mayo Francés, se trata de pedir el reparto de nuestra riqueza.

Construir nuestro relato. Romper las rutina retórica, quebrar el común de los sentidos; salir del lugar donde nos puso la cultura de la usura; no somos deudores, fuimos saqueados y vamos por lo nuestro.

Los neoconservadores buscan presurosos un atajo; su revolución cultural que mutiló a los partidos y contaminó a muchas referencias sociales de izquierda, su dominio en el campo cultural y de los medios de masas para imponer el liberal modernismo ahora se astilla en los sótanos sociales. Cuántas categorías políticas resulta indispensable revisar, cuánto concepto que funciona como un censor pragmático hay que reactualizar, y cómo apelar a la literatura para decir lo indecible –machacaba Nicolás Casullo– y exponer cosas de las que se tiene apenas una intuición, y además tener la libertad de que todo es admisible en la literatura. Nuestra literatura de sueños incumplidos y el deseo que nos empuja a componer una nueva gramática del derecho de la mayoría, del conocimiento liberador y la información calificada y profundamente democrática. Hay mil batallas culturales y políticas pero no se gana premiando al sistema de comunicación sino creando nuevos relatos, liberando la palabra del analfabetismo político, confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
Es muy gráfico. Más cerebral, claro. Y más periodístico, además, con ese bombardeo de preguntas y consignas que marcan la cancha, le ponen nombre y apellido a las cuestiones que importan –que deben importar– y las resuelve en una sola dirección.

El aire utópico semioculto es lo que más me llama la atención.

La pancarta que encabeza la columna de manifestantes parece la del abucheo a la usura, la de la pedorreta al neoliberalismo, la de la amenaza al explotador. Y entonces resulta más bien simpática la fenomenología en este caso.

Hay toda una vida por afuera y por encima de la lógica del mercado y del mercadeo. ¡Bravo! ¡Claro que sí!

Hay todo un asunto en lo de los nuevos modelos políticos para ordenar el caos del liberal modernismo de los conservadores y la cerrazón pragmática y doctrinal de los neoconservadores. ¡Iupi!

Pero la zota tiene pata, y se le ve, compadre.
Construir nuestro relato. Romper las rutina retórica, quebrar el común de los sentidos; salir del lugar donde nos puso la cultura de la usura; no somos deudores, fuimos saqueados y vamos por lo nuestro.
O cuando dice (pidiendo más o menos veladamente la dichosa nueva ley de contenidos audiovisuales, la misma que una vez que un gobierno progre arregla con el grupo Clarín, ya no tiene el mismo sabor revolucionario, no sé si me explico...):
Nuestra literatura de sueños incumplidos y el deseo que nos empuja a componer una nueva gramática del derecho de la mayoría, del conocimiento liberador y la información calificada y profundamente democrática.
O cuando, finalmente enrollándose en la bandera de la utopía, ahora sí, sangra por la herida:
Hay mil batallas culturales y políticas pero no se gana premiando al sistema de comunicación sino creando nuevos relatos, liberando la palabra del analfabetismo político, confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
¿Qué dijo? ¿Cómo es eso de que el pueblo no sé qué cosa...?
...confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
¡Ah, eso...! Sí, claro.

Si al pueblo ése del que usted habla se lo ve que se muere de ganas por “instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica...”

Y que sea usted el que lo instruya, obviously, y le mestice el aprendizaje, claro, y lo forme sin tutela, salvo la suya, se entiende...

No sea ganso, viejo, hágame la caridad.

Ese pueblo que usted manosea, existe nada más que en su pluma (en sus teclas), en el aguaalaboca que se le hace a usted pensando que lo tiene de plastilina y a su disposición, ahora que está en la malaria, y ya lo veo relamiéndose porque, ahora que trastabilló el muro de los mangos, el pueblo está para cualquier viaje revolú que usted le proponga, despertándole la conciencia de sus derecho a bajar el cielo y subir la tierra.

Piedra libre, amigazo...

Piedra libre para uno (no está solo, ch'amigo...: usted es legión) que quiere manejar la guita en nombre del pueblo. Y manejar el poder en nombre de la conciencia histórica popular. Y manejarle el circo mediático, siempre en su nombre. Y manejarle la tierra. Y el cielo, claro. Y el Cielo, obviamente.

¡Déjese de joder, muchacho!

Usted de lo que se está quejando es de que el pueblo, ese pueblo maleado y tontón, partido en mil esquirlas de opresión y explotación, de expolio y manoseo, de estolidez educativa y perversión, de cultura barbitúrica y circo, aun así, con todo y eso, ese pueblo no está saliendo a la calle impaciente y aguerrido, militante y furioso, en largas columnas de puños en alto esperando y aullando porque usted y sus compañeritos de clase se están demorando en decirles para dónde queda la historia...

Una cosita más, y disculpe, ¿no?, pero es la última: ¿va a durar mucho el proceso de beatificación de Nicolás Casullo?