sábado, 24 de mayo de 2008

Relaciones carnales (I)

Entonces: ¿cómo termina el asunto de Gauchola y Cervecina?

En primer lugar, no termina. Sigue. Y no: no necesariamente en una sucesión infinita de entradas de esta bitácora. Pero sigue lo mismo.

Y todavía no termina porque el asunto en juego solamente termina cuando termine.

Veamos.

Por ejemplo y yendo por partes, ¿qué significa el Gauchola del cuadrito, al fin de cuentas?

Un modelo, ni más ni menos, como se dice. Y un modelo de país, como también se usa decir.

Dejemos el metatexto y el metamensaje del metatexto. ¿Quiere significar algo propio abierto al mundo, donde el gaucho es lo propio y Coca Cola es el mundo?

No, mire, no exactamente.

Quiere decir, más bien, nada propio. O tal vez y por mejor decirlo: no importa qué sea mientras no sea propio en un sentido raigal, y hondo y verdadero.

Hay un sentido en el que ese gaucho no puede ser propio. Y si llega a mostrar algo propio, no tiene que tener raíz. Que le quede lo de afuera, que le quede el traje gaucho, el caballo con su centauro medio cowboy y sus destrezas antonomásicas, su vistosidad, su peculiaridad hasta cierto punto, no más. Y que tome Coca Cola, eso sí.

El aviso es brutal, ya se ve con sólo mirarlo.

Si pudiera traducirse a las odiosas expresiones de la globalidad neoliberal (se oyen tibios aplausos a la izquierda...), podría decirse que en realidad significa respetar las reglas de juego, ser previsible, respetar la ley, no asilarse del mundo.

Reglas, previsibilidad, ley. ¿De quién? ¿Para qué? Adivinen, señores.

Es fácil. Alguien quiere ganar toda la plata que pueda donde sea y del modo que sea. Para eso, hay que dictar reglas de juego, previsibles por cierto, leyes que lo permitan a troche y moche a lo ancho y largo del mundo.

Poder para el dinero, poder del dinero. Cualquier poder o ley o regla tiene que estar al servicio no de Gauchola, sino del alguien aquel que lo inventó y que es ése que quiere hacer toda la plata que pueda.

Y ése, a su vez, está al servicio de otro.

Una forma de poder, después de todo, porque el dinero es dinero para el poder y para poder.

Simple.

Que los que tengan ganas hagan los análisis complicados que quieran. Al marxismo, por ejemplo, le encanta zambullirse en jergas socioeconómicas y dictar leyes históricas y esas cosas. Adelante: hasta puede ser interesante darse una vuelta por ese barrio de tanto en vez para ver con qué nueva hermenéutica del gurú de Tréveris se ensarzaron las capillas. Hay también otras corrientes y fenomenologías que gustan de rizar el rizo de la historia (en parte porque de eso viven, hay que decirlo), y hasta hay algunos que lo hacen convencidos.

Pero, fuera de lo simple, todo lo que además haya para decir al respecto del para qué de las riquezas y el poder, está en un renglón al que ninguno de ellos -ni los ortodoxos del marxismo ni los teóricos del capitalismo, ni los subproductos suyos de ellos, ni los heterodoxos, ni los realpolitikos- llegan jamás. Ni se les ocurre. Ni sabrían qué hacer con eso. Salvo usarlo o categorizarlo, según la ley inarrugable que dice que el marinero no tiene que conocer el fondo del mar para navegar, le basta con la superficie; o aquella otra que manda ponerle nombre a una cosa y con eso darse por satisfecho, como si ponerle nombre fuera eo ipso conocerla y saber cuánto vale, qué es.

Desde hace tiempo, sin embargo, las gentes de Mamón (las riquezas divinizadas) han descubierto las mieles de la teoría y se dieron cuenta de que, por burgués que sea el avaro contador de rupias, también piensa y piensa en el bien de la humanidad y en la historia y tiene una explicación dorada para lo que pasa, para lo que es y lo que tiene que pasar.

Los mamónidas han descubierto algo más: la creatividad. Y con cierto esfuerzo llegaron a ver que el látigo ya no tiene por qué lastimar al esclavo. Si hay formas de mimarlo, de engordarlo, aplacarlo, sobarlo, si hay modo de pulirlo y elevarlo y darle cultura, religión, confort, tecnología; hay que dárselos. Y siempre hay modo, basta con ser creativo. Hay que ser cada vez más agudo e ingenioso. Cualquier cosa puede servir para ganar más plata y mantener y aumentar el poder: hasta la revolución contra los que tienen el poder y ganan plata.

En la Argentina hay devotos y hasta secuaces del totem que engendró a Gauchola. No son pocos. Y no todos los devotos saben que lo son. Sí lo saben los secuaces, claro. Hay apóstoles del totem que pergeñó a Gauchola, sacerdotes, vestales consagradas y fieles que apenas si conocen los misterios.

Hay también los que se arriman a Gauchola porque navegan por el mal menor (a veces, el nombre discreto de la pusilanimidad); como hay los que por haber hocicado ante la riqueza -de obra y no de palabra o pensamiento- lo miran con asco y lo veneran, predican contra él y lo sirven; como hay aquellos otros no pocos que si ya tienen freezer, viajes, banda ancha o celular, no entienden por qué hay que armar tanto despelote y levantan los hombritos con una mueca de ‘¿qué tiene de malo?’ o de ‘¿y no podemos aprovecharlo un poquitín?’

Están, también, aquellos que están convencidos por ejemplo de que plata, poder y Cielo son sinónimos inseparables y que las tres cosas son una trinidad necesaria y obligatoria. No importa lo que entiendan por Cielo. No hace falta ser piadoso para adorar a esa tríada. Pero es el caso que suelen ser religiosos los que profesan ese credo.

En el medio, habría que enfrascarse en distinciones más o menos sutiles acerca de lo que hay que hacer con Gauchola y frente a él y a su aire, porque también Gauchola es parte de un clima, es creatura de un espíritu. Y ciertamente que en este mundo bajo la luna nada es tan blanco y negro que no haya matices.

Pero estamos hablando ahora de emblemas que significan visiones del mundo y de la historia y de la sociedad y del hombre. No de medidas del gobierno real e inmediato de las cosas de los hombres, ese territorio donde, sabiendo qué son las cosas y a qué fin se va, se hace lo posible del modo más oportuno y cuando conviene, sin por eso ponerse un parche en un solo ojo, una pata de palo y un garfio (en la mano que más le guste, amigo...)

El aviso de Gauchola es viejo. Pero si es actual a la vez es porque sigue abierta la discusión, sigue abierta la cuestión acerca de todos los elementos que hay en el aviso, por separado y todos juntos. Y no solamente en la pampa.

No solamente. Aunque es verdad que a esta misma hora en la Argentina las retenciones móviles han hecho reencarnar los huesos, la carne y la sangre de Gauchola.

Está fácil: Gauchola o los orcos. La guarda pampa de Cardón con chaleco de carpincho y boina colorada o Alberto Fernández y Luis D'Elía.

Soja o montoneros. Vacas o revoluta. El campo o K.

No, mi viejo, no sea zángano. No es tan simple como eso. Lo que sí le digo es que no importa quien gane ese round -porque es un round, ¿no sé si me entiende?-: igual las patadas siempre van a ir a dar al mismo traste. Y no será ni el de Gauchola ni el negro traste de los orcos.

Lo que de valioso y bueno defienda o parezca que defiende Gauchola, se va a arruinar un poco más porque lo defiende Gauchola. Lo que de bueno o valioso defiendan o parezcan defender los orcos, se va a arruinar otro poco más porque lo defienden los orcos.

En algo el campo y su nobleza y la patria quedarán dañados porque Gauchola los defiende. Como la patria, y el estado y los pobres en algo quedarán dañados porque los orcos los defienden.

Y eso no es todo: hay buenas gentes atrás de Gauchola y hay buenas gentes detrás de los orcos. Y Gauchola y los orcos lo saben. Y se aprovechan de eso.

Porque no son dos: son tres. Y precisamente el tercero en juego, lo tercero en juego en esta cuestión es aquello, es aquel que ni a Gauchola ni a los orcos les importa si queda vivo cuando terminen sus fintas. Y más bien les importa que no quede vivo del todo.


- Entonces, ¿cuándo se va a terminar la discusión?

- Al final. Tal vez un poco antes del final.

- ¿Y cuándo es el final?

- Eso no lo sabe Gauchola, le garanto, ni el que lo inventó. Ni los orcos. Ni yo. Ni los ángeles.

- ¿Y quién va a ganar?

- Eso yo lo sé. Y a esta altura cualquiera que quiera lo sabe. Y hasta los que no quieren lo saben o lo pueden saber. Porque es un misterio y no es un misterio.

- ¿Y si esto va para tan largo, mientras tanto qué hacemos?

- Ah, ¿ve?, ésa sí que es una buena pregunta. Ahí es donde uno empieza a hablar de política en serio. Y a hablar en serio de cualquier cosa.