miércoles, 16 de abril de 2008

Es hat sich die Taube geirrt

No puedo decir exactamente cómo empezó todo el asunto. Y menos todavía cuándo.

En algún momento, a la tardecita.

(Parece que la luz crepuscular -en el día, en el entendimiento, en la vida- puede hacer que pasen cosas así. Tal vez, y como todo lo que se recibe se recibe al modo del que lo recibe, la luz del atardecer que desluce los contornos y hace perder nitidez, pueda hacer perder acuidad. Algo le hace a las cosas la luz de la tarde, y, a su influjo, el ojo se vuelve bastante menos penetrante, tal vez sin capacidad para mirar más lejos, apenas viendo las cosas que tiene más cerca, que se vuelven importantes sólo porque están más cerca y el que ve alcanza a verlas, en muchos casos. En fin, bonito asunto para echarle una mirada, 'matutina', claro...)

Volvían los más chicos del colegio por oleadas, los mayores de sus cosas, y otros salían brotando de otras partes de la casa; yo mismo volvía de la urbe, humosa en estos días de quemas de pastizales ribereños (aunque a mí me parezca que el humo y la obnubilación vienen de otro lado...)

Estábamos casi todos los que somos y, sentados a la mesa, amontonados, buscando calor en la tarde ya bastante fría, despachábamos unas tardías viandas de pan, manteca y dulce de algún fruto indefinido, todo con beverages varios: unos mates, café con leche, té. Se comía desprolijamente, se bromeaba, se enojaban unos, se divertían otros.

Hasta que un episodio cayó sorpresivamente al ruedo.

Los capitanes bisoños de la tropa, tomado una representación que nadie les había otorgado, alzaron un grito de batalla: "¿por qué se llevaron al perro? ¿qué hicieron con el perro?", y así dicho "el perro", genéricamente, con sabor a antonomasia, refiriéndose al omnipresente ahora gatiperro de mis pesares, que no puede tenerme más fastidiado que lo que me tiene y eso que ya no está. Al grito de guerra jocundo a medias le siguieron juicios y relámpagos acerca del cielo y del infierno, la vida y la muerte, y asuntos de tenores infinitos. La logomaquia -entre divertida y feroz- siguió por unos 20 minutos, tal vez una media hora. Las acusaciones volaban como dardos, las recriminaciones eran agudas como puntas de flechas, los argumentos caían como marmitas de aceite hirviendo y las palabras se agitaban filosas como espadas; las réplicas eran contundentes también. Nadie debería preguntar qué arcones abiertos y qué arcanos cerrados desfilaron por allí...

Todo se discutía en dos planos, claro, como suele ser. Todo el mundo hablaba de una cosa determinada y por la puerta del asunto se colaban, más o menos camufladas, harinas de costales diversos y algunos insólitos.

Pero es como es entre los hombres, al fin de cuentas. Porque suele pasar eso cuando uno trae su hoja seca e inventa el bosque en la que pase inadvertida, con las mejores intenciones, obviously, y con ganas de mejorar lo presente, cela va sans dire... y, ay, pasa tan frecuentemente y en asuntos de muy buen calado, les garanto. Pero también suele pasar porque sí: falta de cierta disciplina en la azotea y en el cuore; y en la errabunda verba que se entusiasma y vuela o repta.

Total que, y con los mismos espumarajos de furia ficta con los que comenzó el asunto, así se fue diluyendo. Cada bando creyó haber dejado sentadas verdades universales que no podían pasarse por alto, bien entendido que se trataba del perrigato, por un rato fungiendo de oriflama de tantas otras cosas. Cada facción puso los puntos sobre las íes. Y, de paso, sobre el resto de las vocales, lleven punto o no. Que para eso se discute tantas veces. Cada quién sabe -a veces solamente él sabe- qué está diciendo y por qué. Y a veces se nota y a veces no.

Después de todo, ¿no lloraban, acaso, los troyanos todos, viendo desde las murallas de Ilión el cadáver de Héctor arrastrado por Aquiles, llorando además y a la vez no sólo por el noble Héctor, sino también -y en algún caso principalmente- por ellos mismos?

Claro que sí.

Así andando la luna amarillenta de humo por el cielo, se levantó la sesión de panes y bollos y me vine rumbo a la cueva, fortaleza inexpugnable.

La escaramuza con pan y manteca me dejó rondando palabras en la cabeza. Ni sé bien por qué.

Me acordé entonces -con una imagen vaya a saber hija de qué asociación- del discurso de William Wallace, cuando las tropas escocesas estaban frente a los ingleses, cerca del puente de Stirling, allá por 1297, y se disponían a retirarse del campo sin combatir; tal vez porque los ingleses eran muchos y más fuertes, o porque los nobles escoceses que los comandaban eran unos pelafustanes y tirifilos logreros, remilgados y badulaques, o porque ellos mismos no eran soldados y no tenían suficientes ganas de pelear y morir.

Concedo que el pasaje es cinematográficamente hollywoodense, concedo que aquí y allá hay un golpe de efecto emocional, más aun con su música in crescendo hasta el clímax y el estallido de la palabra talismán. Lo que digan, pero el discurso y lo que lo rodea me parece que cumple no pocas de las virtudes del caso. Vean si no es verdad.
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El texto en inglés dice:
William: Sons of Scotland, I am William Wallace.
Short soldier: William
Wallace is 7 feet tall.
William: Yes, I've heard. Kills men by the hundreds,and if he were here he'd consume the English with fireballs from his eyes and bolts of lightning from his ass. I am William Wallace, and I see before me an army of my countrymen here in defiance of tyranny. You have come to fight as free men, and free men you are. What would you do without freedom? Will you fight?
Tall soldier: Fight against that? No, we will run, and we will live.
William: Ay, fight and you may die, run and you'll live. At least a while.
And dying in your beds many years from now, would you be willing to trade all the days from this day to that for one chance, just one chance to come back here and tell our enemies that they may take our lives, but they'll never take our
freedom.

Y en castellano, más o menos lo mismo:
William: Hijos de Escocia, soy William Wallace.
Soldado joven: William mide más de dos metros
William: Si, eso oí. Y mata hombres de a cientos. Y si estuviese aquí, acabaría con los ingleses echando fuego por los ojos... y también rayos por el culo. Yo soy William Wallace. Y estoy viendo a un ejército de compatriotas míos, aquí, desafiando a la tiranía. Han venido a luchar como hombres libres. Y hombres libres sois. ¿Qué harían sin libertad? ¿Lucharán?
Multitud: No, no.
Soldado mayor: ¿Contra eso? No. Huiremos y viviremos.
William: Sí. Luchen y puede que mueran. Huyan y vivirán. Un tiempo al menos. Y al morir en su lecho, dentro de muchos años, ¿no estarían dispuestos a cambiar todos los días desde hoy hasta entonces, por una oportunidad, sólo una oportunidad de volver aquí a matar a nuestros enemigos que pueden quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán la libertad?


Por supuesto que Shakespeare ronda por aquí (dicho sea de paso: cómo le gustaban los discursos...)

Porque inmediatamente se da cuenta cualquiera que conozca la famosa arenga de Enrique V a su menguado ejército antes de la batalla de Agincourt, que hay más de una deuda a pagar en Stratford on Avon: parecidas palabras y tonos en aquello que dice en la película de Mel Gibson y que parece que nunca pronunció Wallace, pese a ser hombre alto (1,90 y algo) y culto además.

No me quejo del préstamo, como hacen otros, tal vez con purismos algo tilingos. Queda bien el discurso allí y es consistente con el carácter del personaje y consistente con el momento épico que pide la acción dramática. No hace falta mucho más.

Busqué y encontré dos discursos de Enrique. Uno en la versión de 1944 que protagoniza Lawrence Olivier, sin música, a palabra pelada y creo que teatralmente más contundente, aunque cinematográficamente menos, según nuestro gusto habituado a la música como energizante. El otro en la versión más conocida y reciente de Kenneth Branagh, de 1989.

ver

Estos son los versos que dice Enrique, según William Shakespeare (Henry V, IV, III), y que, reducido, cité alguna vez -en castellano, sí...-, por otras batallas no menos importantes:
What's he that wishes so?
My cousin Warwick? No, my fair cousin.
If we are marked to die, we are enough
To do our country loss; and if to live,
The fewer men, the greater share of honor.
God's will, I pray thee wish not one man more.
(By Jove, I am not covetous for gold,
Nor care I who doth feed upon my cost;
It ernes me not if men my garments wear;
Such outward things dwell not in my desires.
But if it be a sin to covet honor
I am the most offending soul alive.
No, faith, my coz, wish not a man from England.
God's peace, I would not lose so great an honor
As one man more methinks would share from me
For the best hope I have. O do not wish one more.)
Rather proclaim it presently through my host
That he which hath no stomach to this fight,
Let him depart. His passport shall be made
And crowns for convoy put into his purse.
We would not die in that man's company
That fears his fellowship to die with us.
This day is called the Feast of Crispian.
He that outlives this day and comes safe home
Will stand a-tiptoe when this day is named
And rouse him at the name of Crispian.
He that shall see this day and live t'old age
Will yearly on the vigil feast his neighbors
And say, "Tomorrow is Saint Crispian."
Then will he strip his sleeve and show his scars
And say, "These wounds I had on Crispin's day."
Old men forget; yet all shall be forgot,
But he'll remember, with advantages,
What feats he did that day. Then shall our names,
Familiar in his mouth as household words
-Harry the King, Bedford and Exeter,
Warwick and Talbot, Salisbury and Gloucester-
Be in their flowing cups freshly remembered.
This story shall the good man teach his son,
And Crispin Crispian shall ne'er go by
From this day to the ending of the world
But we in it shall be rememberèd,
We few, we happy few, we band of brothers.
For he today that sheds his blood with me
Shall be my brother; be he ne'er so vile,
This day shall gentle his condition.
And gentlemen in England now abed
Shall think themselves accursed they were not
here, And hold their manhoods cheap whiles any speaks
That fought with us upon Saint Crispin's day.


Ahora bien.

Como la batalla empezó en la madrugada del 25 de octubre, en 1415, Enrique Shakespeare menciona a los hermanos Crispín y Crispiniano, a la vieja usanza de marcar los tiempos por las fiestas, en buena medida, de los santos.

Ambos fueron mártires de la décima persecución, la de Diocleciano, en 285. Eran romanos, nobles, y eran cristianos en tiempos en que se venía una maroma, cosa peliaguda. Se fueron a las Galias y se asentaron en una aldea pequeña, junto al río Aisne, Soissons, al norte, en la Picardía.

Pero.

Aquí me detengo ahora, por curiosa, ilustrativa y aplicable que me parezca la suerte de estos dos buenos hermanos y las rarezas que les deparó la vida.

Ya se vino largo para cuento todo este asunto y lo que haya de venir, tendrá que ser después, me parece.

¿Por qué no? ¿Qué apuro hay?