jueves, 9 de noviembre de 2006

Cobardías y astringencias

La culpa la tiene fin de año, en parte, con su agenda estúpida de agasajos y festivales de los buenos propósitos venideros (que muchas veces significan: "este año, definitivamente, no...")

También el hecho de que cuestiones mundanas y sociales, y hasta dizque laborales, me zamarrean y me arrojan a salones y perfumes, canapés y mesas floridas, champanes y aperitivos.

Por eso.

Hay un texto que siempre me es de mucha ayuda, como una jaculatoria, casi. Es uno de Chesterton en Aspectos del nuevo Londres y la más Nueva York, de 1932, que son el acopio de reflexiones después de su segundo viaje.
La cobardía de los cocteles

...Esto es indigno de una generación que se envanece de ser sincera y valerosa. En el segundo aspecto, es indigno de una generación que se envanece de mantenerse en forma mediante el tennis, el golf y toda suerte de atletismos. ¿Qué valen estos atletas, con todo su atletismo, si no pueden procurarse una cosa tan corriente como el apetito natural? La mayor parte de mi trabajo es, no me atreveré a decir literario, pero por lo menos sedentario. No hago nunca otro ejercicio que pasearme y arrojar estacas y jabalinas en el jardín. Pero nunca necesito nada que me abra el apetito. Nunca he necesitado un vasito de ron para decidirme a salir de la trinchera para arrostrar los mortales peligros del almuerzo.

Considerándolo harto racionalmente, ha habido una decadencia y degradación de estas cosas. Primero fueron los viejos tiempos en que se bebía, que son siempre descriptos como más sanos. En esos días los hombres trabajaban o jugaban, cazaban o apacentaban, araban o pescaban, y aun, a su ruda manera, escribían o hablaban, aunque sólo fuera por expresar los simples espíritus de Sócrates o de Shakespeare, y luego se embriagaban razonablemente en la tarde cuando su trabajo estaba hecho.

Hallamos el primer paso de la degradación al ver a hombres que no beben cuando está hecho su trabajo, sino que beben para hacer su trabajo. Los obreros solían hacer cola ante las fábricas de cuarenta años atrás y tomar sorbos de whisky puro para poder arrostrar la vida en la fábrica progresiva y científica. Pero, por lo menos, puede admitirse que la vida en la fábrica era algo que exigía algún valor en el que había de arrostrarlo. Estos hombres sentían la necesidad de un anestésico antes de arrostrar el dolor. ¿Qué diremos de los que tienen que tomar un anestésico para poder arrostrar el placer? ¿Qué diremos de los que, ante los terrores de huevos o sardinas con mayonesa, sólo son capaces de gemir débilmente pidiendo aguardiente? ¿Qué diremos de los que han de ser drogados, enloquecidos, inspirados y embriagados para poder comer, como los asesinos para poder asesinar? Si, como dicen, el uso de la droga implica el aumento de la dosis, ¿dónde terminará y en qué punto preciso de frenesí y engaño estará dispuesto un hombre crecido y sano a precipitarse sobre una chuleta y dar su embestida de muerte o gloria contra un emparedado de jamón?

Esta es indudablemente la más abyecta de todas las etapas; peor que la del hombre que bebe por trabajar y mucho peor que la del hombre que bebe por divertirse.

La otra parte de esta misma cuestión es que, mirando y padeciendo estas cosas, se me impone la orilla opuesta y remota: la de cierta astringencia.

Un otro modelo combativo y frívolo, también, porque la frivolidad es antes que nada superficialidad, no sonrisa boba. Y hay superficialidad también en todo determinismo o reduccionismo. Una instancia épica suprema, que no conoce la eutrapelia. Es todo un asunto al que hay que dedicarle más tiempo.

Y mientras voy de mi corazón a mis asuntos, me digo que entre un filantrópico borrachín de salón de luces de hotelucho 5 estrellas y un santón tronante que lanza solamente fulminantes rayos de catástrofe por salva sea la parte, tiene que haber algo en el medio.

Una caricatura de hombre feliz. Una caricatura de hombre virtuoso. Caricaturas. Imposturas de alegría, imposturas de seriedad. Imposturas.