domingo, 22 de junio de 2008

Lianas (XI)

Tal vez dije alguna vez al pasar que, hace unos cuantos años, tuve una conversación con un yanqui.

El quídam –financista él mismo- era algo así como miembro de una especie de fideicomiso, formado por exalumnos universitarios que se habían reunido para aportar dinerillos personales que permitieran sostener iniciativas culturales y ofrecérselas a su alma mater, una universidad católica de los States. Era un católico de origen irlandés, residente en Nueva York: “No somos intelectuales, somos todos profesionales, hombres de negocios. Pero creemos que de este modo, le devolvemos algo de los que nos dio...”

Alguien me había pedido que me viera con este sujeto porque, entre otras cosas, buscaba gentes que enseñaran –allá, eso sí...- cosas literarias de Hispanoamérica. Acepté a regañadientes, un poco bastante por curiosidad, otro poco porque la negativa era un desaire innecesario al tercero en cuestión.
ver


El caso es que el viajero venía de una gira por toda la espina de los Andes, por donde había estado comprando todo lo que pudiera -y no debía- de arte barroco americano: se lo llevaba para allá, claro. En la Argentina, por ejemplo, quería comprar –además de gente- recervorios literarios de Borges, Lugones y otros.

Ni que pintado, me hizo acordar a lo de Chesterton, cuando decía en “What’s Wrong with the World”:
Me doy cuenta de que la palabra “propiedad” ha sido contaminada en nuestro tiempo, por la corrupción de los grandes capitalistas. Si escucharan lo que se dice, resultaría que los Rothschild y los Rockefeller son partidarios de la propiedad. Pero es obvio que son sus enemigos, porque son enemigos de sus limitaciones. No desean su propia tierra, sino la ajena... El hombre que siente la verdadera poesía de la posesión, desea ver la pared donde su jardín se encuentra con el de Smith, el cerco donde su granja se encuentra con la de Brown. No podría ver la forma de su propia tierra hasta que no vea la de su
vecino. Resulta la negación de la propiedad que el duque de Sutherland tenga todas las granjas de su condado, como sería la negación del matrimonio que tuviera todas nuestras esposas en un harén.

Hablamos poco tiempo del motivo oficial del encuentro. Contó con muy cuidados e inocuos pormenores su periplo y las intenciones de su periplo y los planes culturales que tenían “para Latinoamérica”. El motivo fundamental de semejante barrida continental, según sostuvo con pena globalizada y condescendencia paternal, era que nosotros no podíamos y no sabíamos cuidar las cosas valiosas que teníamos y por eso mismo no las merecíamos. Y ellos sí, claro. Después de todo, allá iban a estar seguras y bien mantenidas, y si alguno quería aprovechar esas riquezas, que fuera allá, y las aprovechara allá, qué joder...

No sé por qué me recuerda esto ahora algo que suele decir un viejo compañón y que traduzco así: “Hay decadencias y decadencias y no todas las decadencias son iguales y dan lo mismo. Decadencia por decadencia, preferiría pasarla donde siquiera haya alguna ventaja. Acá, tenemos las desventajas dobles: además de decadencia, hay mediocridad y malaria...”

Qué sé yo, mire. Podrá ser una ocurrencia relativamente graciosa, y hasta puedo entender qué quiere decir. Incluso hasta puedo conceder que decadencia con tren bala y con confort y con las cosas que anden bien y a horario, suena en principio mejor y más cómoda que una decadencia miserable con cartoneros, baches, piquetes, fritangas y todo mal alrededor. Sí, entiendo. Pero me parece que eso no está del todo bien. Y hasta medio tilingo, y sin medio, al final de cuentas. Me suena a cipayismo literal. Y me recuerda ahora (de liana en liana) aquella novela (después película también) sobre un tal Mister Johnson, un joven nativo nigeriano enamorado del imperio británico, a comienzos de los años ’20.

El imperio iba perdiendo ya sus luces, es verdad. Pero el pobre negro –que era apenas un poco más instruido que sus vecinos de choza- no se había enterado de eso y quería igual ser inglés a toda costa, y más inglés que los ingleses que ya estaban un poco cansados de hacerse los ingleses; y tanto quería eso el pobre tipo que llegó hasta el ridículo de hacer lo imposible por comprarse y lucir, con sombrero de corcho y todo, un terno de hilo blanco so british, claro. Cosa que logró al fin, para su felicidad y gastando lo que no tenía. Eso sí, lo usaba descalzo, claro...

Entonces, ¿qué? ¿A lo propio, sin mezcla de extranjis? ¿Abrazarnos a nuestras miserias y bellaquerías porque son ‘nuestras’? ¿Culto supersticioso a nuestras tipicidades? ¿Sacar a relucir, con orgullo fingido de falsos descendientes de los originarios, el taparrabos y la lanza? ¿O encorvar jinetescamente las piernas y cubrirlas orondos con unas bombachas de campo (de marca y con guarda pampa, mejor, pero las Pampero, sirven también...), para sacar pecho patotero de gauchidad?

No creo, mire. Tampoco eso. No hace falta ponerlo todo en clave de oposición dialéctica. Por otra parte, ¿de qué valdría un disfraz si es un disfraz? El pobre Johnson no fue un gramo más inglés que lo que nunca fue, por más que se cubriera la cabeza con su bonito y blanco corcho colonial. Y un argentino bien puede disfrazarse de gaucho.

No, mi amigo. Pero además, y como dijo no recuerdo quién, no es de bien nacido dejar tirada a la madre porque se ha vuelto decadente y pa’ pior fea, pobre hasta la miseria y vieja, borracha y derrengada de fracasos, rodeada de vivillos con inmejorables intenciones y caras de tiburón, o asaltada por malandras y manipulada por horteras y hasta corrompida por sus propios vicios.

En fin, sigo.

La conversación con el yanqui fue larga. Me quedó la impresión de que la mayor parte del tiempo se jugó un juego muy civilizado de guerra a muerte. Quedó claro también, más o menos a los diez minutos de empezar, que no nos pondríamos de acuerdo en casi nada, ni siquiera en el motivo inicial de la conversa.

Hacia el final de todo, que duró unas dos horas, el sujeto sentenció con frialdad algo fingida: “... Sí, entiendo lo que usted dice: pero también nosotros tenemos 'allá' algunos radicales que dicen algo parecido a lo que usted dice...”

¿"Radicales"? No me imagino que para él hubiera algo más peligroso y deleznable que eso, y supongo que a la palabra habría que entenderla en su sentido original, más que en su sentido ideológico y agonal, que es más escandaloso, pero menos interesante. Como si el tipo hubiera dicho: “hay en lo que usted dice una 'raíz' que no me gusta ni medio...”

¿Qué fue lo que lo obligó a irse a la banquina y a salirse del medido y cortés pas de deux que veníamos bailando?

Vaya a saber. En realidad, me parece que fueron dos cosas.

La primera vino al final de una retahíla optimista de nuestro expedicionario cultural. Era el mito del progreso pero proclamado con jugosos ejemplos internacionales desde Panamá a Singapur, con entusiasmo de ciudadano del cosmos, productor de riquezas sin cuenta, organizador del trabajo y de la felicidad en el entero mundo, todo con displicencia y patronizing, valga la redundancia.

Optimista y amenazante, digámoslo así, según su advertencia acerca del futuro obligatoriamente dorado: “Ustedes (estábamos al final de los ’90 y se refería a los argentinos, en general, y a los argentinos reticentes, en particular) no saben lo que se está armando en el mundo, no se dan una idea del mundo maravilloso y de oportunidades que se viene y lo espantoso que será quedar afuera de ese mundo...”

“Sí, realmente espantoso va a ser estar afuera de lo que se viene...”, dije con una leve ironía que no entendió, creo, porque era fogoso su arrebato místico, con la visión de la cornucopia del presente ya casi desbordando hacia mañana.

Cuando me tocó otra vez el turno, conmovido por lo que su discurso tenía de amenazante y optimista, solamente se me ocurrió decirle que, pese a todo lo que había augurado, algo muy importante, y que podríamos llamar ñoñamente espiritual, andaba mal en medio de todo lo que profetizaba, porque no era un secreto que el status spiritualis de semejantes sociedades desarrolladas tenía un déficit notable, y no hay que decir en primer lugar que de religiosidad pero sí de sentido, de alegría. Que el progreso de la ciencia y la técnica no iba parejo al mejoramiento de cosas más humanas que la ciencia y la técnica. Y que había un superávit no menos notable de decepción y de non sense. De indiferencia y de crueldad. De confort y angustia. Y de una cosa por la otra. Todo organizado y pulcro, todo previsible y bonito, la gente paga impuestos y no cruza la calle sin el permiso del semáforo. Tienen sus cosas, claro, como todo el mundo, pero se respetan las reglas de juego. Y las cosas allá ‘funcionan’. Claro.

Aun todo esto estaba dicho con la salvedad de que no era excluyente que eso pasara en sociedades desarrolladas según el molde capitalista, pero era claro que en las sociedades capitalistas finalmente todo funciona bien menos una cosa, incluso aunque esa cosa no falta en el menú, incluso aunque sobra variedad y calidad de esa misma cosa en el menú.

“Efectivamente, eso es así...”, concedió en un español pulcro y tajante, porque según recuerdo no se preocupaba en lo más mínimo por disimular el acento de origen: hablaba español con suma corrección, pero se me ocurrió pensar que lo hacía por razones prácticas.

“Tenemos un déficit en ese rubro, pero ya lo vamos a resolver...”, liquidó la cuestión como quien estudia un balance y detecta una pérdida algo crónica ya, pero que no afecta el superávit de la compañía, porque el resto de los rubros dan una ganancia tal que o hace olvidar la pérdida o permite ponerse a ver con cierta comodidad si acaso se podría hacer algo para mejorar ese ‘departamento’ algo díscolo, que todavía no está dando resultados.

La segunda cosa vino casi inmediatamente después y apuntaba a su optimismo progresista respecto del futuro. Con un poco de insolencia lo desafié a que recordara literatura o cine de anticipación o futurista, fantaciencia, ciencia ficción o como quiera llamársele, que tuviera el talante gozoso y optimista, la bonanza y el glamour, que él profesaba con fe inarrugable.

De dónde les viene a los escritores y guionistas esa sensación de amenaza y de catástrofe y de descalabro futuros. No importa si el autor es progresista o no, el producto siempre tiene características similares: desastre apocalíptico. Falta de combustibles, ciudades semihabitadas o asediadas por bandas de mutantes hijos de los toqueteos genéticos o dominadas por mafias que acaparan alimentos o energía, un mar de enfermedades cósmicas hijas de la perversidad de los científicos que experimentan con armas nuevas o con remedios nuevos, paisajes lunares secuela de incendios nucleares, perversidades, manipulaciones, deformaciones, implacabilidades, escombros, vilezas.

Seguramente, con el impulso de un entusiasmo descomedido, el relato que hice tiene que haber sido un poco espantoso y exageradamente sazonado de ejemplos, saltando desde Mary Shelley, Stevenson y Wells a la fecha: toda suerte de autores, editados por toda clase de editoriales o promovidos por cualquier clase de estudios cinematográficos, habitantes todos del glorioso mundo que él anunciaba, vecinos suyos, digamos. Tiene que haber sido molesto oír enumerar títulos de novelas, cuentos, películas, series, comics, sin encontrar ni una sola obra que imaginara lo que el progreso promete u obliga a creer que pasará, sino que todas hablan en el mejor de los casos de lo mismo pero en sentido contrario.

¿Por qué esa percepción de que lo tan bueno se vuelve tan perverso? ¿Por qué resulta que la imaginación del arte, o de lo que haya de arte en esas imaginaciones, no dice lo mismo que dicen los sacerdotes de las maravillosas oportunidades? Y tanto más habría que preguntar por qué cuando los que imaginan tales cosas no son los que están afuera de ese mundo pingüe, sino precisamente los que viven en él y ‘gozan’ de él. ¿Se quejan de llenos y aburridos?

Si acaso la técnica o los negocios globales crean un mundo bruñido y fabulosamente automático, con la fascinación que les causa a los modernos la robótica, y que los edificios sean inteligentes o que los ascensores te llamen por tu nombre o que las cafeteras te traigan el café a la cama, ese mundo sin embargo se vuelve en los relatos que hay disponibles algo no importa si ascéptico y reglado o sucio y caótico, pero siempre esclavizante o cruel, inhumano. Y como tales obras suelen transitar más bien la épica, siempre aparece algún héroe (o antihéroe), alguna resistencia individual o colectiva, al servicio de una causa: terminar con semejante pesadilla.

Recuerdo que hice incluso la salvedad de que lo que en general se postula en esas obras para que ocupe el lugar de lo que se combate con esas cruzadas antifuturo y antiprogreso, no me gustaba demasiado tampoco.

Dio igual.

Al final de la exposición –y con ella, casi el final del apaciblemente belicoso encuentro- fue que el tipo me llamó zurdo.

Y ahora que lo pienso, me parece que eso pasó porque, casas más o menos, lo único que le dije o quise decirle desmañadamente, fue que en este valle las cosas eran de tal modo que, para que la vida del hombre fuera vivible buenamente, tenía que haber sal y calor en el mar.