viernes, 25 de mayo de 2007

La patria en oda

Borges publicó en El otro, el mismo una Oda escrita en 1966.

Así nomás. Sin más título que eso.

Un fragmento me lo mandaron hoy como tarjeta de saludo por el día de la patria. Curiosa cosa.

El libro aparece en muchos lados como publicado en 1964, y en otros pocos en 1969. Algunos dicen que la recopilación algo anárquica del libro abarca poemas de los años que van de 1930 a 1967. Un 'misterio' (probablemente aparente) bien a la altura de Borges. No tiene mayor importancia.

La Oda me gusta. Las cosas que dice, sin embargo, parece que podrían entenderse cínicamente. Como si dijera: 'la Patria no es nadie -ni nada, ya que estamos, ni sus héroes, ni sus cosas, ni sus símbolos siquiera-, no exageremos; pero nosotros, lo mismo y de todas maneras, tenemos un deber, una especie de imperativo de razones laterales y fundamentos evanescentes. Y hay que cumplir con ello como si un fuego de amor nos quemara'. Como discurso de candidato u homilía de pretre frívolo.

Ni tan peludo, ni tan pelado, Georgie.

La Oda suena bien, y dice algunas cosas que reputo buenas y otras que parecen el gesto avergonzado de sacarse la caspa del hombro.

Son, tal vez y con todo, el eco especular, invertido y deformado de los gritos patrioteros, de los gritos de aquellos que siempre le gritan a la novia, sobre todo cuando le susurran a los gritos que la quieren, con más fervor en las cosas delicadas que delicadeza.

En fin, aquí está la Oda.
Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
que, alto en el alba de una plaza desierta,
rige un corcel de bronce por el tiempo,
ni los otros que miran desde el mármol,
ni los que prodigaron su bélica ceniza
por los campos de América
o dejaron un verso o una hazaña
o la memoria de una vida cabal
en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de batallas, de espadas y de éxodos
y de la lenta población de regiones
que lindan con la aurora y el ocaso,
y de rostros que van envejeciendo
en los espejos que se empañan
y de sufridas agonías anónimas
que duran hasta el alba
y de la telaraña de la lluvia
sobre negros jardines.

La patria, amigos, es un acto perpetuo
como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
Espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban, argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.