martes, 23 de diciembre de 2008

Calor (VIII)

Viera usted.

Caminé la ciudad en estos días de calor sin lluvia (recién el sábado atisbó, medio desganada; malhaya y mi hartura de polvo de verano...)) Tuve que.

El viernes, por ejemplo, entre canículas de media tarde, ‘hice’ la calle de la Reconquista de punta a punta, que ahora está sólo para andar de a pie, casi toda.

Siempre me pasa lo mismo: voy llegando al Bajo y por las cañadas de calles y avenidas se cuela un viento como de mar, como de río, intenso, de vigor.

Y siento la nostalgia de los elfos unos minutos, con el viento en las fauces y en el corazón, camino del mar. Me paro en el cruce de las calles y el viento azota como a un mástil de barco. Hasta que el barullo de los viandantes me vuelve a las marchas gregarias y anodinas de los que cruzan calles como hormigas, hollando gravas de plazas, veredas de hoteles y de bancos. Compran y venden por estos días, trajinan alocados. Una pena de vida, vea...

Y lo que son estos días.

El calor seco y pesado que hace juego con el mundo de estos días.

Al fin, me dice el homónimo de viaje, su aventura fue un fiasco.

Pero sólo en parte, seamos justos. Y en parte, no. A mi gusto al menos, que no al suyo, se ve.

Es verdad que prometía aquel viaje por Sicilia que arrancó hace un tiempo con otros calores iguales. Era todo un asunto. Y aquel monasterio del oeste, alto en su promontorio de Erice, y su historia. Sí, piedras. Pero piedras con sentido. Tanto como los caminos que me cuenta que hizo, secos y polvorientos también ellos, como verdes o recios, para llegar de una punta a la otra de la isla. Aquellos olivares de la costa, llegando por el sur a Sant’Agata di Militello o los naranjales de la Piana di Catania y las tardes de vino blanco y piscifritti de paso, casi de camino, al sur de Brucoli; o Canicatti, Lercara, por el centro de la isla magna...

Vio todo lo más que hubo, dice. Guardó todo en el corazón, dice. Caminó la mar de tierras y sierras y valles. Hizo lo que quiso, en realidad. Lo que quiere. Y dice que ya me contará lo que ya sé. Y sé que callará lo que ya sé.

Hizo lo que pudo, dice. No le creo. Hizo de las suyas. A su aire. Y todo, pensará él me imagino, porque el buen fraile aquel, apenas si le marcó un mapa con esto y aquello. Y lo dejó a mitad camino, allá, rumbo a Erice, precisamente y tan luego, cerca de Palermo.

No sé. El caso es que, dice, un día, como quien deja atrás su Arcadia, saltó el mar, eólico y tirreno, y se zambulló en las islas del norte. Hasta Lipari, con cierto donaire de turista; de allí, a boyar con los lugareños y pescadores y baqueanos para arreglárselas como bien pudiera. En una semana vio casi todas: Salina, Filicudi, Panarea.

En unas letras apuradas, entre barcos y trenes, entre mulos y tabernas, me dice que piensa que estará para Navidad en Belén. Se lo nota cansado.

Bien podría ser. Quién sabe.

Del otro lado del mundo, calor de por medio, mientras camino las calles de este Buenos Aires de babel, me acuerdo de aquellos versos de otro fraile, pero franciscano, Antonio Vallejo, buen poeta.

Los conocí en una antología que hizo el insigne tucumano hace ya unos más de 40 años. Me acuerdo ahora, también, de otros versos de oro que trae, de Dimas Antuña, en una Oda de Navidad a Buenos Aires.

Los de Vallejo los revivieron hace poco unos entusiastas hablando de bueyes perdidos. Lo bien que hicieron. Siempre me impresionaron y fatigaba a los alumnos, años ha, con esos trazos gozosos y dolientes de la Ciudad Cristiana, que así se llamaba el poema.

En una imagen, que creo vale por todo, Vallejo dice que la piedra espera los ojos que la miren para revivir sus misterios y glorias:
Como un cielo estrellado sobre un abismo ciego
el populoso muro esperaba, paciente,
la intención de un ojos que encendieran el fuego
de su tácita vida,
y cuando los arrobos del arte imaginaria
–trazos de clara sombra y de luz escondida,
formas de la razón y cifras del afecto
celestial– descubrieron de nuevo amanecida
en mis ojos la llama del antiguo arquitecto,
animaron la piedra milenaria,
trocándola en lección, alabanza y plegaria.
Y eso, y más que eso, se me hace la ciudad en estos días. Y el mundo, digamos así, como la Sicilia del homónimo.

Está la ciudad, claro. Y están las piedras, no cualquiera de sus piedras, las piedras del misterio, de la alabanza y los Gloria.

¿Y los ojos?

miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿Y usted quién es?

Creo que fue en La noche de las narices frías, la versión en dibujos. Me parece recordar haber visto allí una escena de perros paseando con sus dueños por la calle y las plazas, en la que la gracia era que los dueños tenían facciones parecidas a las de sus perros.

Algo así pasa a veces con algunos matrimonios. Marido y mujer, a la vista rápida de los ajenos, parecen parecidos y no en los gestos sino en las caras, como si el tiempo se hubiera decidido por tallar un modelo simbiótico.

A partir de allí, por puro juego, uno podría jugar un juego más peligroso. Como los juegos, algo de la vida real hay en eso. Y en general es algo de cierta importancia y gravedad.

Para jugar ese juego, debería uno admitir previamente que por la historia se transita, como varias veces se ha apuntado, en espiral. Y que ella misma es helicoidal. Algo de lineal tiene, algo de repetición tiene. Va de principio a fin, pero pasando por puntos similares en su transcurso. Similares, se entiende: no idénticos.

Creo que es eso lo que permite asociar épocas, como permite asociar personas. Suele hacerse, como es natural, con arquetipos, o con épocas emblemáticas. O épocas y personas que simplemente sirven como típicas representaciones de un estado de cosas o de ser, como cuando se dice “estamos en las catacumbas” o “Fulana es como Juana de Arco” o “Mengano es como Nerón”. La misma noción de arquetipo, me parece, lleva en su seno este juego, o su posibilidad, al menos.

Sabemos al mismo tiempo la diferencia y la similitud. Entendemos al mismo tiempo lo irrepetible y la repetición. Y, creo que sin mucho esfuerzo aunque con cierta oscuridad, entendemos por qué es parecido y por qué no. Como creo también que la idea no nos es extraña sino habitual. Una cosa nos ayuda a entender la otra. Lo más conocido nos explica o nos ilumina lo menos conocido. Y lo más conocido puede ser lo menos propio o lo menos próximo, de modo que al entender a san Pedro o a Judas, me entiendo a mí mismo. A la vez, no somos ni la mecánica repetición de otro, como no somos similares exclusivamente respecto de uno solo. Como en el panegírico de Jorge Manrique, su padre, don Rodrigo, resultaba:
En ventura, Octavïano;
Julio César en vencer
e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
e trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad
con alegría;
en su braço, Aureliano;
Marco Atilio en la verdad
que prometía.

Antoño Pío en clemencia;
Marco Aurelio en igualdad
del semblante;
Adriano en la elocuencia;
Teodosio en humanidad
e buen talante.
Aurelio Alexandre fue
en desciplina e rigor
de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el grand amor
de su tierra.
Y, básicamente, es ése el juego. Supongamos que tuviéramos que asociarnos a un tipo, y más a alguien determinado, en lo que tiene de típico y en lo que tiene de peculiar.

¿Quién sería? ¿Cómo quién soy? ¿Qué nota característica de quién, se repite en mí, que soy por definición irrepetible, como aquel otro? Y lo mismo para catar la época, el tiempo en el que estamos.

Ahora bien, para que la cuestión tuviera algún sentido, habría que ampliar el universo de posibles similares en todas las direcciones. Está más o menos claro que, en el caso de las personas, de ponerse a buscar uno comenzaría por reyes, emperadores, caudillos. Héroes y santos. Notables. Por la cabeza. Por los capitanes de la guerra, por los doctores de las ciencias, por los taumaturgos. Tal vez por los notables incluso en materias despreciables, a condición de que sean notables. Pero es probable que eso no le haga mucha justicia a la realidad.

Tal vez, mi doble en la historia sea uno de los cinco mil -y no uno de los doce- en el Monte de las Bienaventuranzas. O uno de los innominados diez mil de la Anábasis de Jenofonte, y no Ciro. Un nombre sin nombre, aunque distinguible porque está descripto, señalado, en su misma anonimia.

Veremos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

El fin del camino

Curioso asunto: parece que hay mucho que hacer al final del año. No sé por qué. Pero sí creo saber, y creo que se entiende. Hay algo en el tiempo del mundo, que se mueve al ritmo del mundo. De las cosas del mundo.

Por estos días, al final del camino del año, se ve a muchos que se afanan, inventan planes, se les ocurren cosas para hacer que saben positivamente que, si acaso abordarán realmente alguna vez, no harán hasta que la luz artificial de las oficinas se vuelva a encender a pleno de 9 a 22, como durante el año. Pero ahora, al borde de la fiesta, se vuelven perentorios y febriles. Como si alguna culpa o temor les cargara las espaldas y el corazón porque se acerca la fiesta y el ocio. Como si no quisieran irse al ocio sin pagar tributo al negocio, cualquier negocio, invirtiendo los amores, los deseos, para probar que no se olvidan de qué lado está lo que consideran consistente, serio. Será que es lo que se usa hacer y cada vez más. O será un enunciado apenas, una formulación de propósitos o expectativas, pero basta para dar fe. Los hay más terribles y furiosos, claro, implacables. Pero son los menos, por voluntad propia al menos. Como hay de aquellos que, mudando la materia pero no la forma, trabajan la fiesta, operan el ocio, trajinan el descanso: se vuelven afanosos planeando y ejecutando la misma fiesta, el ocio, la vacanza. Dándole forma, modelando, dándole sentido al vacío.

No es solamente el soslayo de la fiesta y del tiempo de la fiesta, eso se sabe. No es solamente el talante productivista, trabajoadicto. Eso sería fácil. Y está eso, claro. Pero es apenas la superficie. Más adentro, más abajo, parece haber algo más.

Y está claro, por otra parte, que somos seres temporales, como que debemos trabajar, como que tenemos mandado tener cierto gobierno sobre las cosas. Claro.

Pero ensayo una teoría, usando algo libremente los términos, aunque no es inédito lo que digo.

Creo que en las cosas humanas, el afán y el trajín son como si dijera más bien el lado humano de la vida de los hombres. El lado divino, en cierto sentido, es la fiesta, el reposo, el descanso, la mirada fija, penetrante, serena y saboreadora puesta en un punto o en un paisaje, en algo o en alguien, cierta quietud. Y se entiende que no toda quietud es divina, porque de lo divino se dice que es motor inmóvil, no simplemente que es inmóvil.

Creo también que cuanto más lento se hace el tiempo, más reposado en su ejercicio, en su percepción, en su uso, más próximo se vuelve al no cambio, a la eternidad; y, a la vez, más intensa resulta la experiencia de plenitud del ser viviente. Por otra parte, somos, por así decirlo, más temporales en el trabajo. Y cuanto más temporales, cuanto más en juego está el tiempo, más nos imaginamos que tenemos el imperio de las cosas, más creemos que podemos con ellas por nuestra industria. A la vez, como ya he dicho alguna vez, uno de los mayores afanes es domeñar con nuestra industria el propio tiempo.

No es malo el lado humano en lo que tiene de humano, claro. Ni lo es el lado divino, se entiende. Como trabajo y fiesta no son en sí mismos malos. Son como un concurso natural, son dos en uno para el hombre.

Camino y posada. Y camino y posada en este valle, porque en la Patria sólo hay posada. Pero estamos en este valle y aquí tienen ciertamente una relación y una proporción. Uno es tránsito, sucesión, trajín, transcurso y trabajo. La otra es fin y final, quietud, reposo, descanso, fiesta. Y es el camino el que lleva a la posada, diría Gilbert Chesterton, y no sólo materialmente, sino formalmente: caminamos el camino que nos lleva a ella, porque nos lleva a ella. Su juntura se asocia en nosotros al hecho de que el tiempo nos es natural. Hay que pasar de una cosa en otra. Hasta el fin. Hasta llegar al fin, que es la razón por la que estamos en camino.

Pero.

Hay algo en no querer salir del camino, como hay algo en negar el camino. Hay algo en no querer salir de la posada, como hay algo en negar la posada.

Y no es algo sano. Ni es algo bueno. No aquí, no en este valle.

Algo parece decirle a los hombres que el trabajo es lleno y el no trabajo es vacío. Algo parece que nos dijera que el no trabajo es malo en cuanto vacío y que es vacío, precisamente, porque no hay trabajo. Y que no hay plenitud sino en el trabajo.

Pero no es sólo eso.

Podría atribuírsele esa cadena de razones, y esa sensación y convicción, por ejemplo al capitalismo y antes al calvinismo y antes... Ya escribieron sobre estas cosas Pieper o Weber, cada cual a su modo. Y antes otros que se ocuparon de la relación entre la acción y la contemplación, la voluntad y el intelecto e incluso de la virtud y la gracia y de toda una cantidad de cuestiones conexas con esto que digo.

Me refiero aquí sólo a un aspecto que veo en la cuestión. Acá solamente digo ahora que hay un aspecto del ocio que siempre nos pondrá frente a la divinidad y a lo divino. Y que eso que tal vez se nos hace vacío, exige algo de entrega, de rendición, de ponerse en las manos de alguien. Ese vacío nos dice de un modo u otro que nuestro trabajo allí no cuenta, que nada podemos “hacer”, ni hace falta allí nuestra industria, sólo nuestra presencia. Como dije, tal vez nos resulta vacío por eso mismo.

Y creo que eso siempre es inquietante.

Porque nos dice que, de alguna manera, mientras estemos allí, en ese tiempo-no tiempo, en ese espacio en apariencia vacío, hemos perdido –y no debemos ambicionar– el control, el gobierno, el imperio sobre las cosas. Y que no debemos apetecerlo ni quererlo. Como, en cierto sentido, no deberíamos quererlo siquiera mientras estamos en los trabajos de este mundo.

En el ocio hay mayor experiencia del no tiempo, en la contemplación –aunque seamos contemplantes en el tiempo– entramos en los ribetes eternos de las cosas. Hay algo en nuestro modo natural de la fiesta, del descanso, del reposo, de la contemplación, que nos lleva a la eternidad, nos deja a sus puertas, en su umbral, aunque no sepamos bien cómo. Y parte del gozo que nos viene de esas situaciones más bien fugaces aunque intensas, viene de cierta suspensión del tiempo, del hecho de que en eso mismo, en esa suspensión del tiempo, se ve también una nota de la felicidad: poseer sin cambio algo sin cambio. Y allí se entrega uno, allí se rinde y reposa. Y a la vez confía. No necesita gobernar. No quiere gobernar, porque sabe –de algún modo llega a saber– que allí hay orden y gobierno. Que allí las cosas son para mí y que pueden ser sin mí. Incluso viendo en ellas lo mío en ellas, como aquel Niggle del cuento de Tolkien veía el cuadro que había estado pintando.

Pero esa experiencia no es solamente plácida. Para nuestro modo de ser es inquietante también. Hasta peligrosa. Y cada vez parecería más peligrosa. Porque cada vez nos parece más vacía: como si dijéramos que percibir la divinidad de algo, de alguien, de un tiempo separado del tiempo, lo vuelve más vacío, y eso porque lo percibimos menos humano, más vacío de lo humano.

En cuanto irrumpe de alguna manera el no tiempo, en cuanto irrumpe por algún lado la eternidad en nuestro tiempo no solamente quedamos frente a alguna felicidad. Ocurre entonces que somos, nos hacemos como niños. Y como niños, si tenemos la suerte de que esa irrupción no nos espante o, más aún, si tenemos la suerte de no aborrecer esa irrupción, nos abandonamos, reposamos, nos volvemos allí mismo como atemporales, generosos con minutos, horas y días, leves, más aéreos. Más libres de afanes, más dispuestos al no tiempo de la fiesta y la quietud.

Hay quienes ansían el descanso tras el trabajo, como hay quienes tienen que guerrear para que haya paz. Pero el asunto parece ser que hay quienes trabajan para no tener que descansar, como hay quienes batallan para que no falte la guerra.

Lo cierto es que lo divino se nos ha vuelto vacío. Lo divino se nos ha vuelto no sólo distinto sino enemigo de lo humano. No concebimos, parece, las quietudes vivas y vivificantes. No las queremos. Nos cuesta concebir una inmovilidad motora. El reposo, cansa. La fiesta, aburre.

Niño, fiesta, posada, eternidad.

Sí. Palabras peligrosas. Cosas peligrosas.

Y es verdad: lo son. Muy.

Al fin de cuentas, ellas tasan gravemente todo lo demás. Como son graves aquellas cosas que son principio y fin. Y ellas están al principio y al final, como el niño está al principio del hombre y la posada al final del camino.

Tal vez también por eso nos han recordado que debemos hacernos como niños.

Porque cuando finalmente el niño llega a la posada, hay fiesta eterna.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Para el pueblo, lo que es del pueblo (II)

Es que el orden mediático es el lugar por excelencia por donde el capitalismo ha logrado entrar a las casas junto a los electrodomésticos, el horóscopo, el pronóstico de tiempo. Es decir, junto a aquellas cosas que “nos hacen felices” o que nos “deberían” hacer tal como nos augura este mundo mercantil y hedonista. “Satisfacción inmediata” es el paradigma de la felicidad actual. Felicidad “puertas adentro” promocionando el goce de determinados “bienes”, sustrayéndonos del lazo social con su fin autoerótico. Las propagandas –signos, noticias– nos traen entonces junto a su promesa de goce un mundo amarrado al bienestar de un cuerpo enajenado, des-subjetivizado y autómata, unido y despegado a la vez como esos dibujitos horrendos que ven los pibes. A esta felicidad estupidizante que por momentos los “mercaderes de la angustia” (al decir de A. Zaiat) logran desestabilizar con sus alertas “rojos” haciéndonos temer la perdida de una supuesta completud, sólo podemos oponer la palabra. Palabra que no se agota en sí misma sino que enlazada a otra y a otra en su función simbólica pueda producir una fisura al discurso hegemónico, apostando a la aparición de un sujeto social, crítico y responsable, enlazado con otros en una nueva trama significante.
Interesante, claro que sí. Muy interesante. Aunque a esta descripción le sobren y falten la misma cantidad de enormidades.
En abril de este año el Gobierno sorprendió cuando se reunió con las organizaciones de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, y anunció que se iba a impulsar una ley que reemplazara al decreto-ley 22.285 de la dictadura. La expectativa de muchas organizaciones y comunicadores que luchan hace años por un nuevo modelo de comunicación crecía. Más aún, cuando desde el propio Gobierno se aseguraba (y todavía lo hace) que los “21 Puntos por el Derecho a la Comunicación” presentados en 2004 iban a ser la columna del proyecto oficial. “En junio ingresa al Congreso”, se prometió extraoficialmente cuando el conflicto con la patronal del campo estaba en su punto más candente. “El 9 de julio se anuncia”, trascendió después. “En agosto”, dijeron cuando las retenciones a las exportaciones no eran el problema principal. “Antes de fin de año”, aventuraron más tarde. Pasaron la derogación de la Resolución 125, la estatización de Aerolíneas Argentinas y Austral, la “movilidad jubilatoria”, la eliminación de las AFJP y la Ley de Radiodifusión sigue siendo una deuda. ¿No se podían haber discutido mejor todos esos temas, de importancia para el país, con una ley de radiodifusión plural y democrática?
Esta otra no tanto, ve. No tanto. Más embarrada, menos interesante, aunque gráfica, sí.

Nítida asaz la necesidad. Demasiado ‘militante’, transparente en su reclamo de las herramientas, amenazante, un verdadero ‘apriete’ por izquierda para que el gobierno progresista se progresistice ya y de una vez en los ejes, cumpla, dignifique el discurso...

Muy bien, capisco...

Pero no se me enoje, amigazo, si vuelvo a preguntarle: ¿realmente usted les cree? ¿De veras usted cree que todo ese circo y esa sanata son importantes así como lo dicen? ¿No le parece que lo que estos tipos chillan es el negocio? ¿No le parece que lo que quieren es la viyuya? ¿No es -como corresponde a cualquier materialismo- una cuestión de la propiedad de los medios de producción? ¿No le parece que lo dicen es que los discursos y las imágenes y esas cosas son un producto y que lo que ellos quieren es tomar la fábrica de discursos y de imágenes, como si no tuvieran ya una parva de fábricas de esas cosas, pero las quieren todas o dictar la ley que las rija a todas? ¿No son un ‘jugador’ más del mercado? Y más, ¿no quieren ser los árbitros del tráfico de esas mercancías?

Vea, mi estimado: sí y no. Ni por un momento dejo de pensar que sean voraces y tengan ganas de tener lo que otros tienen. Que sean ambiciosos y envidiosos, igual que sus supuestos opuestos. Quieren la tarasca, sí señor. No la desprecian, para nada. Y la quieren rápido. Y quieren ser ellos los que repartan. Sí, claro que sí. Pero. No es lo único que quieren. Ni ellos ni los otros. Ni nadie que se ocupe del asunto, si vamos al caso, lo supiere o no. Y déjeme que le ponga un solo ejemplo de por qué la cuestión es capital.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
¿Sabe quién dijo eso? ¿Sabe qué significa?

Está en el capítulo primero del primero de los ocho libros de la Política de Aristóteles.

Y significa que hay en la finalidad del lenguaje humano algo asociado a la naturaleza política del hombre. Que pueda conocer y expresar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todo lo demás del mismo orden, es lo que le permite al hombre vivir políticamente, en sociedad, en comunidad. Y eso puede hacerlo principalmente con la palabra. Y esa palabra es exclusiva del hombre entre las criaturas que andan por el mundo.

Sólo él habla, sólo él hace ciudades y las hace porque habla, y habla para hacer ciudades, que no quiere decir que no pueda hablar por otras causas.

La política no se agota en el valor y el sentido político de la palabra humana. Pero sin la palabra humana no hay polis, ni arte de lo que se refiere a la polis.

Tienen razón estos muchachos, lo sepan o no. No quieren sólo los mangos: quieren la palabra, porque quieren la polis.

Y no tienen razón los que ni se ocupan ni se dan cuenta de eso. Y creo que más pior es en el caso de los que, si acaso, sí se dan cuenta y da lo mismo que hagan o no hagan algo. Y no porque no sepan de palabras sino porque, aunque usen la palabra, no saben de política. O no quieren saber. O mejor me callo.

Digo yo, y por ahí me equivoco. Aunque no creo.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Fin del juego

Como cada año. Terminaron las justas deportivas de Gregorio el batallador.

Como vi terminar otras justas en estos días: unos campeonatos de pato, por ejemplo. Y alguna vez habrá que hablar de ese deporte.

Pero, así es, como ciclos: entre otras justas que terminan y otras que empiezan. Como ciclos. Líneas helicoidales que pasan por puntos iguales o similares pero no necesariamente por el mismo punto. A la misma altura, pero distinta posición. Y hacia adelante, indefectibles.

Una física humana, como una física histórica. Movimientos de cosas que son las mismas pero no y que parecen repetirse, sin que sea una repetición sin más. Y todo ello con sus respectivos términos simbólicos, claro. Siempre.

¿Qué difícil se le hace al hombre lo que le es propio? ¿Qué difícil ver a través de lo que está mirando? ¿Es posible que nos sea tan opaca la realidad? ¿Es posible que nos sea tan débil la mirada?

Se ve que sí.

Está visto que hay que hacer un esfuerzo especial para ver -en todas las cosas de la historia y de la transhistoria- los signos. Cuáles cosas son signos de qué cosas. Qué significan.

El fin del juego, por ejemplo, y es un caso como cualquier otro.

Salía por la avenida de eucaliptos y después por la de plátanos. Hacía calor. El juego, por este año, había terminado. Nos volvíamos caminando esta vez, como otras veces, solos, sin compañía. Y era igual y ya no. El batallador, claro, siguió su derrota, en los dos sentidos simpáticos de la palabra. Y así terminó. Y el juego terminó. Y no terminó.

El año pasado, a esta altura, caminaba bajo esos mismos árboles. Y yo era el mismo, y no. Y el batallador era el mismo y no. Y también como ahora había perdido, pero no, como ahora también.

Y así.

Un día será el fin del juego. Cara a cara, y no como en un espejo.

Ya será.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Para el pueblo, lo que es del pueblo

Pero la televisión es algo más complejo aún, es la difícil articulación de publicidad (recursos), contenidos, tecnología y contexto social, todo eso monitoreado por un software que mide el rating minuto a minuto y lo informa en real time. Y es una industria que ante la ausencia de publicidad, verdadera reina del medio, genera programas baratos y mediocres en todo sentido.

Y todo esto, además, para lograr que se entretengan millones de albañiles, amas de casa, mecánicos, dentistas, economistas, cartoneros, obstetras, filósofos, que tal vez estén deprimidos, algo frustrados por el sistema que los contiene, y supliquen por tres horas para no pensar en nada.

El no pensar en nada incluye no sólo expulsar de nuestra mente las contradicciones sociales del sistema; es también generar el olvido o la negación de nuestra propia insatisfacción por un rato.

Con una ventaja, cuando vemos algo que no nos gusta cambiamos de canal y listo, e igual que un niño de cinco años cree que si su mamá sale del campo de visión desaparece, también nosotros fantaseamos que la guerra de Irak se termina al apretar el control remoto y poner a Los Simpson.
Esa cita dice algo, cómo que no. Por cierto que es un relato como si dijéramos fenoménico, de lenguaje urgente y cuasi apocalíptico, muy apto para el público interno, más que nada. Mantiene la “moral de combate” y baja línea a la vez, fija los criterios, recuerda los objetivos. Planta el eje revolucionario y conmina veladamente a no dejar de explotar la indignación. De vuelo corto, si se quiere, concedo. Pero tal vez suficiente para recordar al lector que hay que ir por los recursos, hay que ir por la inclusión y el reparto. Pero más que nada hay que ir por el relato nuevo y por las fuentes y emisores de un relato nuevo, donde relato significa el sentido último de todas las cosas, su trabazón más íntima. Relato quiere decir, más o menos, manejar “la partícula de Dios” en la historia. Tal vez para quedarse con el reparto, claro...

Pero más que ese artículo, me interesó el otro , que está al lado.
El regreso a la disputa por el poder popular cobra significación en nuestra tierra. ¿Cómo terminar con los campos de concentración cultural y político? ¿Qué nueva producción política puede liberar del secuestro conservador a parte de nuestra sociedad media? Hay que crear para unir y ganar para transformar la lógica porque una vida está por encima del dan shon y el destino humano está en riesgo. Que baje el cielo y suba la tierra, porque no se trata de pedir lo imposible como en aquellos sesenta del Mayo Francés, se trata de pedir el reparto de nuestra riqueza.

Construir nuestro relato. Romper las rutina retórica, quebrar el común de los sentidos; salir del lugar donde nos puso la cultura de la usura; no somos deudores, fuimos saqueados y vamos por lo nuestro.

Los neoconservadores buscan presurosos un atajo; su revolución cultural que mutiló a los partidos y contaminó a muchas referencias sociales de izquierda, su dominio en el campo cultural y de los medios de masas para imponer el liberal modernismo ahora se astilla en los sótanos sociales. Cuántas categorías políticas resulta indispensable revisar, cuánto concepto que funciona como un censor pragmático hay que reactualizar, y cómo apelar a la literatura para decir lo indecible –machacaba Nicolás Casullo– y exponer cosas de las que se tiene apenas una intuición, y además tener la libertad de que todo es admisible en la literatura. Nuestra literatura de sueños incumplidos y el deseo que nos empuja a componer una nueva gramática del derecho de la mayoría, del conocimiento liberador y la información calificada y profundamente democrática. Hay mil batallas culturales y políticas pero no se gana premiando al sistema de comunicación sino creando nuevos relatos, liberando la palabra del analfabetismo político, confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
Es muy gráfico. Más cerebral, claro. Y más periodístico, además, con ese bombardeo de preguntas y consignas que marcan la cancha, le ponen nombre y apellido a las cuestiones que importan –que deben importar– y las resuelve en una sola dirección.

El aire utópico semioculto es lo que más me llama la atención.

La pancarta que encabeza la columna de manifestantes parece la del abucheo a la usura, la de la pedorreta al neoliberalismo, la de la amenaza al explotador. Y entonces resulta más bien simpática la fenomenología en este caso.

Hay toda una vida por afuera y por encima de la lógica del mercado y del mercadeo. ¡Bravo! ¡Claro que sí!

Hay todo un asunto en lo de los nuevos modelos políticos para ordenar el caos del liberal modernismo de los conservadores y la cerrazón pragmática y doctrinal de los neoconservadores. ¡Iupi!

Pero la zota tiene pata, y se le ve, compadre.
Construir nuestro relato. Romper las rutina retórica, quebrar el común de los sentidos; salir del lugar donde nos puso la cultura de la usura; no somos deudores, fuimos saqueados y vamos por lo nuestro.
O cuando dice (pidiendo más o menos veladamente la dichosa nueva ley de contenidos audiovisuales, la misma que una vez que un gobierno progre arregla con el grupo Clarín, ya no tiene el mismo sabor revolucionario, no sé si me explico...):
Nuestra literatura de sueños incumplidos y el deseo que nos empuja a componer una nueva gramática del derecho de la mayoría, del conocimiento liberador y la información calificada y profundamente democrática.
O cuando, finalmente enrollándose en la bandera de la utopía, ahora sí, sangra por la herida:
Hay mil batallas culturales y políticas pero no se gana premiando al sistema de comunicación sino creando nuevos relatos, liberando la palabra del analfabetismo político, confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
¿Qué dijo? ¿Cómo es eso de que el pueblo no sé qué cosa...?
...confiando en ese pueblo que busca instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica.
¡Ah, eso...! Sí, claro.

Si al pueblo ése del que usted habla se lo ve que se muere de ganas por “instruirse en la militancia política nueva y en la comunicación popular en un aprendizaje mestizado y con sacrificio de formarse e investigar desde un ejercicio de educación popular sin la tutela de sabihondos y oportunistas que dictan clases de su egoísta reproducción sistémica...”

Y que sea usted el que lo instruya, obviously, y le mestice el aprendizaje, claro, y lo forme sin tutela, salvo la suya, se entiende...

No sea ganso, viejo, hágame la caridad.

Ese pueblo que usted manosea, existe nada más que en su pluma (en sus teclas), en el aguaalaboca que se le hace a usted pensando que lo tiene de plastilina y a su disposición, ahora que está en la malaria, y ya lo veo relamiéndose porque, ahora que trastabilló el muro de los mangos, el pueblo está para cualquier viaje revolú que usted le proponga, despertándole la conciencia de sus derecho a bajar el cielo y subir la tierra.

Piedra libre, amigazo...

Piedra libre para uno (no está solo, ch'amigo...: usted es legión) que quiere manejar la guita en nombre del pueblo. Y manejar el poder en nombre de la conciencia histórica popular. Y manejarle el circo mediático, siempre en su nombre. Y manejarle la tierra. Y el cielo, claro. Y el Cielo, obviamente.

¡Déjese de joder, muchacho!

Usted de lo que se está quejando es de que el pueblo, ese pueblo maleado y tontón, partido en mil esquirlas de opresión y explotación, de expolio y manoseo, de estolidez educativa y perversión, de cultura barbitúrica y circo, aun así, con todo y eso, ese pueblo no está saliendo a la calle impaciente y aguerrido, militante y furioso, en largas columnas de puños en alto esperando y aullando porque usted y sus compañeritos de clase se están demorando en decirles para dónde queda la historia...

Una cosita más, y disculpe, ¿no?, pero es la última: ¿va a durar mucho el proceso de beatificación de Nicolás Casullo?

jueves, 27 de noviembre de 2008

La alegría de la vida

¿Cuántas vidas tenemos? Una, diría. Y varias.

Tres, tal vez. O cuatro, si acaso. Difícil que sean dos, en el sentido de lo que estoy diciendo.

Pero no se apuren los inspectores y los mala entraña.

Por supuesto que vida se dice de distinto modo según de qué estemos hablando y en qué sentido estemos hablando.

Por ir a lo más obvio, se dice que hay en nosotros, correspondientemente con los principios que nos animan, con las almas, vida vegetativa, sensible y espiritual. Y hay vida sobrenatural, también. Se habla incluso de animus. Y de otras cosas se dicen otras cosas más que aquí no desdigo ni aludo directamente.

Aquí, la descripción es más bien al modo como se describen los fenómenos. Aunque no estoy inventando demasiado, tampoco, como creo que se verá al ver.

Por supuesto que hay que gritarle al oído a los inspectores (no a los demás, que si son de los que entienden y quieren entender, no hay mucho que explicarles...): la unidad de lo que somos apenas permite hablar así. Somos un ser, claro. Pero de ese apenas me valgo ahora y esta división, como dije, es meramente expositiva, como descriptiva, y me valgo de ella principalmente para decir lo que quiero decir respecto de la alegría.

Entonces, y a los efectos de lo que viene, voy a considerar tres vidas, o tres niveles o modos de vida en la unidad de lo que somos.

Hay jerarquía entre ellas y es dependiente cada una de la que tiene encima en calidad o dignidad, o por debajo, en cuanto raíz y fundamento del nivel o modo más superficial.

El asunto se plantearía del modo siguiente: las tres vidas –que aquí voy a considerar fenomenológicamente, como ya dije, y de lo exterior a lo interior- se corresponden con tres alegrías o modoos de alegría. Cada vida, cada modo de vida, es el ámbito de cada una de las alegrías o modos de alegría que allí se da o se ve. A su vez, la relación de lo exterior con lo interior es necesaria, aunque no siempre visible; pero es claro que de un modo u otro sin lo más hondo, lo más visible no sería.

Un primer estadio es el exterior y el más bajo o más superficial, según se prefiera, que es lo mismo. Es la vida que todos ven y que uno muestra. Es el traje de calle de nuestra vida de seres vivientes. Es también el ir viviendo sobre la faz del mundo y es la vida donde la mayoría nos ve ir viviendo. Móvil, relativamente inestable, vulnerable, al menos por su misma exposición, esta vida es volátil y es, a la vez, bastante maleable significativamente. Transparenta de varios modos y habitualmente a las otras dos, incluso aunque uno haga esfuerzos por disciplinarla, ‘formarla’, recubrirla, actuarla o maquillarla.

En el territorio de esta vida campea un modo de alegría que le es correspondiente. Ese modo de alegría exterior, así las cosas, tiene casi las mismas notas que le adjudico a la vida en la que vive. Por cierto, no pierde nunca su lazo con los niveles más graves de vida y de correspondiente alegría. Y de allí que a veces esa misma alegría exterior tenga raíces en la caridad o en la esperanza, por ejemplo.

Un segundo estadio es la vida como si dijera de los afectos y de la memoria. Es casi por naturaleza como intermedia y se manifiesta, habitualmente, en ese continuo soliloquio, en esa continua conversación que tenemos con nosotros mismos. Y no con el nosotros mismos que reside en el exterior, sino más bien con uno más interior, en algunos casos simplemente menos exterior. Solemos detectarla precisamente en nuestras ensoñaciones, en nuestros alegatos interiores, o puede estar en relación con un de presencia virtual, físicamente ausente, con el que discutimos o hablamos como si estuviera presente. También aparece en los miedos, en las broncas, en los enamoramientos, además de en las decepciones o expectativas. Sin esfuerzo nos damos cuenta de que esos estados no son puramente exteriores. Pero a la vez sabemos que no son el fondo mismo de nuestro ser, la vida verdaderamente íntima, de tan difícil acceso. Esta vida segunda es hasta cierto punto gobernada por nosotros como lo es la primera más exterior. Pero con un grado mayor de dificultad. Cuanto más nos aproximamos al fino fondo de nuestra vida, de lo que somos, de quiénes somos, más difícil es conocernos a nosotros mismos y obrar en consecuencia.

La alegría que mora en este estadio es siempre bifronte. Con una cara –a veces una mueca– mira al exterior o, para mejor describirlo, a un exterior visto por nosotros mismos casi como ajenos a nuestra propia vida. Sentimos esa alegría como desdoblada. La otra cara, solamente la vemos desde el interior, y mira precisamente en esa dirección. Como la vida en la que reside, la alegría del segundo estadio es menos estridente, más difícilmente comunicable. A la vez, y quizá por lo mismo, esta alegría segunda tiene rasgos como oscuros, a veces más graves y densos. En esta estación, muchas cosas son como fuentes personales de una alegría que pocas veces hay ocasión de decir a otro. Por lo mismo, está reservada en algunos casos a los próximos, a los amigos. Y en algún sentido a los íntimos. También es verdad que damos por alegrías en este estadio de vida a cosas inconfesables, no solamente para los que ven nuestra vida externa, sino para nosotros mismos, que nos vemos desde más adentro, tal vez desde la misma vida tercera o íntima, alegrándonos o complaciéndonos allí en la vida segunda por causas innobles o impresentables. A veces también, algo de estas alegría sale al estadio externo, con cuidado en ocasiones, torpemente, otras veces.

La tercera vida, finalmente, es el fondo mismo de nuestra vida, nuestra vida misma. Somos nosotros mismos, más allá de toda ficción o deliberación. Y la alegría que allí vive está tramada de grandes motivos de alegría. No siempre de motivos buenos, necesariamente. Grandes sí, porque esa vida y esa alegría nos configuran en todo, en casi todo o en lo más importante de nosotros mismos. Éste el ámbito de las grandes luces y gozos, tan fugaces en su expresión como basales para nuestra vida interior. Es el lugar de la iluminación y de los amores más entrañables, como de sus contrarios. Por ejemplo, y por terrible que suene, ese el territorio de las alegrías por el mal ajeno y el de las tristezas por el bien. Pero es también la patria de una alegría inarrugable –y muchas veces inexpresable, salvo por signo o trasuntos– por el bien de los otros, de todas las cosas, y por el bien del que goza Dios, finalmente.

Parece claro que la de mayor dignidad e importancia es la tercera, la más honda vida, la alegría más honda. Y en consecuencia es más difícil entender y conocer su naturaleza, de que está hecha, qué es, para qué es, por qué es y con cuánto de ella somos. Es la menos accesible y la más presente y duradera a la vez, la más delicada y fuerte.

Pero, y pese a no ser la mayor, se me figura que es la segunda la que nos lleva más tiempo día a día, del día a día de años y años. Hay gentes que parecieran (¿uno mismo?) no tener más vida o alegría que la exterior y de no muy buena calidad. Más allá de ese espejismo -porque todos tenemos las tres-, la segunda vida es aquella con la que batallamos habitualmente, porque hay que decir que más que en el país de nuestra vida exterior o en el territorio de la más íntima, es en el de la vida segunda donde habitualmente nos sentimos luchando y batallando, y no porque no haya batallas en otros estadios, sino porque habitualmente es allí donde lo percibimos con mayor estridencia. Y tal vez por ello mismo, en su territorio –en esa vida y en esa alegría segundas– se juega mucho de nuestra suerte, e incluso de lo que creemos ser. Porque –también hay que decirlo– no pocas veces esa vida segunda nos parece ser nuestra verdadera vida. Pero, y aunque es tan nuestra y tan nosotros como cualquiera de las otras dos, no es stricto sensu nuestro vivir más propio, nuestro más propio yo.

Hay que repetir que no somos ni dos ni tres ni cuatro cosas. Somos un ser, un solo ser y no más. Sólo tenemos un alma racional. Sólo somos un viviente y no tres o cuatro o dos en uno.

Al fin, y aunque seguramente habré de retomar algunos puntos de aquí, me parece que basta con estos trazos gruesos para ensayar los límites de lo que quiero ir diciendo.

martes, 25 de noviembre de 2008

Eä (II)

¿Podría uno cantar este salmo?
Decid entre las gentes: “¡Yahveh es rey!” El orbe está seguro, no vacila; él gobierna a los pueblos rectamente.
¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra;
exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque,
ante la faz de Yahveh, pues viene él, viene, sí, a juzgar la tierra! El juzgará al orbe con justicia, a los pueblos con su lealtad.
Es el salmo 96 (10–13) que trae hoy la liturgia y claro que puede uno recitarlo y decirlo.

Muy bien.

Pero un quicio del cristianismo –tal vez el quicio cristiano– está en poder de veras cantar este salmo. No sólo recitarlo o decirlo.

Cantar cada palabra, cada proposición. Sin más. Sin impostar alegría, sin histeria, sin resignación, sin ceño vindicante, sin falso serafismo, sin petulancia ni teatralidad, sin profetismo de almacén.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Entretiempo

Claro que no: a usted, mi amigo, no tiene por qué interesarle el asunto.

Pero a mí sí, qué tanto...

¿Usted se cree que es fácil acertar a la distancia con el pie -chino o malayo o qué sé yo de qué reino sudesteasiático- de un purrete de 10 años en crecimiento que clama por calzado deportivo?

No, no es fácil. Pero acerté (a la tercera, claro, ¿y qué...?)

¿Usted se cree que, para un humilde docente bonaerense con veleidades intelectuales, es sencillo caminar las veredas de eucaliptus del viejo y venerable club, cada sábado y domingo de estos tiempos de fin del año de las crisis de los dineros y las almas?

No, mi estimado, no es sencillo. Pero allí anda por estos findesemanas un servidor.

¿Usted acaso estima llevadero el folklore de campeonatoinfantildefutboldelregatas, al que se somete manso como cordero el autor, feliz como un niño?

No, caro mio, no es llevadero. Pero, este hombre sobre las ruinas de una civilización lo lleva y sobrelleva (y nadie ve la furia, nadie...)

Y al fin, cuñao, ¿usted cree que con un historial de tres derrotas y un empate -mísero poroto en la cuenta del equipo-, Gregorio el batallador alcanzaría alguna vez las mieles de la victoria, sufrida, calurosa de mezzogiorno, ardiente de esfuerzo y de pasión, sudada de gloria?

No, mi cuate, no lo cree. Pero así fue y el joven vio tan luego este domingo a sus adversarios como escabel de sus botines.

Eso, cumpa, se llama alegría: a-l-e-g-r-í-a.

Pero, ¿y la Davis...? Sí, sí..., ya sé; ¿y a mí qué?

Pero, ¿y el penal trunco de Riquelme, aunque haya ganado el Xeneize? Ja: filfas, compadre...

El batallador salió del field con un triunfo entre los tapones de sus botines. Y listo.

Y entonces ahora, caballero, podemos seguir con lo que veníamos diciendo.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Seguramente hay algo en mi geografía genética.

De otro modo, no me explico mi contento por ver, oír, sentir soplar el viento, como el de estos días que vinieron y que todavía hay, después del calor. No falta sol, pero hay viento. No falta algo de calor, pero hay viento.

Y así en las noches como en el día. Porque el viento hace, además, que la noche –siempre quieta, silenciosa, sola...– tome como vida. Ese rugir y zumbar de ramas y hojas, potente, esa apenas tierra que levanta el viento de la calle, los pastos que se mueven. Y no sólo el movimiento. También el sonido del viento: que no es ruido sin más. Es como melodía. Difícil dormirse sin antes salir al aire de la noche y sentir que el cielo se mueve mientras –tan complacido como yo, parece– mira soplar un viento vivo más abajo, alrededor de todo, entre todas las cosas, sobre la tierra.

Y todo eso es gran felicidad para mí, vaya uno a saber por cuál de las hebras de mi sangre de siglos y siglos de quién sabe qué vientos otros.

Soy de los que creen que hay cosas que nos llegan con la carne y la sangre (claro que el alma es irrepetible, claro...) Cosas sensibles de las que se pegan a la sangre y a los huesos, memorias de cosas, tal vez: frío de montañas, aromas de mar, modos de golpear con un martillo, miradas sobre cosas, sobre acciones, maneras de mirar y encarar una vereda o cortar una cebolla o carpir un cantero. Una parte de eso se ha ido y está en la memoria y ante los ojos de quienes –cada uno de los quienes de mi sangre– ya no están en el mundo bajo la luna. Otra parte la han pasado con su sangre.

De allí ese alerta del corazón cuando el viento empieza a soplar sostenido, no una ráfaga de nada, un aire. El aire continuo en movimiento. Como una espiración siempre presente. Como el espíritu. Y tanto.

Y tanto que se me olvidan las cosas. O, por mejor decir, se me ordenan de otro modo, más sabroso, se me hace, más substancioso.

Por ejemplo.

Había anotado unas bobadas de José Saramago sobre un mundo sin dios, es decir sin guerras; un autobombo de Jorge Lanata como historiador escrito por otro que no es él; una parrafada cursi de Osvaldo Bayer sobre pueblos originarios y una calle de Rojas y unos ciegos de Lanús. Y cosas así, que tenía a pasto, porque hay a pasto.

Pero soplaba el viento, ya ven. Sopla el viento. Espira. Y me distraje de esas cosas y me dio como tedio esta vez hasta entenderlas del todo y separarles la paja del trigo. Por lo menos mientras sopla el viento.

Y así fue que del viento pasé a Manwë y de allí al Ainulindalë y de allí a ver si por las dudas Tolkien había leído a santo Tomás. Y de ahí al tratado de los ángeles y siguiendo al de la creación de las criaturas corporales y a la participación de los ángeles en la creación de las criaturas corporales. Y a los ángeles buenos y malos y a los ángeles y su modo de estar en el aire caliginoso de este mundo.

Y pasó el tiempo. Y Saramago, Lanata, Bayer y otras cosas así, se volvieron arena llevada por el viento. Y el viento era como venido del mundo que no se ve. Y el viento dejaba ver lo que el mundo que uno mira –que no es necesariamente el mundo que se ve, sino una parte, apenas, ínfima, irrelevante casi diría–, no deja ver del mundo que no se ve. Y el viento se llevaba también aquella parte del mundo que uno mira que ni siquiera deja ver el mundo que se ve.

Como se sabe, mirar el mundo que uno habitualmente mira, entristece también el mundo que se ve, ni qué decir el mundo que no se ve. Porque mira tuerto el que mira miseria sola. Y ver miseria sola entristece y desespera. Y entonces pasa que si acaso uno le echa una mirada al resto de todo el mundo visible -ni qué decir el invisible- lo tiene contaminado de la tristeza del mundo triste que ha estado mirando.

Siempre –siempre, de veras–, me acuerdo de una frase de Cicerón que, en un discurso bastante estudiado, aunque en cierto modo menor, y que suelo poner de ejemplo de otras cosas, dice como al pasar y en beneficio propio:
Nos preguntarás, Gratio, ¿por qué este poeta es tan de nuestro gusto? Porque nos suministra con sus obras, materia donde se restaure y recree nuestro espíritu, de este ruido del foro, y nuestros oídos, aturdidos por el clamoreo, descansen. ¿O es que tú crees que tendríamos material suficiente para hablar diariamente en tanta variedad de asuntos, si no cultivásemos nuestras facultades con la doctrina, o que podría soportar nuestro espíritu tanta tirantez, si no aflojase un poco con ese mismo estudio? Yo de mí confieso que me doy a estos estudios. Que se sonrojen otros que de tal suerte se enfrascan en las letras, que no pueden sacar de ellas ninguna utilidad para el prójimo, ni mostrar el fruto de sus privados entretenimientos. Pero yo, ¿por qué me he de avergonzar, oh jueces, haciendo ya tantos años que jamás me apartó del peligro o ventaja de nadie mi ocupación, ni me retrajeron los pasatiempos, ni me retardó el sueño necesario?

¿Quién, pues, podrá reprenderme, o quién con justicia enojarse conmigo, si el tiempo que se concede a otros para el desempeño de sus negocios, para la celebración de las fiestas con ocasión de los juegos, para el goce de otros pasatiempos y hasta para el descanso del espíritu y cuerpo, ese tiempo, digo, que otros emplean en prolongados festines, en el tablero, en la pelota, me lo tomo yo para repasar estos estudios?

Y con tanta mayor razón se me ha de dispensar en esto, por cuanto con tales estudios se acrecienta el poder de mi palabra, el cual, sea grande o pequeño, nunca faltó a mis amigos en sus peligros. Y si esta elocuencia pareciere a alguien cosa baladí, en cambio otras cosas de grandísima importancia, yo bien sé de qué fuente las saco.
Vale la pena el fragmento en latín, qué puedo decirles.
ver

Quaeres a nobis, Grati, cur tanto opere hoc homine delectemur. Quia suppeditat nobis ubi et animus ex hoc forensi strepitu reficiatur, et aures convicio defessae conquiescant. An tu existimas aut suppetere nobis posse quod cotidie dicamus in tanta varietate rerum, nisi animos nostros doctrina excolamus; aut ferre animos tantam posse contentionem, nisi eos doctrina eadem relaxemus? Ego vero fateor me his studiis esse deditum: ceteros pudeat, si qui se ita litteris abdiderunt ut nihil possint ex eis neque ad communem adferre fructum, neque in aspectum lucemque proferre: me autem quid pudeat, qui tot annos ita vivo, judices, ut a nullius umquam me tempore aut commodo aut otium meum abstraxerit, aut voluptas avocarit, aut denique somnus retardit?

Quare quis tandem me reprehendat, aut quis mihi jure suscenseat, si, quantum ceteris ad suas res obeundas, quantum ad festos dies ludorum celebrandos, quantum ad alias voluptates et ad ipsam requiem animi et corporis conceditur temporum, quantum alii tribuunt tempestivis conviviis, quantum denique alveolo, quantum pilae, tantum mihi egomet ad haec studia recolenda sumpsero? Atque hoc ideo mihi concedendum est magis, quod ex his studiis haec quoque crescit oratio et facultas; quae, quantacumque in me est, numquam amicorum periculis defuit. Quae si cui levior videtur, illa quidem certe, quae summa sunt, ex quo fonte hauriam sentio.


Otro día podríamos hablar de las circunstancias en las que fue dicha esta pieza estupenda y algo de su finalidad. Otro día.

Ahora el asunto me lleva por otra parte. Porque pensando en estos asuntos, mientras escribo algo sobre la alegría, se me cruza esta cuestión de la creación de y las correspondencia con los ángeles de santo Tomás. Y vuelvo a ver algo que no inventé, pero que ahora recuerdo.

Hay que mirar bien. Y hay que ver. Y recurrir a todo lo que permita ver. Alegría, sí. Y poesía, o estudio. U oración. O todo junto y cualquier cosa semejante que permita ver bien, entender y saborear, en medio de las tristezas y alegrías de este mundo.

Yo sé bien de qué fuente las saco, dice Marco Tulio: ex quo fonte hauriam sentio.

De aquellos remedios prácticos y sensatos contra la tristeza que dice santo Tomás, desde llorar a estar con amigos o bañarse, el más digno de los cinco es el de la contemplación de la verdad. Y no solamente es el más digno porque el hombre es un ser espiritual. Sino porque con su inteligencia puede ver. Y ver lo mejor posible el cuadro completo.

Más completo que lo que muestran los diarios, claro. Más completo que el mapa de tribulaciones de la vida de cada día (desde subirse al tren hasta volver del día de uno, arrastrando los desanimados pies...) Más completo que las propias angustias y dolores, más completo que las propias necesidades reales o fictas, más completo aún que el dolor real y las penas reales y las ansiedades reales y los tropiezos reales. Y que el mal real (no sólo los males imaginados). Más completo que la política de mierda y las imposturas y las revoluciones y las falsedades y las manipulaciones, y que los robos y las mentiras. Más completo que un mundo desahuciado o cobarde. Más completo que una vida que va para seca o que uno tasa como desperdiciada o acaso inútil, magra, pobre.

Illa quidem certe, quae summa sunt, ex quo fonte hauriam sentio.

Tengo que volver al asunto de los ángeles, y al del papel de los ángeles en la creación de las criaturas corpóreas. Releer el Ainulindalë, repasar las cosas de Manwë, el señor del viento, tan luego. Considerar hasta donde pueda aquella cuestión sobre la diversificación de las cosas creadas, la apasionante cuestión de la luz y del cielo empíreo, o aquella otra cuestión acerca de si nuestra atmósfera sublunar es lugar de tormento para los demonios. ¿Y cómo olvidar aquel asunto del conocimiento matutino y vespertino, que tanto importa, si bien se mira, a esto mismo que vengo diciendo?

Y, así, tengo que mirar bien todo eso y entenderlo lo mejor que pueda, y entender qué significa. Y no lo digo sólo de mí y para mí.

Porque sin eso, u otras cosas como esas cosas, el mundo parece simplemente el lugar de la villa 31 o de Obama o de Cristina o de D’Elía o del aborto, o el lugar del casamiento gay, o de la furia del tsunami o la caída de las bolsas, o de la lesión de Riquelme o de los chicos del poxiran, o el mundo de Chávez o del Citigroup, o de la efedrina o del asesinato misterioso o del suicidio en vivo y en directo, o el mundo de la chatura de mi compañero de oficina o de las matanzas de cristianos en la India o en Timor, o el mundo tenebroso de las guerras de pasillo en la curia romana o de las guerras por petróleo o agua, o de la estolidez de Tinelli o de la conspiración del desarrollo sustentable o del obispo pedófilo o el mundo de la usura y la explotación del débil y del desamparado o el mundo de las operaciones de cambio de sexo o de la derrota de Los Pumas, o de la caída de los precios de las commodities o de las matanzas en Ruanda o el Congo, o el mundo de los viejos en los asilos o del tipo fumando paco, de los pingüinos empetrolados o de los pingüinos avivados...

Y no es eso. Esas cosas están en el mundo, sí, claro. Pero eso no es el mundo completo.

Miseria y sol, repito y me digo por enésima vez.

Pero digo además que no se puede vivir sin ver. Y el que solamente ve la miseria, no ve. Y digo además que, llegado el caso de que se quedara tuerto, el que sólo o predominantemente ve la miseria -propia, del prójimo, de todo, del mundo...- ve menos que lo que vería el que sólo viera el sol.


Y todo esto porque en estos días está soplando un poco el viento.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

A otra cosa, mariposa

¿Debería ocuparme de esta conversación de señoras que dicen que es un reportaje de El País de Hispania a George Steiner?

Sí. Tal vez.

¿Y entonces?

Y, no sé. Hagamos de cuenta todos que ya lo comenté. Que ya dije que a los 80 hay que llegar como se pueda. Bien, en lo posible. Sin que a uno se le dé por ser un provocateur, justo en los últimos 50 metros...

Así como uno tendría que saber cuándo salir de la cama a la mañana, así tendría que saber cuándo irse a dormir por la noche. Algo matutino nos dice cuándo empezar, algo vespertino nos dice cuándo finir. Pero a la inversa quizá también vale: con la mañana algo termina y la noche algo inaugura.

Hay algunas frases, claro. Una que otra. Ingenio no le falta, libros leyó.

Pero no hay alegría en esas letras. Ni ganas de que haya, me parece.

Y ahí sí que hay un tema: la alegría.

La alegría en medio de los terrores y los horrores. La alegría en medio de las tristezas y de las alegrías de estos tiempos y de este mundo. Aquí abajo y aquí ahora.

Una alegría de la mañana y otra de la noche.

Por eso.

Mejor dejamos que Steiner se vaya pa'l silencio, como gustaba decir Don Yupanqui y me apronto para algunas líneas sobre la alegría, que es asunto que vengo llevando en las mientes y así me lo saco un poco de encima, si lo boceto.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Calor (VII)

No hay caso: el homónimo dice que por ahora no vuelve. Que como aflojó el calor un poco, mejor lo dejo tranquilo. Que además el fraile tuvo que irse a Grecia y que le dejó marcado en el mapa cada lugar de la isla y que irá a todos los lugares. Y a pie o en burro, y que, aunque la isla es chica, eso tarda. Y que se queda un tiempo en Sicilia, entonces. Dice que hasta Navidad.

No está mal. Allá él...

El sábado, mientras, estando de fresco a frío, el batallador alcanzó la cúspide: los dos goles de su equipo, en un partido que empataron. Y con botines prestados por ahora. El domingo, ya templado, fue a pérdida: 0-1.

E la nave va...

Así las cosas, recuperada la primavera en algo al menos, plácidamente, sin la voracidad del viajero, me puse a mirar.
En cuanto bajaron de los barcos, en el siglo XVI, los conquistadores españoles no demoraron en tildar a los pueblos originarios que habitaban el continente americano de salvajes, impíos, promiscuos, en fin, multitud de calificativos. Lo que en la actualidad se denominaría autobombo, versión autorreferencial de una campaña de prensa casera. Ignoraban, entre tantas otras cosas, que con aquellos epítetos, por oposición, se estaban definiendo a sí mismos como adalides de la civilización, portadores de la verdadera fe, defensores de la auténtica moral, en ese orden. Nada muy diferente del discurso de los dictadores cuando hablaban de subversivos, apátridas, ateos, marxistas, etc., que los colocaba como representantes de la legalidad, patriotas, defensores de la única fe, fascistas, neoliberales; es decir lo que resume el eslogan occidental & cristiano y lo que la historia se encargó de demostrar. Magia berreta de los antónimos que el pensamiento riguroso hace herramienta de conocimiento al definir enunciado y enunciación. Algo así como “dime lo que dices del otro y descubrirás tu alma”.

Como los toscos invasores de hace cinco siglos o la torpe milicada reciente, no es improbable que quien se lance a calificar con tamaña vehemencia ignore hasta qué punto se desnuda el propio pensamiento. Inconsciencia que en absoluto releva la responsabilidad.
Decía un scholar vernáculo analizando con una hoja de afeitar oxidada los fundillos malolientes de la publicidad. Tuerto, el tipo, digo yo. ¿Cómo hace para decir eso mismo y no decirlo a la vez de la rive gauche? Además, esa cosa de ayuntar a los españoles del XVI con la milicada reciente es muy, qué diré, poco ingeniosa, fratello, por lo pronto. Ganas de hacer historia, eso sí. De escribirla de nuevo. Es necesario.

Me dirán por qué me ocupo de esas cosas, por qué insisto. Es fácil de entender: es política, señores, política. Y es política seria. Muy. Y en tanto esa política no se aclare o se resuelva, no habrá realmente de la otra, de la que todos llaman política y apenas si es. Mientras no se termine de librar esa batalla que llaman cultural pero que es política, habrá, en todo caso, una cosa que se parezca a la política dende mientras y hasta que esa se resuelva de algún modo. Pero política seria no habrá realmente, aunque es serio que no haya política buena. Y es político que no haya buena política, fino certo punto. A mí se me hace que la verdadera política no existe sin nociones. Según se concibe, así se obra. Y al que escribió eso que copio también le parece lo mismo. Y lo mismo les parece a todos los demás que copio cuando hablan de esas cosas que parecen cultura y son -también- política.

O cuando, con la excusa de hablar de Keynes, dicen cosas como que
En su libro Qué es la política, Hanna Arendt (que debe estar incomodándose bastante en la tumba cada vez que habla Carrió) vaticinaba que algún día el poder económico y financiero reemplazaría al poder político, y que ese día tendría de terrible que el mundo sería gobernado algo así como por Nadie, ya que a Nadie los ciudadanos no podrían reclamarle nada.

Pero así es la democracia, mírenla por los dos lados. Por uno, se ve un sistema que en tiempos normales implica ciertas reglas de juego que por sí mismas no garantizan nada particularmente bueno para los más vulnerables. Pero por el otro, lo que se ve es un sistema que tiene el límite que los mercados no tienen: los gerentes del Lehman Brothers se fueron a sus casas con indemnizaciones obscenas, mientras Bush pasará a la historia como el peor presidente de la historia reciente norteamericana y los republicanos mastican derrota electoral.
Y eso acá, en la pampa, o allá en la Europa o los States, tanto da. Y no de ahora, aunque cada vez se notará más que la guerra por las palabras y las cosas no es por palabras sino por cosas, y por la Gran Cosa, que es una Gran Palabra. Nada hay tan invasivo como la palabra, invade más que los ejércitos y los virus. Nada hay tan tentador como levantar mundos de palabras, con las palabras. Hasta que se hagan un mundo y se pueda vivir en él. O parezca un mundo en el que parece que se puede vivir.

Era un mamarracho intragable la guerra aquella contra el eje del mal (que no terminó, mi cuate, no todavía...) Y era (es...) una guerra con palabras también, aunque peleada por un gangoso. Y claro, suena feo, suena raro. Y suena malo.

Pero, ¿por qué suena mejor si alguno en un éxtasis progre saluda el que Obama tenga el privilegio de ofrecer al mundo entero un glorioso momento de hegemonía del bien?
Obama tiene el privilegio de ofrecer al mundo entero un glorioso momento de hegemonía del bien. Sólo por eso hará historia. Ese momento no durará mucho. La realidad no acostumbra demorar demasiado cuando sale a almorzar. Cuando termine, todo va a depender del modo cómo el impulso del bien enfrente al impulso del mal. Y todo va a comenzar en los Estados Unidos, un país contradictorio y sufrido. Contradictorio, porque es el mismo pueblo que hace ocho años “eligió” a W. Bush, el peor presidente de la historia de los EE.UU. Sufrido, porque la estupidez, la avaricia y la corrupción que dominaron la Casa Blanca dejaron al país al borde de la quiebra financiera y moral. La última fue rápidamente redimida por Obama. La primera será mucho más difícil de redimir.
¿Por qué esta hegemonía del bien del redentor moral Obama es mejor que aquella guerra contra el eje del mal del impresentable Bush?

No. No es mejor. No es lo mismo, concedo. Pero es lo mismo, concédame.

Es parte de la misma batalla. Podrá ser que no sea una kulturkampf como las de antes, aunque hace siglos -milenios, dije- que hay una kulturkampf en danza. La calidad y la cantidad de ésta de ahora son distintas, sin embargo. Y me figuro que cada vez serán más invasivas las palabras y cada vez será más claro -para algunos, al menos...- que ésas no son solamente palabras en pugna.

Yo no lo voy a ver, decía Castellani. Y tal vez no lo vio. No sé si tendré esa suerte. Y me da que no.

Para cuando no tenga mucho que hacer, prometo que me leo despacio el reportaje que le hacen a George Steiner y les cuento cómo sigue el partido.

No, no el del batallador. El otro.

Mientras tanto, a don Gregorio, esta semana, Dios primero, le llegarán sus verdaderos pies, cuando un servidor acierte con la horma.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Calor (VI)

Siempre es raro. Uno podría hablar de los signos de los tiempos. Y podría hablar de los signos del tiempo. No menos rara una cosa que la otra.

Por ejemplo.

Mientras escribo, no tengo nubes en el cielo, atardece (sea cual fuere la hora de la tarde que ahora corresponda), hay una brisa suave que a ojo de buen cubero viene soplando del norte, noreste de a ratos. Apacible, cálido. Dicen que hay unos 29º 8 a esta hora en el aire de la pampa donde estoy.

Dicen eso. Y veo eso.

Pero veo que dicen que, en menos de 8 horas, el viento rotará al cuadrante sur y llegará a velocidades de hasta unos 19 nudos (sopla a unos 4 ó 5 nudos, ahora...), y que la temperatura –por ejemplo, mañana a esta hora–, bajará unos 14 grados.

¿Será?

Tal vez sea.

¿Cómo saberlo?

Claro: mirando pronósticos –algunos bastante técnicos, le anticipo...– y sacando cuentas y cruzando información, guarismos y chamanes.

Aun así y con todo y eso, podría ser que no pasare. No sería la primera vez. Ni sería la última.

Signos del tiempo, sí. Casi parejos con los otros signos –los de los tiempos– en su variabilidad. A simple vista parecería que los signos del tiempo tienen más fundamento, son más seguros, son más ‘científicos’.

Sí. Claro. No creo, vea.

Pronóstico y profecía. Profecía y pronóstico. ¡Fantástica topada harían!
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.
Dice Machado en Del pasado efímero, en sus Campos de Castilla.

Qué aguarda, qué teme del cielo. ¿Qué espera? ¿Lluvia? No sólo lluvia viene del cielo, hay que decirlo. Y a veces parece que tarda lo que viene del cielo, como tarda la lluvia que espera aquel hombre del casino provinciano, con el que se ensaña –no sin razones– el poeta.

Dicen que mañana a esta hora no será el tiempo de ahora. Habrá frío, vientos, dicen que algo de lluvia. Eso es el pronóstico.

¿Y qué más habrá mañana a esta hora en materia de profecía? ¿Lo sé ahora, como creo saber ahora el pronóstico de mañana?

Pues, en parte sí, en parte no. Pero lo que sé de eso, si es verdad que lo sé, lo sé de cierto mucho más que con la casi certeza –casi...– del meteorólogo.

Sí. Es difícil acechar el tiempo y los tiempos, y es difícil también asechar el tiempo y los tiempos.

Mejor es aguaitar el tiempo y aguaitar los tiempos. Tal vez es más, además de mejor.


L.T. me fustigó hoy en un mensaje, por sus propios motivos también hay que decirlo. Por ejemplo, me recordó que no dije que en el Retiro hay negros –como Obama, me dice– que venden bijouterie –como Obama, pienso ahora, aunque él no lo dijo...–, y es verdad.

Ahora digo que es verdad, pero no los había visto antes; es cierto también que no voy mucho a la ciudad.

Tuve que volver al reservorio para un cambio de puntos en los botines futboleros, que se ve que eran enormes. Malhaya: porque para mal de mis pecados recién me dijeron que fallé de nuevo, pero al revés, en la tasa del pie de Gregorio, el batallador, qué lo parió...

El caso es que busqué a los africanos en el Retiro y estaban (hoy se los vio mucho..., se ve) en grupos de a tres o cuatro.

Y, no: no son como Obama, ni lo serán, diría yo. Tintos son. Muy. Angoleños. Me puse a hablar con ellos. Y ya parecen porteños, viera usted... Me paré en uno de los puestos. Miré unas cadenas.
-¿Esto es plata?, inquirí.
-Plata 900, mexicana, dijo el joven de unos 20 años, sabiendo que no era, claro. Porteño, como les dije...
-Ésta es linda, pero es muy corta..., empecé a mercar.
-Hay más largas, déjame que yo te muestro algunas..., ésta..., ésta también puede ser..., o ésta, mejor..., ya me tuteaba el Angoleño de Villa Ortúzar.
-Sí, es que..., es más larga, sí..., pero..., es un poco femenina, ¿sabés?
-Ja, ja..., es ‘maraca’, claro, es verdad..., río el negrísimo angoleño sin inmutarse. Porteño cento per cento, ¿qué les dije?
-Estuvo Portugal en Angola, ¿no?, sugerí para distender el mercadeo.
-Sí, Portugal...
-Pero hace tiempo que no, claro...
-No, claro...
-¿Y ustedes hablan portugués?
-Sí, y otras lenguas. Es como en Paraguay que hay varios idiomas, varias formas de guaraní y castellano..., me aleccionó Angola con humilde solvencia.
-Pero a vos no se te nota el portugués para nada en tu español...
-Tenemos otro ‘accento’, es verdad, porque hablamos más en dialectos nuestros, como en Paraguay..., insistió didáctico.
-Mala suerte, cerré el negocio. Pero paciencia, ya pasaré otra vez y habrá una como la que busco...
-Seguro, dijo Angola cancherísimo. Siempre hay algo para llevar...
Un rato en África estuve. Ya volveré.


Del viajero homónimo, ni noticias por ahora. Se le apilan algunos papeles que debería leer. Pero, hay que dejarlo. Que disfrute, él que puede.

Debe andar con el fraile ése que dice que conoció en el barco, mirando desde Erice la costa de África, también él. Como desde el Retiro yo veo Angola.

Ahora, eso sí: desde el Retiro se verá Angola. Como desde el pronóstico del tiempo se verá el viento sur que soplará mañana a esta hora a 19 nudos.

La profecía de los tiempos, mis estimados, es otra cosa.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Calor (V)

Tuve que comprar un par de botines para el guerrero del balón. El tipo, a decir verdad, estaba jugando casi con los pellejos de las plantas del pie y eso no era digno.

Concienzudo, fui a un reservorio latinoamericano, es decir, a una feria persa peruana. En parte porque no había para más y en parte porque con tabas in crescendo, no hay que hacer inversiones riesgosas.

En el Retiro, a las 5 ó 6 de la tarde, la cumbia ruge exultante, el carbón del medio tacho sobre el que se cuece ‘la chipa’ humea insolente, los vendedores de perfume falso seducen brutalmente a cuanto incauto pase, las veredas se inflaman de puestos preñados de China, Paraguay, Bolivia; los extranjis se doblan penitentes bajo el peso de mochilas de 100 litros, unos bombos ensayan una futura marcha en la plaza canadiense; autos, colectivos y motos devoran peatones y los escupen en la calle, en las veredas; valijones de cualquier parte y desde cualquier parte, van y vienen desde y hacia la terminal vecina, como si dieran lo vuelta por atrás y aparecieran de nuevo por delante.

Para cuando uno termina la excursión y el mercadeo, todavía queda el tren, con t de tórrido.

El calor acompaña y acecha en los andenes, rodeando los vagones, con vías y durmientes de aceitosos vapores rancios como rehenes, el sol invade todo y recalienta los hierros y las chapas de todo. Miles de viandantes se atosigan.

Bulle la vida, sí. Ah, sí...

A esa hora, en otra parte, me dice el viajero que algunos caminos en Sicilia tienen un paisaje inquietante. Algunos en las costas, varios con ruinas milenarias cercanas.

Soledad de sol y silencio de piedras, sobre todo en el sur y en el suroeste, como en Agrigento. Menos en el norte, cerca de Mesina, más verde.

Pero los más pintorescos, según dice, están en el interior de la isla. Bordeados de olivos o naranjales, crujientes de sol, crujientes de cigarras. Burros a millares cruzando tierras ondulantes, plantadas de árboles viejos, en grupos pequeños, frutales, pinos; mujeres vestidas de negro en eterna peregrinación de pañuelos negros en la cabeza, por los bordes de las vías provinciales y menores. Chicos que aparecen de casas colgadas de peñascos en curvas y vueltas. Hombres viejos, sentados como en el turno del dentista, uno junto al otro, cada tanto sonriendo, hablando poco y quedamente una lengua cerrada y paradojalmente oscura en semejante luz del aire.

Así recuerda que oyó a un hombre de unos 70 años –no podía saberse, dijo–, cantar a pedido el único fragmento en dialecto que hay en Cavallerìa Rusticana (Turiddu a Lola, le canta), en una especie de patio frente a una trattoria salvaje, bajo unos limoneros fragantes, a los pies del Monte Colla, cerca de Randazzo:
O Lola, ch’ai di latti la cammisa,
si Bianca e russa comme la cirasa
quannu t’affacci fai la vuca a risu,
biatu cui ti da lu primu vasu!
Ntra la porta tua lu sangu è sparsu,
e nun me mporta si ce muoru accisu...
e s’iddu muoru e vaju mparadisu
si non ce truovu a ttia, mancu ce trasu...
Así que, finalmente, yo me fui al tren y él dejo el tren de lado. Y no porque sea voluble, que lo es (y quién no lo sería viajando así, huyendo...)

Pasó que en el barco tuvo dos encuentros que lo hicieron cambiar de idea. Un fraile y un mapa.

Y realmente –pienso ahora mientras por el sur del mundo la luna está enorme y baja, brillante y cada vez más luminosa, y eso quiere decir calor y entonces quiere decir riego...–, un fraile y un mapa no son motivos despreciables para hacer cambiar de idea a más de uno.

Claro que, pienso también, qué sencillo sería si uno pudiera a más de uno darle un mapa y acercarle un fraile para hacerlo cambiar de idea.

El mundo está, me parece, bastante más peligroso que eso. Si hubo alguna época en la que podía alcanzar con un mapa y un fraile –o lo que esas dos cosas significan o pueden significar–, no es esta época.

El mapa le mostró la gracia de los caminos, las vueltas y contravueltas, claro, pero allí descubrió Trapani y dentro de Trapani, Erice.

El fraile, por su parte, le contó de una especie de eremita que vivía precisamente en Erice, sobre el monte San Giulano, con fama de sabio y santo, cerca de un convento que había a mitad de la montaña, bajo el cual, se decía, podría haber estado la antigua ciudad de épocas incluso anteriores a la presencia griega en Sicilia.

Demasiado atractivo para un viajero. Y más si el fraile se ofrece para hacerle de guía en su tierra y llevarlo hasta la puerta de aquel hombre.

El barco tradó más de tres días en llegar a Sicilia, con alguna que otra recalada.

La última noche a bordo, ansioso por lo que le esperaba en la isla, evitó la sobremesa y se fue a su cubil. Quería dormirse temprano y estaba nervioso y feliz. Nada mejor que una noche de vísperas apacible, mecido en aguas mediterráneas, en el centro del mundo, con vientos bonancibles.

Para distraerse, el viajero rebuscó entre las lecturas pendientes -unas las llevaba consigo otras se las mandaban- para encontrar alguna que lo acunara al cuarto o quinto párrafo.

Encontró un discurso religioso de Barack Obama del 2006, cuando todavía no era Barack Obama, sino simplemente Barack Obama. Y encontró, sin decidir todavía cuál de ambos leería, un comentario a un libro reciente del cardenal Carlo Martini.

Al final, leyó los dos.


Pasó la noche en vela.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Hernández, Oscar y el negro

Lo negro, como la izquierda, ha sido desplazado en la lengua hacia zonas oscuras y miserables. Mientras lo blanco connota pureza, lo negro trae la idea de suciedad. Mientras blanco es el vestido de las novias y negro es el vestido de las viudas, actuar por izquierda es hacer trampa, corromperse o implicarse en cualquier delito. Ir por derecha, en cambio, es ser frontal, tener coraje, tener paciencia, tener moral.

En el mundo en el que vivimos, lo negro ha sido marginado y sacrificado, porque lo negro es ajeno. La historia occidental está escrita por una mano blanca.

(...)

Sin embargo, el hecho simbólico de un negro allá arriba de todo es una buena ocasión para revisar las costuras de nuestro lenguaje, que fueron hechas cuando lo negro estaba lejos de ser bello, lejos de acceder a decisiones importantes y todavía más lejos de poder dar su propia versión de las cosas.


Dice don José Hernández (MF I, X, vv. 1855-1856) que
¡Es zonzo el cristiano macho
cuando el amor lo domina!
Y le han hecho decir millones de veces a Oscar Wilde aquello de que
I can resist everything but temptation.

Muy bien.

Mezclemos un poco, entonces, y saquemos conclusiones:

1. No solamente es zonzo el cristiano macho. No solamente es zonzo aquel a quien el amor lo domina. Puede haber cristianas hembras zonzas por amor. Puede haber hembras –cristianas o no- zonzas por otras razones. El texto que copio arriba, es parte de una nota típica, que creo que es una buena muestra de esto que digo.

2. Es linda la frasecita de Oscar Wilde. Juguetona, linda para bromear, incluso para escandalizar a un auditorio pacatón. A Wilde se le ocurrían infinidades de cosas con lo de la tentación. De allí que aparezcan con su nombre frases como aquella que dice que the only way to get rid of temptation is to yield to it..., que es una especie de complemento de la primera que copié. O aquella otra que, con un poco más de enjundia, dice: Do you really think it is weakness that yields to temptation? I tell you that there are terrible temptations which it requires strength, strength and courage to yield to. Pero, como fuere, hay que resistir algunas tentaciones, don Oscar. No, no estoy hablando de “esas” tentaciones. No porque haya que ignorarlas, sino porque no son “las” tentaciones. Tentación jodida es, por ejemplo, mezclar, hacer de lo tuerto la ley, hacer de lo particular lo universal, sacar agua a como dé lugar y llevarla para su molino, así se mueve la piedra que molerá un grano falluto que dará una harina inútil. Eso sí que es tentación-tentación. Como la de esta hembra zonza que cito más arriba, que no por amor a otro, sino tal vez por amor a lo que cree que es su propia inteligencia, enamorada de sí más que de nada, dice las pavadas que allí dice.

Es muy fácil contestarle, y es una tentación. Pero aunque soy bien zonzo y la única cosa que no puedo resistir es una tentación, esta vez paso.

Contéstenle ustedes, si quieren.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Calor (IV)

Estaba parado al borde de la cancha número 3. Fiero el sol, pese a que eran recién las 9 de la mañana. Incluso las 8, quién sabe con la neohora qué hora es...

Ya con 10 años sobre sus espaldas, el incansable Gregorio, el batallador, jugaba su primer partido de primera ronda de su campeonato de fútbol. El sujeto es ya un habitué de estas páginas para esta época, que para él son las de peloteos de campeonato.

Y allí estaba un servidor, como en los últimos años, chofer, paje, escudero y aguatero del batallador.

Pese al sol, miraba hacia el noreste, sin embargo. Podría haber buscado un reparo. Pero valía la pena la vista desde ese lado. El pobre batallador sudaba la camiseta patinando sobre el pasto alto y un poco húmedo todavía en las partes sombreadas del terreno. No tenía botines y jugaba con unas zapatillas inapropiadas. Perdió tres a cero. Fiel a la natural ascesis de su estilo, concluyó, relamiéndose la cobertura de chocolate de un bombón helado: “Jugamos bien”. A las 5 de la tarde, o tal vez las 4 habría que decir en las neohoras de este calorón solar, tenía otro partido. Agotador.


Muy bastante más al noreste, mi homónimo estaba parado en la playa y el viento de sal del mediodía le daba en la cara.

Oía el Mediterráneo que tenía adelante –era el extremo occidental de Creta- y pensaba: Si tiene que ser Sicilia, tendrá que ser en tren. Había ido a repostar a la isla, pensando volver en no mucho tiempo para las costas orientales. Pero ahora se había decidido. Cruzaría otra vez el mar y estudiaba el modo de pasar a Taormina o, si no había más remedio, a Siracusa. También podía ser que recalara en Agrigento. Lo mismo daba: cualquier terminal de tren podía llevarlo por alrededor de la isla o hacerlo cruzar de costa a costa: de Catania a Palermo, de Ragusa a Trapani, de Gela a Mesina, pasando por Caltanissetta, o por los bordes del Etna. ¿Y por qué no internarse incluso hasta Corleone? Calor hace allí también, pensó, como en la pampa sobre la que Gregorio el batallador debe estar por jugar a esta hora...

De todos modos, estaba en Falasarna y le quedaba cruzar la mitad de Creta para llegar a Heraclion y embarcarse. Mañana a la mañana, en todo caso. Ahora seguía de pie sobre la arena blanca de una playa breve y no muy concurrida.

Se refugió en una taberna módica que gobernaba un parador playero. Bajo una sombrilla que exhibía con orgullo los colores de Grecia, pidió una botella de Retsina, fresco, aromado y áspero al paladar. El sol, a esa hora, se estaba recostando sobre Portugal, bien al fondo del Mare Nostrum, que ya destilaba una bruma azul como de bandera.

En una mesa vecina, dos alemanes y unas muchachas españolas conversaban y reían. Tenían unas cervezas sobre la mesa. Algunos platos acompañaban las cervezas: un poco de oktapodi a las brasas y una especie de ensalada de caracoles.

Mientras todos hacían un esfuerzo por poner cada cosa que decían en inglés, los alemanes por su parte cruzaban entre sí germánicas miradas de entendimiento y se hacían breves comentarios en su propia lengua, algunos sobre las ibéricas, sólo algunos. Y ellas otro tanto, aunque más bien parecían querer terminar su pintas y largarse con viento fresco. Con todo y eso, el conjunto era a la vista bastante armónico y parecía una reunión de camaradería casual, más que un apronte para inminentes salvajadas.

El homónimo viajero dejó por un momento el mapa mental de Sicilia y trató de seguir la conversación. Por los tópicos y el rango de sus fuentes, todos parecían gentes Wi-Fi, aunque no se veía máquina a la vista que justificara la sospecha fehacientemente.

Amanda, una de las ibéricas que lucía como una intelectual de barrio, se sorprendía de una nota que había leído en un diario de Buenos Aires sobre asuntos que discutían en su España, acerca de si no había que ponerle límites a lo políticamente correcto.

Distraídamente, nuestro observador se preguntaba por qué el lógos (lo pensó en griego por influjo del mar, seguramente...) seguía siendo la piedra del escándalo. Por qué esa batalla de palabras como si fueran la última ley de las cosas. Se preguntaba además, mientras Amanda hablaba a una velocidad que hacía difícil entender el español, si el mundo seguiría tratando de perfeccionar un modelo substituto que le permitiera decir que hay que llamar a cada cosa por su nombre, negando a la vez que cada cosa tenga un nombre.

Ya para entonces se había tentado y pidió unas olivas negras y minúsculas.

Advirtió que los alemanes no se llamaban por sus nombres. Uno de ellos -casualmente de ojos pequeños y negros como las olivas, con los que sonreía aunque su boca no se moviera- siguió el hilo del tema que había sacado Amanda y también citó un diario sudaca. Puso como ejemplo el comentario de un argentino (‘otro’ argentino, claro...) sobre un brulote de Noam Chomsky contra Barack Obama, cuando –antes de las elecciones- dijo que éste “era un blanco que había tomado demasiado sol...”

Claro, pensó el viajero, si uno es Chomsky, de izquierda y conoce los States, tal vez pueda saltar por encima de las leyes PC, que impiden mezclar varias alusiones incorrectas en una sola frase. En realidad, no entiendo por qué puede, pensó y se quedó mirando el mar que ya se hacía como denso y oscuro. Sí, sí que entiendo, cómo no..., dijo apenas 20 segundos después.

Precisamente, mientras una mujer baja y jovial reponía el Retsina, se acordó entonces del tratamiento casi teórico que tenía por esos días la cuestión del Milan Kundera dizque buchón de los servicios checos en tiempos comunistas. Casi todo lo que se decía en ambientes progres sobre la cuestión parecía un comentario erudito y esteticista del Cascanueces de Tchaikovsky, todo sin pasión, sin tragedia, sin sangre, sin soponcios ni escándalos. Claro.

Consu y Eleuteria, las hispanas restantes, se habían trenzado alrededor de cuestiones del tipo salven a las ballenas y con la misma sensibilidad con la que se habla de profilácticos o salvar al planeta, habían ido a parar a un informe sobre chicos pirañas que merodeaban al parecer cerca del Obelisco y robaban a la luz del día. Consu estaba indignada. Eleuteria quería que su cofrade entendiera cosas de la exclusión y tal y tal. Habían visitado Buenos Aires hacía un año y tenían ideas encontradas. Consu, al parecer había sido estafada por un taxista, incluso antes de bajar del avión. Eleuteria se había enamorado de un maestro de tango, con el que había tomado tres clases de milonga. Consu decía que eran como los inmigrantes en Europa y Eleuteria decía que no tenían la culpa de nada y mucho menos de que el mundo fuera así. Consu proponía llevarlos a todos a un inmenso campo como de refugiados y encerrarlos allí. Eleuteria -con un rasgo de humor filoso- la miró condescendiente y le susurró: "Joder, ¿es que no te das cuenta de que ya están encerrados en un campo de refugiados...?"

La conversación se encrespaba pero al mismo tiempo languidecía circular y sin arreglo.

Nuestro amigo, mientras las oía casi divertido, extrañó a los viajeros de otras épocas que, no siempre menos frívolos, al menos ponían cara y tono de estar mirando con atención.

El cotilleo se hacía esporádico. Más y más los alemanes fueron reemplazando el inglés por el alemán y las muchachas cada vez más hablaban entre sí en una jerga que parecía español, de a ratos.

El homónimo pensó de pronto que allí mismo donde estaba, sobre esa misma arena, en esas playas, durante siglos miles de hombres probablemente también habían hablado de cosas importantes en tonos de salón de té. O de cosas triviales como si estuvieran en el concilio de Nicea. Allí habría habido duelos y gozos reales y fictos. Habrían brillado espadas o resonado cañones navales por reyertas y guerras de buena y mala uva. Se habrían escapado dos enamorados de sus familias rivales, o se habrían batido a duelo dos oficiales ingleses de algún ejército de los tiempos de Napoleón, por unas migajas de dudosos honores empolvados.

Pensó en mujeres esclavas de guerreros bárbaros. Pensó en guerreros bárbaros prisioneros de sultanes. Pensó en cruzados y pescadores, pensó en apóstoles y en descendientes de Agamenón, pensó en mercaderes venecianos y en cortesanas áticas. Pensó en mártires y en venganzas ancentrales.

Tal vez ese mundo y esas cosas, que parecían en la nostalgia tener mejor sabor que éste mundo y estas cosas, estuvieran en algún lugar y nada más bastaba con desenterrarlo todo como a Troya. Tal vez todo eso y más existía en algún lugar alrededor y por la superficie y bastaba verlo para encontrarlo.

Mañana temprano, pensó al fin, lo esperaba un barco en Heraclion que lo llevaría al calor siciliano.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Calor (III)

Ya que la mentamos, la copiemos. Por ahí se hace cierto que alguien la imprime y la usa para una pegatina.

Es el salmo del patrón del capataz camandulero.
Oh, Yahwé, creador de todo, gobernador del mundo y esposo de Israel,
Me has dado abundancia desde mi niñez.
Para mí ha sido la lluvia del cielo y el cogollo de la tierra.
Mi padre me dejó heredades y yo aumenté mis rentas...
Yo dormía y las cosas crecían para mí.
Compré tierras en la escasez y en el auge las revendí.
Compré los papeles en baja de los publicanos arruinados
Y los cobré por su valor nominal cuadruplicado.
Mis rebaños y mis sembrados aumentaban solos.
Yo pagaba al Templo y no hacía dolos.
Hice galpones y cobertizos hasta perder la cuenta,
Hasta enredarme todo el día en cuentas y ventas.
Mi mujer viste púrpura y mis hijos cazan en el Líbano,
Y aventé a mis enemigos como la llama en el clíbano.
Hasta que oí a un hombre Tuyo sentado en el farallón:
'¡Ay de vosotros los ricos que tenéis vuestra consolación!'
¿Qué consolación tengo yo? ¿Qué tengo yo en resumen?
Tengo dinero; y esa consolación me consume.
Hendí mis manos en el oro exangüe.
¿Qué es el oro? El trabajo del pobre, es decir, la sangre.
No me consuela, no sé qué hacer, me embarulla.
El Hombre hablaba en el Monte, de la Ley tuya,
Y no sé qué hacer y mis oros me dan un vago miedo.
Señor, dime lo que he de hacer con este recelo,
Porque no pequé contra Ti, hice lo que todos.
Pero no estoy contento de mí de todos modos. Amén.

Los versos que trae Castellani son malos, hay que decirlo, pero hay que ver también que probablemente fueran de un patrón de negocios, un compraventero, quizá potentado.

¿Por qué tendría que saber de versos? Para escribirlos, dice uno por acá. Si no sabe, que no escriba, me dice otro más.

No sé. Mucha gente escribe y cree que así se le desahogan las penas o reparte sus dichas. No quiere ganarse el premio de la SADE, quiere decir algo: de lo que tiene en el corazón -duelo o consuelo- es que habla la boca. Así se consuela, y está bien.

Si quiere creer que sus versos son versos y encima buenos, allá él. Cada padre ve lindos a sus hijos. Si quiere creer que es un buen escritor, allí ya se pone perverso, me parece. Pero, hágame caso: Déjelo nomás pastar..., pobre ricachón. Estaba abrumado, después de todo. ¿Qué le voy a ir ahora con métricas y asonantes en las rimas...?


El día fue raro.

Quiso llover y hasta unas gotas cayeron a media mañana. Pero fallutas. Salió después un sol de justicia mientras estaba entre unos perniles asados muy en su punto y unos vinos de Mendoza (Cabernet, como me gusta) que sabían a gloria. Y de unas etiquetas extrañas de las que desde hace un tiempo andan por allí y que aquí ni se conocen, se ve que son primores de la provincia que ellos saben allá y aquí no sabemos.

Hubo que esperar hasta la noche para mirar el cielo de nuevo. Al atardecer, se puso dorado. Ahí está tu lluvia, le dije a mi madre con ironía oteando ambos por una ventana, sendos mates en mano. No hay que mezclar lo dulce con lo amargo... Se río. ¿Riego?, pregunté discipular. Eso allá es lluvia..., sentenció con un dejo ancestral de campesino calabrés.

Mientras, se levantó una ventolina que prometía agua, pero amainó y quedó pesado el aire, denso. Cubierto el cielo de nubes bajas, queriendo llover. Queriendo, nomás.

Nuestro amigo, el homónimo viajero de esta saga, sabiendo que Atahualpa tenía razón y que entonces, pa' qué volver..., resolvió seguir en su plan.

Y el caso es que quería estar en Nazareth hoy mismo, sábado 8 de noviembre, para la fiesta del beato sutil, Juan Duns de Escocia.

Como el calor siguó su asedio, parece que en su plan podía saltar en el tiempo tanto como en el espacio. Y así -aunque poco se ven ahora- alcanzó una caravana que cruzaba el Jordán y se internaba en las antiguas tierras de Isacar. Una vez allí, con un puntilloso mapa de una vieja historia de los evangelios belga (de 1867, que había heredado de su tío el cura...porque también había tenido un tío cura...), vería de recorrer pueblos y caminos trazados en la hoja que tenía que leer con lupa.

Después de cruzar el Jordán, se internaría y dejaría el Monte Hermón a la derecha y, bordeándolo por el sur, torcería hacia el noroeste, rumbo al sur de la Galilea, cruzando valles y pequeñas cadenas, hasta llegar a los pagos en los que vivieron Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María.

Se acordaba de los textos de la hermana Emmerich y de sus inquietantes relatos sobre la Inmaculada Concepción. Resultó además que era buen día para el memento la fiesta del otro beato, adalid franciscano de la Señora, en esas lides de escuelas y sutilezas. Que Juan Duns hubiera muerto en 1308 no lo impresionaba para nada, lo cual es un cierto mérito, teniendo en cuenta la infaltable fascinación de los modernos por los aniversarios de números redondos.

Durante alguna de las noches de la travesía, probablemente en Sunem, en las últimas estribaciones occidentales del Monte Hermón, el cielo brillaba como en los dichos que recordaba de Ana Catalina, cuando la beata relataba las visiones que mostraban que los Magos habían descubierto una estrella que signaba el nacimiento de una Virgen. Parece que mucho hicieron ellos divulgándolo, porque, según cuenta la monja ciega, en aquellos lares había antiguos sacrificios de niños y hombres, conmemorando signos interpretados errónea o malvadamente desde antiguo. Los sacrificios, dice, mermaron con la noticia de los Sabios. Y dice también que cuando los hacían, rociaban la sangre derramada con harina, que la absorbía, con lo que tenían una especie de nefasta comida ritual, que incluía al final la propia carne de los sacrificios. Misterios y terrores de los signos mal llevados, viera usted.

El caso es que, mientras los hombres de la caravana sentados de a cuatro o cinco tomaban café y fumaban, comentando la presencia del argentino pero mucho más las peripecias del viaje, él se apartó hasta que la luz de los fuegos se hacía tan débil que dejaba la noche a cielo abierto y en su propia oscuridad plateada.

Tenía varias cosas en la cabeza. Aparecían una por una o en tropeles sordos, tratando de invadirle la mirada, que estaba fija arriba, hipnotizada en la enormidad de puntos, salvo donde la altura del Hermón recortaba el paisaje estelar y se hacía una mancha negra.

Todavía arrastraba las cosas sobre el horrible pecado del que hablaba el Padre Brown con Flambeau. Aquello que había estado pensando sobre la relación del cuento con la historia del capataz de Castellani, con el salmo de su patrón y todo, también rondaba.

Pero ahora, con su nuevo propósito de ir a buscar al escocés sutil de Duns a Nazareth, donde había nacido el portento de la Inmaculada, que tanto defendió, otras cosas tenía además en mente.

Hacía un tiempo había visto como casi todos la famosa lección de Regensburg. Se acordaba de que allí Juan Duns recibía -beato y todo como ya era desde el '93- un reproche de Ratzinger. Y recordaba que un antecesor del alemán, en 1966 para otro aniversario redondo, esta vez el de su nacimiento en 1266, había hecho un encomio del escocés -que sus hermanos los franciscanos atesoraban- celebrando tal vez lo mismo que ahora, cuarenta años después, el alemán censuraba. Pero había que verlo con más detenimiento, si acaso, y por muchas cosas que llevara una caravana, no cargaba ahora libros y papeles. Quedaba rondar las cuestiones a puro recuerdo, entonces.

De allí fue que pasó a Descartes. Y quizá para entender por qué ese salto, hay que ver que las horas de viaje en caravana son más lentas y tal vez más densas que las de avión. Como en las cárceles, según Cervantes, tal vez también en los desiertos todo ruido haga su habitación...

Como Duns, pensó, Descartes podía ser que tuviera dos caras y fuera dos cosas a la vez. Salvando las diferencias y considerando nada más que las relaciones, el amor mariano del escocés era al celo contrarreformista de Descartes, lo que la sutileza del franciscano era al racionalismo del francés.

Podría ser.

Pero.

Muchas cosas, después de todo.

Demasiadas. No estaba acostumbrado a pensar después de un día y medio de caravana a través de Cisjordania. Ni aunque fuera otoño.

Como mecánicamente, como quien con cierta arbitrariedad marca una página de un libro y lo cierra, cuando parece estar en plena lectura, y entonces apaga la luz del escritorio y se va a dormir, así nuestro viajero se levantó de su apartamiento y se acercó a los fuegos. Los hombres seguían conversando. Él llegó hasta donde había dejado su equipaje y buscó un Kouros tinto griego que había comprado en la frontera a muy buen precio. Siquiera un bocado al pico de la botella, a solas.

La noche se había cerrado completamente al pie del Monte Hermón, como se había cerrado en las pampas. Si las horas distintas en las que se encontraban hubieran sido la misma hora, su homónimo pampeano se disponía a regar en ese mismo momento en el que él trataba de buscar una mata de pasto, más mullida que el suelo pedregoso, lo suficientemente lejos del olor de los camellos.