martes, 23 de septiembre de 2008

Muerte y fin

Un par de semanas atrás, prometí la opinión de la casa sobre dos asuntos a mi paladar conexos.

Por un lado, estaba una elucubración sociológico-verdulera que viene de La Plata, acerca probablemente del sentido de la muerte entre los jóvenes, asunto traído de los pelos por la autora de una nota que comienza hablando de Lula, Cristina y la norma de la TV digital, y el arquetipo de joven que presentan los medios, y que al fin termina hablando de lo que quería hablar desde el principio: los ’70.

A la par, cité un artículo de una cadena inglesa que, en ocasión del meneado y ahora detenido asunto del acelerador de partículas, elucubra a su vez acerca de los sentidos del fin del mundo, temor que, dice el autor de la nota, apareció con el anuncio del experimento y se acrecentó a medida que avanzaba éste.

Pero lo primero es lo primero: la chica de La Plata, escribe bastante mal. No es una escritora, me dirán; entonces que no escriba, diré. En cuanto al autor que publica en la BBC, claro, escribe mejor; tanto como de cualquier cosa, porque lo mismo puede hablar del fin del mundo como de prostitutas, autos eléctricos o ajedrez (juego al que dicen que es muy aficionado...): el oficio de periodista, que le dicen. Creo que de lo que sabe más es de ajedrez..., que es tal vez a lo debería dedicarse full life.

Ahora.

Bien mirado, ambos están hablando de lo mismo: el fin y la muerte. Y ambos, creo, parten de una misma concepción, lo sepan o no.

Morir, finir, terminarse la vida, la historia. Son todas cuestiones que se definen en nuestra imaginación y concepción más que en el pasado, en el futuro. La muerte y el fin son, por definición, algo futuro en lo que a nuestra experiencia subjetiva importa. De hecho, ni se nos ha terminado el mundo aún ni nos hemos muerto todavía. El hecho de que ahora conozcamos la muerte y el fin, es en realidad parte de un conocimiento y de un afecto relativo a otros, aunque la experiencia del dolor de perder a otros o de perder un estadio o un tiempo de la vida o la historia, reverbere en nosotros en el presente viniendo del pasado, siquiera inmediato.

Pero especialmente futuros son el fin y la muerte para el que piensa y medita en ellos. Lo son también para quien se mueve ahora con ellos a la vista, ya sea adelante o alrededor. Por cercano que sea, el fin –personal o histórico– no está atrás (de ser así, ya lo sabríamos...), ni está junto a nosotros en un sentido material (de ser así, cada uno y todos habríamos terminado ya...)

Con todo y eso, tal vez en algún sentido muerte y fin nos rodean y están presentes sin ser presente enteramente. Sin exagerar, desde que las cosas empiezan a ser van a su consumación y disolución y, en un sentido virtual y en otro sentido realmente, llevan presente ese germen de disolución hincado en su piel, la piel personal y la piel de la historia. Todo viviente tiene y lleva hincada la muerte y el fin. Y el sentido que le encontremos a eso, es el sentido que encontraremos respecto de nuestra vida y del mismo principio de todas las cosas. Casi diría con Chesterton que en este asunto, cuando veamos cómo termina todo, sabremos por qué empezó.

El caso es ahora que ni La Plata ni Londres -cada cual por sus motivos- están pensando realmente en la muerte o el fin de los tiempos, ni están realmente hablando de ambas cosas.

La Plata alumbra la barbaridad frívola (toda ideología suda cierta frivolidad...) de que
Los jóvenes hoy tienen una clara conciencia de la vulnerabilidad de la vida. De una vida en donde no hay derechos ni garantías, donde no hay instituciones que los protejan, y que aparece construida como una selva donde no entran todos. Hay que decirlo lo más claro posible: los límites entre la vida y la muerte son vistos por los jóvenes, y especialmente por los jóvenes de sectores subalternos, como límites precarios porque viven en un mundo que se ha precarizado como nunca. Y esto no es porque sí, no es porque simplemente sucedió como parecen decirlos ciertos opinólogos y periodistas.

Pero además, y claramente ligada a la conciencia de la vulnerabilidad de la vida (que da como resultado un número altísimo de muertes violentas), la precariedad no pude ser pensada por fuera de las heridas producidas por la dictadura y por treinta años de políticas neoliberales en la Argentina y en la región de las que los jóvenes hoy portan marcas aún sin poder decirlo.

En el caso de Londres, como corresponde, la frivolidad tiene un disfraz menos berreta, más sofisticado. Información, pseudoerudición, ascéptica amplitud de juicios, una mirada como episcopal (lo digo etimológicamente...) Basta ver la calidad y consistencia de las fuentes que consultó. En fin, un trabajo que se diría verdaderamente periodístico.

Pero de lo que no escapa tampoco Londres es de la relativización del fin del mundo y de los sentimientos acerca del fin, así como La Plata relativiza la muerte y los sentimientos acerca de la muerte, cuando le adjudica la matriz setentista.

De alguna manera, ambos se las ingenian para sacar los asuntos del futuro en el que están. Ambos se las ingenian para traerlos al presente, ponerlos en el pasado o en algún lugar, cualquiera fuere, que no comprometa de cierto el futuro en el que están.

De alguna manera, esa actitud es existencial, no solamente conceptual. De alguna manera, esa actitud se relaciona con la esperanza y, por cierto, con la desesperación. Porque -y esta parte es la parte más difícil- hay un modo en el que muerte y fin están en el futuro y hay un modo en el que muerte y fin pueden estar en el presente, en lo que respecta a nuestra existencia real.

Esa relación entre la consideración presente de eso futuro, define de algún modo nuestra vida. Por raro que suene: le da sentido, no solamente porque hacia ello vamos, sino porque su significado signa nuestro presente.

Nos quitan eso y de algún modo nos quitan la posibilidad de esperanza; nos quitan eso y le quitan sentido a nuestra vida -individual, histórica-, pero no porque eso sea una construcción cultural, no porque sea patrimonio de una civilización o religión.

La frivolidad de Londres es precisamente el catálogo horizontal de las construcciones culturales o religiosas. La mera descripción, tratando de decir sin decir que esa necesidad de construir una idea de futuro, hace que el futuro mismo no sea tan grave, ni sea siquiera tan real.

Pero el caso de la muerte y del fin es precisamente el caso de dos asuntos cuya realidad futura no se deteriora por el hecho de no estar en el presente o de estar flotando en el pasado.

A La Plata no se le quiere ocurrir sentimiento de muerte más definitorio que la muerte -sesgada- que hubo en un determinado pasado. Y cree que, a los jóvenes hoy, la muerte de otros -determinados otros, claro- les va socavando el sentido de su vida y los va zambullendo en un vértigo de thánatos. Podría concederse lateralmente el punto. Pero, en ese caso, ¿por qué esa proximidad de muertes abiertas sería la causa y no la innumerable cadena de muertes abiertas que tiene el pasado argentino y el de América y el de América antes de ser América y el de Europa antes y después de llegar a América, y así siguiendo?

Toda filosofía es una meditación acerca de la muerte, es más o menos lo que dicen que dijeron Platón y otros.

Así las cosas, no son asuntos para manosear demasiado, porque de la real consistencia de ese futuro que nos espera 'democráticamente' a todos depende nuestro presente de un modo más definitorio que tener posición ideológica tomada respecto del '70, o de un modo más serio que presentar como rarezas y excrecencias tribales una breve enciclopedia británica sobre las pavadas que dicen los que creen que el mundo tiene fin.