martes, 27 de febrero de 2007

Madrigal de las Altas Torres

Supongo yo que un hombre que muere en una villa que se llama Madrigal de las Altas Torres, merece en principio toda consideración y respeto. Recuerdo unos versos de Anzoátegui que la nombran. Pero aunque no los hubiera, el solo nombre parece que levanta cualquier cosa por encima de la tierra.

Lindo nombre de villa, entre Valladolid y Ávila, a una media jornada -diría sin saberlo bien- de la frontera portuguesa (a pie, claro...) y rodeada de otros tantos nombres que valen otros tantos versos.

Vean, si no lo creen.

Pronuncien despacio:
Blasconuño de Matacabras
Velascálvaro
Brahojos de Medina
Bercial de Zapardiel
Horcajo de las Torres
Barromán
Cantiveros
Mirueña de los Infanzones
Fuentes de Año

Muriel de Zapardiel
Cervillego de la Cruz
Villanueva del Aceral
Sinlabajos
Honquilana
Gómeznarro
Mamblas
Rasuero
Peñaranda de Bracamonte...
Y son apenas algunos...

Está bien rodeado el lugar para que allí le naciera a España Isabel de Castilla, si allí fue, aunque lo prefiero así. Por cuestión de nombres...

Madrigal de las Altas Torres.

Y es el caso que el bueno de Fray Luis de León no nació allí mismo sino que allí mismo finó en 1591, después de una vida trabajada.

Siempre me hicieron mucha impresión aquellos versos que dicen escribió en sus tiempos de cárcel en Valladolid, cuando fue encerrado por unos cinco años por quisicosas de prêtres.

Al salir de la cárcel, llaman a estos versos (otros Oda XXIII), que dice la tradición dejó escritos en su celda el fraile agustino.
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.
Me parece -siempre me pareció- que en esta cuestión la palabra clave es 'sabio'. Ahí está toda la ley y los profetas.

El que yerra allí, se equivoca en todo, me parece.

Aunque la envidia y mentira lo tuvieran a uno encerrado. Aunque su estado fuera humilde y hasta dichoso. Aunque se retirara de aqueste mundo malvado y, con pobre mesa y casa, se compasara con sólo Dios en el campo deleitoso y pasara su vida a solas, ni envidiado ni envidioso.

Habrá quien, digo yo, piense que si todo eso le es así, resultará al final que él es sabio. Y pensando eso, de solamente pensarlo, creo que yerra.

Porque de ningún modo es así.

Porque, si fuera así, por ejemplo, la doctrina del Individuo, del Singular de Søren Kierkegaard estaría toda mal.

Y no está toda mal, está bien.

Porque si alguien pensara que esas exterioridades lo hacen a uno sabio, y siquiera lo acompañan como paisaje propio del sabio, sería como un modo de romanticismo, sería casi lo que uno en el estadio estético, más ocupado de su propia figura entre las cosas, viéndose abandonar todas las cosas finitas sin el salto religioso -el sabio, diríamos en términos bíblicos- al Infinito. Pero el singular no está en el estadio estético. Aunque es tan fácil que uno en el estadio estético anhele -hasta creerse que le adviene- la singularidad del singular...

Diría Kierkegaard, en In vino veritas,
he buscado la soledad de la selva y no el momento en que ella es fantástica.
Y un poco más adelante en ese mismo trabajo:
Escogí por eso la luz de la siesta. Aunque se encuentra en ella lo fantástico, el alma no lo sospecha más que de lejos. Por el contrario, nada es más dulce, más apacible, más tranquilizador que el reflejo mate de la siesta. Y lo mismo que un enfermo, reconquistado por la vida, busca de preferencia ese dulce reposo, lo mismo que el hombre cansado desde el punto de vista espiritual, y que ha sufrido mucho, busca de preferencia esa sedante calma, yo la he buscado por razones opuestas, precisamente, a fin de obtener el resultado opuesto.

(...)

Si es verdad la frase del poeta: bene vixit qui bene latuit ("vivió bien quien bien se escondió", línea de Ovidio en sus Tristia), entonces yo he vivido bien porque he elegido bien mi rincón. Y también es verdad que el mundo y todo cuanto en él se encuentra, nunca se presenta mejor a nuestros ojos que cuando lo miramos desde un rincón y cuando uno tiene que usar de astucia para mirarlo; como es cierto igualmente que todo lo que se oye en el mundo y merece ser oído, se hace oír desde un rincón y hay que usar de astucia para escucharlo, con la mayor dulzura y con el mayor encanto. Es por esto que yo me he refugiado en mi rincón. Yo lo conocía desde antes, desde mucho tiempo antes, y ahora he aprendido a no necesitar de la noche para encontrar tranquilidad, porque allí siempre está tranquilo, siempre hermoso, y ahora me parece que está más hermoso que nunca, ahora que el sol de otoño celebra la hora de vísperas, y que el cielo azulea lánguidamente; ahora cuando toda criatura retoma aliento después del calor, cuando el frescor se entrega sin reatos y las hojas de la pradera vibran voluptuosamente mientras el bosque se abanica; cuando el sol piensa en piensa en la tarde que le permitirá refrescarse en el mar, cuando la tierra se dispone al reposo y piensa en la acción de gracias; en el momento en que, antes de los adioses, ambos se comprenden uno al otro en el tierno abrazo que ensombrece al bosque y que torna más breve, más verde la pradera...


Ahora bien.

¿Es sabio porque con sólo Dios se compasa? ¿Con sólo Dios se compasa porque es sabio?

Verá cada quien lo que mejor le inspire. De un lado estarán los que piensen que el bueno hace el bien porque es bueno. Y, de otro, los que digan que el bueno es bueno porque hace el bien.

¿Se retira porque es sabio? ¿Es sabio porque se retira?

Verá cada quien. Como están los que creen que al retirarse se muestra sabio, están los que dicen al retirarse se hace sabio.

¿Va a buscar para encontrar? ¿Busca porque ha encontrado? ¿Es y entonces va? ¿Va para ser?

Hay aquí bastante más que hilachas del Beatus ille, como en la Oda a la vida retirada -de tanto parecido con los tonos de los versos carcelarios- hay más ecos que los de Horacio.
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

O tal vez -¿por qué no?- hay en aquel Beatus ille de Horacio un eco más antiguo que la voz de Horacio y que, por ejemplo, Fray Luis entiende y Kierkegaard recoge en la desesperación de su Individuo que quiere ser sí mismo, en el apartamiento no solamente de un rincón sabroso, sino de toda otra cosa, empezando por el apartamiento de sí mismo, condición sin la cual no llegará a sabio.

Tal vez en el lugar apartado y feliz haya más tensión que la que sugiere la delicia del lugar apartado y feliz. Tal vez el singular, el individuo, el sabio, esté sometido a una tensión cada vez mayor, siempre creciente y angustiosa, tanto mayor cuanto más se aparta y más se acerca a sí mismo. Y de ese modo se vuelva cada vez más religioso, y no por el mero efecto del apartamiento, que sería más bien un gesto.

En cualquier caso, no es tampoco con el acceso a un locus amoenus -ni siquiera La Flecha de Fray Luis- por donde se llega a sí mismo. Sino a la inversa, parece: llegar a la sabiduría y a ser sí mismo es el lugar sabroso.

Tal vez, repitamos a Kierkegaard, es al revés.
Es por esto que yo me he refugiado en mi rincón. Yo lo conocía desde antes, desde mucho tiempo antes, y ahora he aprendido a no necesitar de la noche para encontrar tranquilidad, porque allí siempre está tranquilo, siempre hermoso.

Así las cosas, no es extraño tampoco que la interioridad agustiniana haya dejado huellas muy marcadas en la poesía de Fray Luis de León.

Quién sabe. Habrá que ver.

Y de llegar a verlas, me gustaría la añadidura de que se me diera ver estas cosas caminando por las eras de Madrigal de las Altas Torres, por ejemplo. Si es por pedir.