sábado, 2 de diciembre de 2006

Dueño vende

Estaba viendo un episodio de la Segunda Guerra Púnica entre Cartago y Roma, la más nombrada de las tres que hubo y que acaeció más o menos entre el 219 y el 201 antes de Cristo.

La fama de esta guerra se debe en buena medida al avance arrollador del cartaginés Aníbal Barca que lo lleva de Hispania hasta el sur de Italia. Batalla tras batalla, Roma pierde decenas de miles de hombres. En una campaña fatigosa pero exitosa, Aníbal ha llegado hasta Sicilia, teje contra Roma alianzas con toda clase de tribus y pueblos de las Galias y de Italia, y la tiene en jaque durante años.

Aníbal ya derrotó a los romanos en tres batallas espantosas antes de que llegara la famosa batalla de Cannae (Italia al sur, digamos, sobre el lado del Adriático), en la que los romanos perdieron -en un día y sin contar a los prisioneros- unos 60.000 hombres (más o menos lo que dicen los yanquis haber perdido en la parte de la guerra de Vietman de la que participaron...)

Ya tomó Capua, también, la lujosa ciudad del sur, y se apoderó de Sicilia.

En Roma, se suceden los cónsules y se suceden las derrotas y las cifras ingentes de muertos en combate.

Estamos alrededor del año 212 aC.

Publio Cornelio Escipión todavía no es Escipión el Africano, y, aunque le tiene un hambre atroz al cartaginés, faltan un poco para que, a pesar de sus 25 años, se transforme en el general vencedor de Aníbal.

Bien.

Sin embargo, el asunto que me llamó la atención es un pequeño gesto.

Después de Cannae, los romanos deciden armar un nuevo ejército. Saben que en cualquier momento Aníbal atacará Roma. Aprendieron, con todo, distintas estrategias del cartaginés. Y lo observaron con cuidado. Especialmente Quinto Fabio Máximo Belicoso, llamado Cunctator, es decir 'el que demora o retrasa'.

Este patricio, chapado a la antigua y muy zorro, que en un remedio deseperado había sido nombrado dictador por 6 meses, había advertido que a Aníbal se lo combatía no presentándole batalla frontalmente sino dificultándole su mayor fortaleza: la movilidad. Y entorpeciéndole los suministros, cosa que tuvo su importancia al final.

El caso es que los romanos estrenando legiones (los ejércitos eran cada vez más numerosos, y ya iban...) deciden avanzar hacia el sur y concretamente sitiar Capua y seguir hasta Sicilia para recuperar Siracusa, que había cambiado de alianza en favor de Aníbal.

Al ver la reacción de sus enemigos a los que creía casi vencidos, en un movimiento sorpresivo el cartaginés decide dejar Capua y avanzar sobre Roma, para hacer que los romanos levanten el sitio a Capua y no avancen sobre Sicilia. De este modo, audazmente, acampa a unos 40 estadios de la ciudad.

(Un estadio es medida griega antigua, y en diversos lugares tenía longitud distinta. Según parece, en Roma un estadio eran 218 varas y una vara eran 3 pies y un pie eran 0,2964 metro.)

Es decir, muy cerca, tal vez a unas pocas cuadras de los muros (corrijan los numerólogos, por favor), aunque no con mucha gente.

En Roma había dos legiones para la defensa, no demasiado, pero algo era. Entre otras medidas, la república compró 8.000 esclavos y formó cuerpos militares con ellos. Distribuyó armas entre los ciudadanos hábiles y las mujeres se pasaban el día en los templos barriendo el piso con sus cabellos, impetrando así el favor divino. En ningún caso, los romanos llamaron a los soldados que sitiaban Capua o marchaban hacia Sicilia, tal como pretendía el cartaginés con su maniobra.

Una noche, Aníbal se escabulló y observó desde las colinas la ansiedad de los romanos, pero también la actividad febril y la determinación y se dio cuenta de que su plan había fallado.

Sin embargo, el punto curioso, el gesto, es que el Senado, entre las medidas con la que pretendía defenderse del cartaginés, puso a subasta los terrenos en los que Aníbal estaba estacionado con sus tropas de sitio. Y, según dicen los historiadores de aquellos años (bien que algo parciales, convengamos), el precio que se pagó por ellos no disminuyó ni un as por el hecho de que los lotes estuvieran ocupados por intrusos...

Hay para todos los gustos: lo llamarán una maniobra de acción psicológica que sin duda llegó a los oídos del invasor; otros dirán que es mucha sangre fría; unos más podrán decir que el gesto de desprecio (ya imperial, diría si no fuera un anacronismo) es casi arrogante; y algunos otros llamarán, a esta notable transacción inmobiliaria en medio de una de las campañas más terribles para la República, simplemente dignitas.

El final de Aníbal y de Cartago es conocido.