Otras veces ha sido el sur, el sur-sur, el sur profundo. La tierra aquella, sin monasterios.
Pero esta semana me tocarán unos días de un poco de sur bonaerense, donde el sur empieza a ser sur-sur, me parece. Es una zona que aprendí a gustar en los últimos años. Esa tierra siempre la tuve un poco relegada, mirando más lejos. Pero algo la he caminado -casi literalmente- y llegué a conocer unos lugares, gentes, y entonces se me hace diferente ahora.
Es cierto que, cuando se anda por allí, y más que cualquier otra cosa, se siente el viaje en el tiempo.
No sé tanto de esas cosas como para saber si es verdad que el Sistema de Tandilia es tan antiguo como los libros dicen con sus miles de millones de años. Tampoco sé si es el plegamiento más antiguo del mundo, como dicen. Si es precámbrico, como dicen. No lo sé. Tal vez debería creerles, pero se ve que tengo problemas con cifras de más de cuatro dígitos.
Tanto me da. Tiene lo suyo el lugar. Y sobre todo, tiene tiempo acumulado en cada poro y hay recovecos, vueltas de camino, andando a campo abierto, como para sentirse uno de esos cazadores vestidos con pieles, en alertas cuclillas frente a un fuego nuevo, a la sombra de las piedras enormes y viejas, o en medio de ondas vacías de llanura inquietante, aguzando el oído, el olfato, la vista. Figuraciones, ya lo sé. Pero algo de eso me ha pasado andando por allí.
Ya hace rato que tengo la idea de alguna vez hacer los 300 y pico de kilómetros de esas sierras, de punta a punta. Como digo, he caminado una parte, deambulando por ambas puntas y algo del medio, cerca del mar donde termina la vista de esas piedras, o a la altura de Balcarce, o de Juárez, y un poco más arriba, cerca de Olavarría. Pero una parte no es todo. Y tal vez debería ser a caballo, porque me pareció ver que así se entiende mejor esa tierra. Y solo, claro. Porque parecen tierras para andar solo, con la tribu en otro lugar. Se me hace que, bien montado, podría hacerse mínimo en unos doce a quince días.
Una vez será. No ahora.
Ahora hay que laborar allí otras faenas, en lugares que me parece que tanto podrían estar en Tandil como en Puerto Madero. Y que al cazador –al que imagino junto al fuego, no al otro que de esos sí hay cabe el río color de león- no le sentarían para nada.
Algo se podrá andar, de todos modos. Y ver y oír.
Claro que uno sabe, como cualquiera sabe, que aquellos parajes tiene paisajes y que dan vacas y ovejas y minerales y esas cosas. Que son pintorescos y que hay turistas y cosas para turistas. Pero se me dio en estos días, por ejemplo, por ver qué poesía daba esa tierra. No encontré demasiado a la distancia. Algo, pero poco. Y con ese encargo voy, también y principalmente.
Entonces, mejor ver y oír allí mismo qué dicen y qué han dicho aquellas piedras en los versos que sobre ellas se han escrito.
Porque si uno le hace caso a los catálogos debería ilusionarse. No por el fraseo de catálogo del catálogo, claro, sino por lo que trae a la imaginación.
Porque si uno estuviera de pie sobre semejante ruina viva, sobre la respiración de esas piedras barridas por vientos que soplan quién sabe si desde el comienzo del mundo, sobre semejante ruina fértil y de milenios enteros, con esos tumultos callados de milenios de años de mar, si un hombre estuviera allí, de pie, con siquiera una ínfima raíz del alma hincada en ese abismo de eras, tal vez –imagino, me ilusiono- debería poder alumbrar alguna palabra de un sabor potente, rancio de siglos, unos versos de piedra, de bosque y mar, versos como capas innumerables de sonidos y texturas que están abajo, murmurantes, a miles de metros debajo de los pies de un hombre.
Como si dijera un verso –una palabra- que fuera la más mínima y esplendente huella humana, nítida sobre semejante espectáculo del tiempo.
Veremos. Oiremos.
Quién sabe.