sábado, 19 de mayo de 2007

Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo (X)

Hay que hacer una recapitulación de aquello que dio origen a esta serie. Fue en ocasión de un capítulo -el segundo- del ensayo El fin del tiempo, de Josef Pieper. En particular, lo que específicamente movió a estas reflexiones es la tesis de Immanuel Kant acerca de cómo y en qué sentido los cristianos son o serán vistos como los promotores del Anticristo y, en una visión escatológica particular, cómo con su conducta provocan la catástrofe final.

Las obras que enhebran estas consideraciones en Kant son las que dedicó a estos temas –en clave tanto política como teológica- en los últimos años de su vida. Además del intrincado ensayo breve sobre El fin de todas las cosas en el que postula esta idea, la visión escatológica de Kant hay que rastrearla en trabajos como Idea para una historia universal en la visión burguesa del mundo, Victoria del principio bueno sobre el malo y fundación del reino de Dios sobre la tierra, Si el género humano está en un constante progreso hacia algo mejor, La paz perpetua.

Concretamente, y en lo que se refiere al objeto de estas reflexiones, esa visión escatológica postula -tanto en Victoria del principio bueno sobre el malo y fundación del reino de Dios sobre la tierra, como en El fin de todas las cosas- que los cristianos no se adecuan a los tiempos y al sentido de la historia y en razón de ello mismo provocan la crueldad final de una religiosidad no racional y por lo mismo nefasta, que será lo anticrístico de un cristianismo que se niegue a cumplir no solamente su papel histórico sino lo que Kant entiende es su verdadera naturaleza.

Algunos elementos más a tener en cuenta son –tal como bien lo señala Pieper- la resistencia ilustrada a concebir que una verdad –racional o incluso religiosa, más allá de lo puramente moral- pueda ser rechazada universalmente, tanto como el escándalo a concebir un fin catastrófico intrahistórico como datum. Lo mismo podría decirse, para el caso de Kant, respecto de la entidad que podría concedérsele a un fin extrahistórico de cualquier género, más allá de concebirlo como una especie de enigmática transposición de los tiempos y de un estado feliz de la humanidad en ese ‘momento’, con la figura del carro de Elías como emblema.

Ciertamente que hay que admitir que la mención de un fin catastrófico intrahistórico tiene por fuerza que ser inquietante a primera vista, más allá de que se conciba que el fin del tiempo es extrahistórico, como lo ha sido su comienzo. El mismo carácter catastrófico de dicho fin es materia de distinciones de toda clase, en particular respecto de aquellas cosas que habrán de ocurrir. Está claro que, en materia de catástrofes, en las profecías se asocian males de índole en principio bien diversa, como que se enumeran terremotos, conmociones astronómicas, guerras, plagas, pero también confusiones gravísimas, perversiones, persecuciones y apostasías.

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Ahora bien, a partir de allí hay que apuntar un hecho algo curioso. Por lo que ha sido profetizado se entiende precisamente que antes del fin habrá una gran apostasía y persecución. Así está dicho por Jesús y profetizado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Otro tanto, como se dijo, respecto de cataclismo y redomas de males.

Parece entenderse entonces que la acción del demonio en el mundo en algún sentido mueve la historia hacia su final, toda vez que se entiende habitualmente que el fin de las iniquidades -Anticristo incluido- llega con la irrupción abrupta -como un rayo en el cielo- de Cristo que vuelve y de ese modo termina no solamente el reinado breve del Anticristo, sino la acción del mal en la historia, tanto como la historia misma, para pasar a un nuevo estado de todas las cosas: cielos nuevos y tierras nuevas. Así queda dicho en las Sagradas Escrituras, por el propio Jesús, y en todos los pasajes que se refieren específicamente a aquellos días que vendrán, desde el profeta Daniel hasta el Apocalipsis de san Juan.

De modo que parece entenderse así que hay un proceso de degradación y de abyección que causa el fin, pues se entiende que el fin es el acabamiento de ese proceso de degradación de la creación. Incluso, en esta misma línea, se asocia el crecimiento de la maldad en el mundo con las catástrofes naturales, entendiéndolas y viéndolas como reverbero cósmico de esa misma maldad espiritual, tanto humana como angélica; no sólo porque esas catástrofes pudieran ser parte de la degradación, sino incluso porque pueden ser consideradas como secuelas o efectos, cuando no castigo.
Esto forma parte de la afirmación de la profecía revelada acerca del fin: que si bien la transposición no pueda ser introducida por fuerzas intrahistóricas, no deja de estar en relación con el curso intrahistórico; que el proceso histórico avanza por sí mismo hacia su fin y que, por así decirlo provoca esa transposición, no ciertamente como un effectus, sino como una salvación. La profecía del fin parece afirmar que la tensión, por la que la historia se ha puesto en marcha y con la que se funde de raíz, experimentará al final una agudización extrema; que según ello el fin del tiempo posee un carácter absolutamente catastrófico, tanto en un plano interior como en el exterior, y que la historia en su final desemboca en una especie de liberación que llega de fuera (aunque realmente no llega "de fuera", sino del fundamento ontológico más íntimo de la creación, que desde luego es un fundamento ontológico que trasciende en absoluto a esa creación. (Pieper, II, 71, 72)
Sin embargo, es verdad también que el cuadro espantable de los días que anteceden a la Segunda Venida de Jesucristo es profetizado como signo del fin, no necesariamente como causa: Cuando veáis que ocurren estas cosas, alegraos...

Esto que ha de pasar por el fuego, con todo, ya fue purificado por el agua en el 'tipo' o figura anterior de fin que es el Diluvio, que también es figura del agua del bautismo. Por lo mismo, también hay que entender que esa sucesión de agua y fuego es una sucesión de signos acerca de otros signos particulares como son los sacramentos, además de ser ellos mismos signos de las teofanías (Mt. 24, 37-39).

Con todo, no hay que olvidar que una versión menos recurrida de los hechos por venir sostiene que, completado el número de los elegidos, vendrá el fin. Lo cual signa el tiempo de otro modo y le pone otro reloj a la historia.

En estos mismos términos puede entenderse la 'alusión' a la higuera que reverdece, puesta en la semana anterior a su Pasión por el mismo Cristo, como uno de los signos del fin. [Mc. 11, 12-14; 20-26; 13, 1-37; Mt. 21, 18-22; Mc. 13 28-32; Mt. 24, 32-33, Lc. 21, 29-31, en la parábola de la higuera brotada.]

Hay en los textos que siguen, y en sus contextos, rastros de esta otra visión:

Esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. (Mc. 13, 8)
Pero todo esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. (Mt. 24, 8)
Misión de Jesús: Jn. 16-17 (Alusión al gozo de la parturienta 16, 20-22)
Pero vosotros mirad por vosotros mismos... (Mc. 13, 9)
Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvara. (Mt. 24, 13) Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. (Lc. 21, 19)
Y enviará a sus ángeles con sonora trompeta, y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de los cielos hasta el otro... (Mt. 24, 31)
Y si el Señor no abreviara aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que Él escogió, ha abreviado los días. (Mc. 13, 20; Mt. 14, 22)

Precisamente en este orden de cosas, aquel signo de la higuera -así como el del parto- es un signo paradójico con respecto al resto y es un signo que debe entenderse en sentido también intrahistórico. No es caída sino renacimiento y no uno cualquiera, al parecer, pues se ha entendido esa higuera -probablemente la misma que maldijo un poco antes por su esterilidad, inéditamente, hasta secarla- como la figura de Israel y su conversión al Señor apenas antes del Día del Señor. Signo éste que no sería causa tampoco stricto sensu, pero, en un sentido real, sí distinto a los otros signos en la medida en que resulta distinto decir que antes del fin habrá apostasía, maldad y catástrofes, que decir que antes del fin Israel -el corazón de Israel, su 'resto', no importa si cada uno de todos los israelitas- volverá su mirada a su Señor y reconocerá en Jesús al Unigénito del Padre y al Mesías, y no aquel rex meramente carnal, político e intrahistórico.

Volvamos a recordar entonces aquí la forma en que Kant amonesta al cristianismo que se niega a 'convertirse' a la fe racional, que él llama pura fe religiosa. Tratemos de entender -en paralelo y por otra parte- cómo podrá comprenderse en este registro puramente temporalista, la vuelta atrás de Israel, que abandona la expectativa mesiánica temporal e inmanente y vuelve sus ojos al Crucificado y en Él ve el cumplimiento de la Promesa, y la prenda de la Alianza, con lo cual se dispone al fin.

En su segunda Carta, dirigida a los cristianos del Asia menor, san Pedro parece hablarle a los fieles en general y les refiere los acontecimientos anteriores a la Venida, así como les advierte sobre los falsos doctores y las doctrinas engañosas (entre otras, curiosamente, una doctrina similar a cierta inmutabilidad del universo, que negaría el final -tanto como el principio- y por lo mismo se burlaría de la propia Parusía.) También les explica las razones por las cuales Jesús 'se demora':
Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá.

Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia.

Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. (2 Pe. 3, 8-14)
San Pedro utiliza aquí para 'acelerar' el verbo griego speudadzoo que en latín se lee impello, incito, tanto como speudo es festino, propero. En definitiva, nuestro acelerar.

El apóstol se refiere aquí a un tema que ha tratado en sus dos cartas canónicas: el tiempo de la venida, de la Parusía y la acción de la misericordia Divina, que no se retrasa en el cumplimiento de la promesa sino que no quiere que algunos de ellos se pierdan y que todos ellos alcancen la salvación.

Una parte central del mismo texto, dicha también por el mismo apóstol, se encuentra aludida en un discurso referido en los Hechos de los Apóstoles, dirigiéndose san Pedro -junto con san Juan- a los judíos de Jerusalén, luego de curar a un tullido en el Templo.
Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas. (Hechos 3, 17-21)

Este modo de entender las relaciones causales -de diversos tipos de causas- entre la historia y su fin extrahistórico (e incluso las circunstancias catastróficas intrahistóricas), no es la forma de entender la cuestión a la que estamos mayormente acostumbrados.

Una versión simplificada de esto mismo diría: no es por el ritmo del mal, por su propia acción y las acciones que suscita y por el ritmo y la espectacularidad de las catástrofes que habrá de acaecer como un rayo la Venida, sino por el historial de los santos, por su fidelidad y piedad, motores que no sólo miden sino que además 'aceleran' la Parusía, la impelen.

A propósito de "... Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal...", hay que recordar a la vez que san Pablo afirmó que la finalidad de la historia es el plan del Padre de
recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra. (Ef. 1, 10)
En este mismo sentido puede entenderse aquello que afirma Pieper y que repito aquí:
... que el proceso histórico avanza por sí mismo hacia su fin y que, por así decirlo provoca esa transposición, no ciertamente como un effectus, sino como una salvación. La profecía del fin parece afirmar que la tensión, por la que la historia se ha puesto en marcha y con la que se funde de raíz, experimentará al final una agudización extrema; que según ello el fin del tiempo posee un carácter absolutamente catastrófico, tanto en un plano interior como en el exterior, y que la historia en su final desemboca en una especie de liberación que llega de fuera (aunque realmente no llega "de fuera", sino del fundamento ontológico más íntimo de la creación, que desde luego es un fundamento ontológico que trasciende en absoluto a esa creación.
Visto así, el cristianismo cumple otro papel respecto del fin. Y en ese sentido se vuelve sí de algún modo una especie de causa del fin, tanto como de los signos y episodios anteriores al fin.

Aunque está claro que, en absoluto, la causa del fin es la voluntad divina y su diseño eterno respecto de lo creado.

Parecería, entonces, que puede entenderse que a mayor fe y mayor caridad -no necesariamente en el mayor número de creyentes y caritativos-, más proximidad habrá con el fin y la Venida que lo ocasiona.

Es importante entender tal vez que esa sucesión no es indiferente: no es el fin el que ocasiona la Venida, sino la Venida la que ocasiona el fin.

Dios no se ve obligado a recapitular toda la creación en Cristo y entonces, por ello mismo, el fin es un paso obligado, un daño colateral, al que se ve obligado o que deba tolerar, por la maldad de los ángeles y de los hombres.

Más bien, llegado el tiempo, Dios recapitula la creación en Cristo y a eso llamamos el fin.

Las palabras de san Pedro parecen claras:
Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia.
La santidad y la piedad no solamente son el quicio de la esperanza de la Venida, son allí también lo que la 'acelera'. Y parece que podría entenderse esta palabra en un sentido próximo al que se le adjudica al término 'predestinación', aunque esto mismo permanezca oscuro para nosotros.

Sin duda, entonces, se planteará allí un asunto difícil de entender, como siempre que entran en aparente colisión la presciencia divina, su providencia, la acción y los designios de Dios en la historia, la predestinación y la libertad del hombre.

Podrá entonces hacerse una más o menos nutrida cantidad de salvedades a esta admonición petrina de que la santidad de la conducta y la piedad de los fieles 'aceleran' lo que Dios tiene visto desde toda la eternidad y en razón de ello tiene profetizado. Como quisiere entendérselo, allí está dicho.

Ahora bien, se dice además en las Escrituras, el propio Jesús lo dice, que llegados los horrores próximos al fin, la persecución y la iniquidad serán tales, que de no acortarse esos días, los justos podrían perecer -en términos eternales, claro- es decir, podrían no perseverar. También esto se ha entendido como causa de la Venida, toda vez que con ella Dios irrumpiría desde su eternidad en el proceso histórico para salvaguardar a los suyos, a quienes se han mostrado fieles y perseverantes, pero que enfrentados a ciertos hechos (tanto seducciones como persecuciones), podrían defeccionar. Pero tal vez aquí deberíamos traer nuevamente a su quicio el orden en que las cosas parecen suceder.

Tenemos, es verdad, términos opuestos: la piedad del hombre que acelera el Día del Señor y la piedad del Señor que acorta los padecimientos de los fieles.

Entonces bien, tenemos con esto varias versiones de cómo son las cosas, próximos al fin.

Sin embargo, no son contradictorias, según se ve. Las palabras de Jesús respecto de esta perseverancia resultan claras e inequívocas. Complementadas con las que trae san Juan en los capítulos 16 y 17 de su Evangelio, parecen más claras aún. Todo esto atañe al misterioso tramado entre gracia y libertad, como al más misterioso aún entre predestinación y libertad. Pero también debe considerarse allí alguna diferencia, pertinente al asunto del que se trata, entre la razón por la cual se produce el fin y el tiempo en que esto acaece, a lo que deben sumarse las razones de Dios para irrumpir en el tiempo una segunda vez tras la Encarnación y acabar con él.

Seguramente, es probable que Kant no estuviera pensando en esto cuando auguraba a un cristianismo ‘desvirtuado’ producir los males del fin y el fin mismo, que en este caso llama invertido, no natural, creyendo, hay que repetirlo, que el fin natural era una durable bonanza ilustrada o a lo sumo una enigmática transposición. El caso es que acertaba en parte y no necesariamente queriendo acertar.

Una noción habría que agregar a estas consideraciones: akoluthía.

El verbo griego akoloutheoo significa seguir, acompañar, imitar, de allí el término acólito que también se refiere a ministro.

La palabra significa consecuencia, secuencia, ordenación, congruencia, hacer símil, seguir, sucesión. El mismo año litúrgico –él mismo una sucesión, una akoluthía- se vuelve así una representación, a través de los tiempos que estipula y ritos sagrados, de una akoluthía mayor que recorre toda la existencia incluso más allá del tiempo histórico.

El concepto puede rastrearse, por ejemplo, a partir del capítulo VI (El desarrollo de la historia) de El Misterio de la Historia del cardenal Jean Daniélou.

El término, explica Daniélou, procede de la filosofía griega –más concretamente de Aristóteles- y tiene un desarrollo particularmente importante en la filosofía y en teología oriental; es san Gregorio de Nisa quien lo aplica especialmente y a través de sus obras –y en particular el Tratado de la Virginidad (371 d.C.)- sigue Daniélou la aplicación de esta doctrina.

Es importante. Es particularmente significativa la aplicación de esta noción a dos visiones de la historia que, si bien resultan opuestas, no son contradictorias pues si no se complementan exactamente, de algún modo resultan congruentes. Como si dijéramos dos sucesiones en el tramado de la historia, incluso dos progresiones.

Hay que destacar ante todo que esta noción se compadece con la centralidad del tiempo en la historia. Y de la contemplación del misterio del tiempo, saca san Gregorio conclusiones que son imprescindibles para este trabajo.

Habrá que recordar otra vez que uno de los motivos de estas consideraciones que aquí se desarrollan, es precisamente cierta causalidad escatológica que parece deducirse de los dichos de Kant.

Algo que hacen los cristianos cuando obran históricamente -desnaturalizando la substancia del cristianismo, según Kant- actúa a modo de causa respecto de la aparición del Anticristo y del fin -no natural, dice- de las cosas en la historia.

Kant afirma la progresión y sucesión como mecanismo natural de la temporalidad histórica y la orienta augurando -con dispar optimismo, apunta Pieper- el progreso de la humanidad; pero consigna, a la vez, una progresión negativa no menos causal.

Es decir, dos elementos hay que observar: la propia noción de progresión, por una parte; y la naturaleza de aquello que progresa, naturaleza entitativa tanto como moral.

Y es del caso notar a su vez que esos pares resultantes interactúan causalmente respecto del fin de la historia. Importa advertir que las relaciones establecidas por Kant no son en absoluto una novedad, por peculiares que sean en su sistema y en su modalidad. Lo que sí son es una postulación que ha dominado de un modo u otro -como hemos tenido ocasión de ver a través de ejemplos de esta serie, tan varios como de calidad disímil- la visión moderna y contemporánea de la historia y su desarrollo o fin, incluso en cierta visión cristiana de la historia en los últimos siglos, tanto en lo que tiene de optimista y progresista, como en parte, en lo que podría caracterizarse como pesimista, aunque esto de modo más indirecto (sobre este asunto, particularmente en lo referido a la expectativa mesiánica dentro de una determinada modalidad tradicionalista, hice algunas reflexiones en un trabajo Sobre la Parusía, considerando la oposición entre apocalípticos y parusíacos. No creo que las páginas de una bitácora resistan otro abuso de tantas páginas...)

Para decirlo otra vez, en forma quizás en exceso llana: la sucesión y progresión de algo malo, causa el fin; la sucesión y progresión de algo bueno, causa el fin.

Para Kant, una fe determinada, la religiosa o eclesiástica, y en ese mismo orden opuesta a una religiosidad que pretende pura o racional, embalsa el mal del mundo, lo hace crecer y con ese mismo acto llama a una crueldad y a una perversión anticristiana -en la concepción kantiana del cristianismo y su papel histórico- y al propio Anticristo, cuyo espíritu y acción se confunden con la así llamada fe eclesiástica. El modo de evitar ese fin nefasto, postula Kant, es que el cristianismo se vuelva esa pura fe religiosa o racional que sería su puerto natural y su verdadera esencia, y con ello universalmente amable. Su amabilidad, se entiende, es una especie de tolerancia moral, fundada en la razón libre, en la propia libertad y en un vago concepto del amor.

Sin embargo, esa visión de esa fe religiosa o eclesiástica que Kant impugna, coincide, tal como afirma Pieper precisamente, no con ese acre luteranismo supersticioso y totalitario al que tuvo que enfrentarse Kant en parte de sus últimos años, sino con la Iglesia Católica, su credo y su acción histórica, incluso con su expectativa parusíaca y su continuo conflicto con el espíritu del mundo, espíritu más bien asociable a la fe racional o pura fe religiosa a la que Kant le atribuye cualidades mesiánicas y efectos salvíficos inmanentes intrahistóricos, para su tiempo y su gusto visibles en la que sería la Revolución Francesa, por ejemplo, como posible encarnación de un nuevo espíritu de libertad y racionalidad.

Finalmente, Kant pretende evitar el peor de los males históricos: que el cristianismo se vuelva anticrístico. Si eso ocurre, se acelera y acaece el fin -invertido o no natural- de todas las cosas. Para que ello ocurra sólo debe pasar que el cristianismo insista en ser una fe eclesiástica. No ocurrirá tal fin si el cristianismo se resuelve a ser lo que según Kant es, en realidad: una fe racional o pura fe religiosa –como la ha denominado- que promueve y practica una racional bondad inmanente y una racional tolerancia sin dogmas ni ritos, una fe que dé progreso y felicidad al hombre en la historia. Así actuante, un cristianismo tal no tendrá resistencias en el mundo, lo cual resulta imprescindible para Kant.

Esta visión se superpone tanto a lo que dice el Evangelio, como a lo que alude san Pedro en su segunda Carta, como a lo que desarrolla san Gregorio de Nisa. Pero se superpone en sentido inverso. Tales lugares apelan a una akoluthía, a un secuencia del crecimiento del bien en orden al fin de la historia y a la Segunda Venida:
¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán?
Pero ese bien que crece en intensidad, crece en el sentido en que lo postula una fe verdaderamente religiosa, no una fe racional.

Al mismo tiempo, hay otra superposición. Para Kant, el crecimiento de la fe que denomina eclesiástica produce un efecto que se estima no deseado: el fin anticrístico, no natural, de todas las cosas, alejando la posibilidad de una especie de transposición de un estadio histórico a otra especie de plenitud también histórica, de paz perpetua, felicidad, bienestar. El cristianismo de esa fe eclesiástica, se aferra a su Revelación, sostiene sus dogmas y sus ritos, sostiene incluso sus profecías de catástrofe intrahistórica y de ese modo obtiene el rechazo del mundo, lo cual escandaliza a Kant, y, en su concepto, desvirtúa la naturaleza bonancible y amable del propio cristianismo, volviéndolo cruel y coartando el libre uso de la razón al hombre, en el entendimiento kantiano.

Es verdad que la profecía en el Antiguo y más en el Nuevo Testamento afirma la existencia de un Anticristo y de un Profeta del Anticristo y una especie de religión anticrística, que por lo que se entiende es una adulteración y perversión del cristianismo mismo, como se afirma también una profanación del lugar santo, y una abominación de la desolación en el lugar en que no debe estar.

Pero no es verdad que todo ello se refiera en realidad a una fe religiosa o eclesiástica –según la definición kantiana-, sino más bien por el contrario a una fe racional, a una especie de mera moralidad sin dogmas, sin Revelación en la historia, sin rito, sin Profecía incluso.

En tanto el Anticristo substituye y pretende substituir a Cristo, la suya no puede sino ser una figura que reemplace lo religioso –e incluso haga una propia eclesialidad-, pero si reemplaza lo religioso lo hace suplantando lo religioso en el sentido en el que Cristo lo entiende. Y si en sentido anticrístico lo humano se opone en algún sentido a lo divino, eso será por la religiosidad que exalte lo humano opuesto a lo divino, no –si acaso esto se concibiera posible- de lo divino opuesto a lo humano (aunque en este sentido tal vez convendría releer los diálogos de los 'primeros nacidos' con el Tentador en la novela Perelandra de C. S. Lewis.)

La pretensión de que el hombre llegue a ser todo lo divino que pudiere ser, es en todo caso propia de Dios más que del hombre; y sea cual fuere el modo en que esto ocurriere (dicho, por otra parte, en las Escrituras) habrá de hacerse al modo divino y no al modo humano. En boca –y en la pretensión- del hombre, esta divinización se vuelve anticrística eo ipso, aunque el hombre pretenda así algo que entienda ser el reino de Dios.

Es bastante claro que Kant toma los que él considera los defectos y miserias de una religión y se los aplica a su fe religiosa o eclesiástica, mientras que su fe racional o pura fe religiosa recibe en herencia notas que él estima benignas y bienhechoras, filantrópicas, libres de todo dogma, rito e incluso de necesidad de salvación extrahistórica. Para poder hacer esto, tiene, por fuerza, que considerar el tiempo histórico como el territorio de la indefinida perfección humana, la tierra futura de interminables beneficios, incluso lo dude o no por ser hombre perspicaz, le produzca insatisfacción o no en el transcurso de los tiempos tal como los ve o los va vislumbrando.

El propio final de la historia en esa visión sería ya el mal mismo. Solamente una fe eclesiástica o religiosa –y su empecinamiento- parecería producir por sí semejante descalabro cósmico. En la concepción kantiana, la akoluthía que se encamina al fin perverso de todas las cosas, es la propia pretensión de esa fe religiosa de interrumpir, desviar o malversar el fin mismo del hombre y de la historia.

El cristianismo ve las cosas de modo exactamente opuesto. Y espera en consecuencia.