martes, 9 de septiembre de 2008

Tiempo al tiempo

¡Hay tanto para hacer y uno hace tan poco! Pero si no se puede, no se puede, qué remedio... Pero igual el tiempo pasa...

Y no es que uno no pierda tiempo de tantas maneras. Y habrá que dar razón de eso, aunque, y a Dios gracias, hay misericordia en el Tribunal...

(De un modo bastante rudo diría, por las coincidencias apabullantes, me vi en estos días como obligado a pensar en estos asuntos. Frases, conversaciones, hechos, y hasta mensajes de gentes lejanas. Todas gentes y cuestiones sin conexión entre sí. ¿Sin conexión? Notable sería si así fuera. Y más notable si tuvieran una conexión que no alcanzo a ver del todo...)

El tiempo.

Y el tiempo perdido.

Si llevas cuenta de los días de años que nos diste y que perdemos en nadas, ¿quién podrá subsistir?

Ya sé que no dice eso el salmista. Yo lo digo. Porque si hay un tiempo para cada cosa, parecería haber cierta necesidad de acertar con el tiempo también, no solamente de acertar con las cosas.

Supongamos que el tiempo fuera la mismísima libertad. Supongamos que al tiempo le cupiera lo que le cabe a los cabellos de nuestra cabeza: cada segundo está contado, tenemos contados nuestros minutos. Y que de esa cuenta hubiera que dar cuenta, según parece.

Quiere decir que hay un tiempo para cada quien, no solamente un tiempo para cada cosa, como dice el Eclesiastés. Como también hay cosas para cada quien. No para cualquiera cualquier cosa. Y podría pasar que no alcancemos –ni siquiera con la intención– aquellas cosas que nos tocan a cada uno. Y eso por perder el tiempo, no solamente por no acertar con las cosas.

Así vista la cuestión, perder el tiempo podría volverse una expresión bastante menos mecánica, o casual, o inocente o fatal.

Hablamos habitualmente de perder el tiempo como de algo más o menos neutro, más o menos fatal y a la vez no muy grave. Como si se tratara de algo que no sabemos bien dónde lo hemos puesto, que no recordamos exactamente qué lo hicimos. Tal vez incluso unas sobras de algo de lo que ya se ha consumido bastante, algún algo que en principio es inagotable o nos lo parece habitualmente; algo que nos parece que podemos darnos el lujo de dejar de lado: unos trozos de pan sobre la mesa, un vaso de vino sin terminar de beber. Algo de lo que nos sobra, algo que no necesitamos demasiado. Algo que no nos hace falta todo el tiempo.

Pero el tiempo es para los mortales de algún modo como el aire. Nuestra condición está de algún modo maridada con el tiempo. Y resulta que mientras estamos en este valle, sin él no podemos ser.

Supongamos que habláramos de perder el tiempo como quien hablara de perder la inocencia, como quien hablara de perder la virtud, como quien hablara de perder la salud, o un hijo, o una pierna o un riñón. Hablaríamos con más gravedad de la cuestión, tal vez.

O supongamos que habláramos de perder el tiempo como quién hablara de perder todo el sueldo familiar en las carreras de caballos. Y a sabiendas, claro, no por mero accidente. No como quien pasara y descuidadamente volteara un jarrón, sin darse cuenta de que allí había un jarrón. No. Me refiero a que tomáramos el jarrón cuidadosamente con las dos manos y lo soltáramos a conciencia –con cierto envión, si es posible...– para que se estrellara contra el piso y así no quedaran dudas de que hemos querido tirarlo, y no se creyera que se nos cayó inadvertidamente.

Suena ominoso, demasiado pesado. Una carga que no parece humana, es verdad. Y eso hace más difícil la cuestión. ¿En qué sentido es nuestro nuestro tiempo? ¿Cuánto del tiempo en el que somos y sin el que no podemos ser nos pertenece? ¿Hasta qué punto nos pertenece?

Por supuesto que está ese sentido de las obligaciones que por comodidad voy a llamar voluntarista. Está esa rigidez programática de asegurarse de todas las formas posibles estar haciendo lo correcto, también con el uso del tiempo. Que podría llegar a ser, si no lo es, una forma de desesperación; tal vez, y al fin y al cabo, simétrica con la desesperación de la incuria del que siente que nada vale la pena. Porque parecería que se puede abusar del tiempo tanto con una rigidez inhumana cuando se lo usa de un modo diría implacable, como cuando se lo dilapida en naderías o se lo deja correr con una lasitud animal.

Pero abusus non tollit usum, que quiere decir que abusar es una cosa y usar es otra. Que es más o menos lo mismo que decir que ab abusu ad usum non valet consequentia. Esto es, que no podemos decir del uso de algo lo que podemos decir del abuso de eso mismo, cosa bastante sencilla de ver, pero difícil de hacer, por lo que se va viendo en esto y aquello, aquí y allá en variada suerte de cuestiones.

Con todo y eso, creo que el asunto de usar del tiempo que se nos ha dado, o de perder el tiempo que se nos ha dado, es todo un asunto.

Hasta pienso que está previsto que con el tiempo hagamos algo parecido a lo que hacemos con las demás cosas. Siempre seremos, creo, el hijo pródigo de la parábola. También en esto, claro, con ser asunto grave. Porque de algún modo nuestra herencia también está hecha de tiempo, como de las demás cosas: dones, amores, responsabilidades, todas cosas también graves.

Por cierto que si supiéramos con nitidez quién somos en realidad, eso enhebraría nuestros minutos de un modo más elegante y plástico. Si uno supiera qué hace en este valle. Si uno supiera qué tiempo se le ha dado, y para qué. Pero es mucho saber para un hombre, creo. Y acaso tendremos sólo aproximaciones neblinosas en el tiempo de nuestra vida. Y ni siquiera saberlo nos asegura mecánicamente no abusar de ello, no ignorar lo que sabemos. Siempre seremos el hijo pródigo.

Pero tal vez, y mientras vamos viendo, habría que mirar un poco mejor el tiempo mismo, antes de ponerse a contar con balanza de oro cómo usamos o cuánto perdemos de eso que no sabemos bien qué es. Antes de precisar qué significa perder o bien usar el tiempo, tal vez habría que entender mejor qué es el tiempo.

Y mientras con el mazo dando, rogando que no sea perder el tiempo ocuparse de tales cosas.