martes, 25 de marzo de 2008

Uno

Hay que reconocer que el suplemento de Página/12 dedicado a la expresión y promoción de la homosexualidad parece un brulote y que tiene esa especie de salacidad escandalosa, como provocativa, furiosa. Tal vez esté hecho para eso, además de la políticamente correcta inclusión, claro...

El título (y hasta su tipografía), el día en que aparece (por lo pronto, este viernes, que fue Santo), la nota de tapa, hacen un bonito conjunto simbólico.

Igual me pregunto para quién. ¿Quién será el que se entusiasma tanto jugando con esos símbolos para molestar a quién? ¿Y cuántos se sentirán inquietos u ofendidos por ese manoseo de cosas santas, reales o simbólicas? ¿Es simple y llano odio? ¿Así, tan burdamente? Podría ser.

Lo leí con cierta rapidez, eso sí. No es de gran calidad en ningún sentido, bastante torpe, como desmañado diario íntimo adolescente, y perdonen los adolescentes la comparanza.

En realidad, diría que no hay que dar por el pito, más que lo que el pito vale. Lo diría..., pero mejor no lo digo. La broma fácil siempre es fácil, posible.

Sin embargo, y aunque podría despacharse la cuestión sin más trámite que la repulsa o la ironía, tal vez alguna cosa haya para decir. Porque una parte del mundo nuestro de estos tiempos está hecho de cosas y casos así.

Tal vez, con el reverso de la mano, displicentemente, podría apartarse el asunto por la traza perversa que se nota en cada signo y hasta por lo que tiene de provocador e insolente. Pero, aun antes de hacerlo, habría que tomar nota, porque implica un paisaje, supone un statu quo respecto de lo humano tal y como está en no pocas cosas, y entonces es algo que no puede desdeñarse del todo.
ver

Quizá también respecto de temas así haya que buscar hacer luz. Y aunque para pasarle el peine fino a asuntos tales podría hacer falta un estómago un poco blindado, al menos hay que mirarlos para saber en qué estado está el hombre al que uno se dirige cuando le habla de cosas que uno cree que deberían interesarle, importarle, cosas que debería este hombre de estos tiempos entender, cosas que necesita, cosas que deberían hacerle bien, incluso no sabiendo que las necesita o no queriendo saberlo.

No vaya a ser que uno se haga una idea equivocada de las ansias de restauración que supuestamente el mundo gime pidiendo con gemidos esperanzados.

Pese a lo violento, creo que el caso no es gran cosa, no me cuesta admitirlo, porque de estas cosas y peores hay a pasto. Pero tiene un ribete que permite hacer alguna aplicación.

Al fin de cuentas, el episodio de Sodoma que cuenta el capítulo 19 del Génesis, refiere que Dios mismo manda a sus ángeles a buscar entre los habitantes de la ciudad siquiera algunos que justificaran no destruirla por el fuego. Esto también puede querer decir que antes de quemar hay que mirar, mirar para ver si algo se puede salvar, si alguien se puede salvar, siquiera uno, por lo menos querer mirar; y hasta mirar siquiera para ver qué es lo que habrá de ser incinerado y por qué.

Y me ocupo de esto ahora sabiendo que hoy es la Fiesta de la Encarnación y sabiendo que podría haber dejado libre este espacio, antes que hablar de estas cosas. O que podría haber puesto algo alusivo.

¡Pero si esto de lo que estoy hablando también es alusivo!

Recordaba hace poco que equinoccio significa que hay una noche que dura lo mismo que el día. Después de ese punto en el tiempo y en el cielo y la tierra, allá en las tierras donde Dios bajó a los hombres, la noche y la tiniebla declinan, se apartan, la luz del sol las hace retroceder. Para la celebración de hoy, que es la de la Encarnación, la de la entrada de Dios en la historia de los hombres y en las cosas de los hombres, seguimos cerca del equinoccio de la primavera septentrional, que también fue el de nuestras Pascuas, otoñales aquí en el sur.

Un tiempo en el que, allí donde fue la primera Pascua Redentora, la noche retrocede y le deja al sol el cielo. Y la tierra.

La noche -y lo que ella significa- no puede hacer otra cosa. Porque lo que existe es la luz y ante la luz, la noche escapa, se va, se disuelve.

Y otro tanto puede decirse del solsticio invernal del norte, que es nuestro verano, del que también hablé alguna vez. Es la fecha del Nacimiento. Y también se aplica allí el sentido porque, para aquella "plenitud de los tiempos" de la que habla san Pablo en la carta a los Gálatas, la luz entra otra vez en las tinieblas y éstas se retiran.

Allá en el norte, en las tierras del Nacimiento Redentor, es la noche más larga y es el sol más pequeño. Pequeño sí, pero vigoroso y potente porque desde ese día comienza a crecer y a mostrar quién es y a barrer la tiniebla y a hacerla luz y a darle luz, toda la luz que la noche y la tiniebla quiera recibir, si acaso quiere querer.

Al final de cuentas, lo de siempre: los símbolos bajan. Porque bien podría ser que para eso mismo existan los equinoccios y los solsticios: para expresar estas esperanzas de la Luz que llega, dichas a clarinadas con sordina para que las entiendan los hombres de buena voluntad.

Pascua, Nacimiento, Encarnación: tiempos de tinieblas que retroceden y de la Luz que crece y luce.

Y eso, mientras.

Mientras, para nostros los hombres que vivimos en el tiempo. Porque estamos en un mientras del tiempo, visto y vivido desde la orilla humana.

Y aunque en la historia de los hombres y a los ojos de Dios ya ocurrió una vez y para siempre aquella Encarnación, y ya hubo aquella plenitud en Belén y fueron aquellas Pascuas que redimen, y aunque ya lo sabemos los hombres, y lo sabe el Tentador y el Homicida, todavía los hombres estamos en el mientras, hasta que no haya más tiempo.

Mientras. Y nos miramos, claro, a nosotros mismos, viendo cuánta luz podemos dejar entrar en nuestras propias tinieblas y noches.

Y sabiendo que todavía vivimos en este mientras y que vivimos cada día con su noche, y leemos los diarios y miramos el mundo y vemos -tal vez contra toda esperanza- si podemos dejar pasar la luz, llevar luz; si acaso encontramos, entre quienes hacen las tinieblas o entre quienes las padecen, alguno que quiera la luz, la Luz, siquiera uno.