domingo, 10 de agosto de 2008

Contraseñas (IV)

Una cosa es la naturaleza de toda cosa, ella misma de algún modo velada detrás de una puerta que requiere llave. Y una cosa es que para acercarse a cada cosa, a cada quien, haya un camino, una puerta, un pasaje.

Incluso una puerta -como suelo pensar- que, en el caso de las personas, más bien está hecha para abrirse sólo desde adentro. Una puerta que ni siquiera Dios quiere violentar: Él, que conoce todos los secretos y todas las cosas recónditas, espera que le abran. Conoce todas las contraseñas y claves y se resiste a usarlas, pese a que todas las contraeñas y llaves le responden.

Y más aún: Él mismo ha sembrado de claves y contraseñas, de llaves, toda cosa, pero también ha delegado su potestad y le ha dado a otros que no son Él la posibilidad de poner claves, de forjar llaves, de elaborar contraseñas.

Pero todo eso es una cosa.

Otra cosa es que el hecho de que Dios se resista y se niegue incluso a usar las contraseñas, las claves y las llaves, baste para que cualquier otro con posibilidad de hacerlo -en parte, al menos- se resista y se niegue también.

Porque lo que uno sabe, más bien, es que frecuente ocurre lo contrario: pocos, muy pocos, son los que se resisten. Y 'pocos', creo que disimula un 'nadie'.

Del secreto, de la contraseña, de las llaves y claves, los hombres saboreamos habitualmente el poder.

Del misterio, del velo, no vemos la misericordia: nos apasiona más la curiosidad, ver lo que no vemos: poder ver lo que no se puede ver.

Poder ver.

Poder.

Y hacer que no se pueda, claro, que es poder.